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Los horrores del Sur
El 7 de enero de 1890, el senador por Carolina del Sur Matthew Butler y el senador por Alabama y antiguo «gran dragón» del Ku Klux Klan John Tyler Morgan presentaron un proyecto de ley al Congreso para financiar la emigración negra a África. Se trataba de una ingeniosa solución a los problemas de clase y raciales de los grandes latifundistas del Sur. Arruinados por la crisis agraria que asolaba la región, muchos granjeros pobres, los llamados dirt farmers, dirigieron su rabia contra los granjeros negros, mientras que otros unían sus fuerzas a las de estos para encauzar la ira hacia los grandes latifundistas blancos, en un creciente movimiento populista, interracial y antirracista. El proyecto de ley de colonización era un reflejo de la situación. Con él, los granjeros blancos iban a ver que la principal causa de la depresión agraria del Sur eran los negros sureños, y no los ricos propietarios blancos, en cuanto comprobasen que la salida en masa de aquellos aumentaba el valor de su propio trabajo.
Es probable que en 1890 los estadounidenses estuviesen más abiertos que nunca a la colonización desde los tiempos de la insistencia de Abraham Lincoln, durante la guerra de Secesión. Edward Wilmot Blyden, un diplomático liberiano nacido en el Caribe, se encontraba haciendo una gira por Estados Unidos para pregonar que, si se había educado y preservado a los esclavos afroamericanos, era porque estos tenían la misión divina de redimir a África. «Dios sigue sus propios caminos para sanar y para purificar con fuego», escribiría Blyden en la publicación de la Sociedad Americana para la Colonización, en 1890. Los escritos de Henry Morton Stanley, el más famoso explorador anglófono de África del siglo XIX, conocían una gran difusión. Prácticamente todo el mundo anglófono interesado en África había leído el libro de Stanley Through the Dark Continent, de 1878, y prácticamente todo el que leía a Stanley acababa viendo a los africanos como salvajes, incluido el novelista Joseph Conrad, autor del clásico El corazón de las tinieblas, publicado en 1899. El viaje del protagonista blanco, aguas arriba del río Congo, «era como regresar a los orígenes del mundo», aunque no en tiempo cronológico, sino en la escala evolutiva.
En su discurso de enero de 1890 ante el Senado, destinado a impulsar el proyecto de ley de colonización, John Tyler Morgan leyó algunos pasajes del libro de Henry Morgan Stanley. El texto sostenía que, bajo tutela blanca, los afroamericanos se habían civilizado hasta un punto en el que serían capaces de sacar a África del abismo de la barbarie. Así, esperaba que los potenciales emigrantes negros fueran «tan amables y generosos con sus nuevos vecinos como nosotros [los blancos del Sur] lo hemos sido con ellos». Aunque hubo millones de ciudadanos estadounidenses que apoyaron el proyecto de ley, la severa oposición se mantuvo firme, de manera que nunca llegó a aprobarse.
El único demócrata que se envalentonó al ser testigo de este debate fue el entusiasta Walter Vaughan, de la nebrasqueña Omaha. Hijo de unos esclavistas de Alabama, ideó un plan del que estaba convencido que sería beneficioso para la «pobre condición» de las personas emancipadas que, en sus figuraciones, habían recibido tan buenos cuidados durante la esclavitud. Este empresario propuso que el Gobierno federal diese una pensión a los antiguos esclavos, quienes, entonces, gastarían el dinero en los apurados negocios de los blancos del Sur. Consiguió convencer al congresista que representaba a su distrito, el republicano William J. Connell, de que presentara el proyecto de ley de las pensiones de los antiguos esclavos en 1890. Con Frederick Douglass como uno de los pocos apoyos entre las élites negras, el proyecto conoció una muerte lenta.
Con todo, Vaughan siguió presionando para que las pensiones de los antiguos esclavos fuesen una realidad. Publicó el panfleto Freedmen’s Pension Bill: A Plea for American Freedmen, cuyos diez mil ejemplares pronto fueron pasando de mano en mano entre las comunidades de negros pobres del Sur y del Medio Oeste hasta llegar, en 1891, a las de Callie House, una antigua esclava y mujer de la limpieza de Tennessee, que entonces se involucró en la creación de la Asociación Nacional de Ayuda Mutua, Munificencia y Pensión de Antiguos Esclavos, con sede en Nashville. Con al parecer cientos de miles de miembros, esta organización alumbró el movimiento que en el transcurso de esa década exigió el pago de indemnizaciones compensatorias a los antiguos esclavos. El movimiento recibió un apoyo enfebrecido de los negros antirracistas de clase humilde, así como una oposición enfebrecida por parte del mismo racismo de clase que había evitado que el Congreso concediese a cada negro una porción de tierra y una mula. Las élites negras, en unión con sus homólogos blancos, por lo general ignoraron o abortaron cualquier proyecto de ley de reparación. Estas élites pusieron las injusticias económicas que afectaban a los negros con bajos ingresos por detrás de las relacionadas con la educación o con el voto. «Parece que los más doctos de entre los negros —les increparía Callie House— tienen menos interés en su raza que ningún otro negro, por cuanto muchos de ellos luchan contra el bienestar de esa raza».
El 25 de junio de 1890, W. E. B. Du Bois hizo un discurso tras finalizar sus estudios en Harvard. Había alcanzado la excelencia; se había graduado en la universidad negra más prestigiosa de la historia y, después, en la universidad blanca más prestigiosa de la historia. Tenía la convicción de estar demostrando la capacidad de su raza. La alocución de Du Bois, «brillante y elocuente», según el juicio de la prensa, giraba en torno a «Jefferson Davis como representante de la civilización». Du Bois albergaba la idea de que Davis, fallecido justo el año anterior, representaba el duro individualismo y el espíritu dominante de la civilización europea, en contraste con las marcadas «sumisión» y abnegación que caracterizaban a la civilización africana. Los europeos «se encontraron con la civilización y la aplastaron», mientras que «los negros se encontraron con la civilización y fueron aplastados por ella». En palabras de su biógrafo, este licenciado en Harvard contraponía el europeo civilizado como «hombre fuerte» al africano civilizado como «hombre sumiso».
Sin duda, Du Bois había recibido la influencia de la Nueva Inglaterra de posguerra de Harriet Beecher Stowe, en la que las ideas en torno a la raza parecían comenzar y terminar en La cabaña del tío Tom. En Harvard también bebió de uno de sus profesores, el historiador Albert Hart, un firme moralista que juzgaba que era en el carácter —en el «ser interno, no en el externo»— donde residía la clave para el cambio. De él y otros asimilacionistas tomó la idea racista de que la esclavitud (además de África) había mutilado social y moralmente a los afroamericanos. Du Bois tenía más fe en el futuro que su profesor. En su libro de viajes The Southern South, de 1910, Hart sostenía que «los negros son inferiores, y su historia tanto en África como en América lleva a pensar que seguirá siendo así». Al pensar en Du Bois en particular, Hart reducía sus talentos a su ascendencia europea; era «la prueba viviente —escribió con plena confianza— de que los mulatos tienen tanta energía y pasión como cualquier hombre blanco».
En el otoño de 1890, Du Bois se matriculó en el programa de doctorado del Departamento de Historia de Harvard, para estudiar bajo la tutela de Hart y seguir dando prueba de las capacidades de los negros. Con todo, pronto tendría la oportunidad de proporcionar una demostración de mayor envergadura. Más o menos al tiempo que entró en la escuela de posgrado, el antiguo presidente Rutherford B. Hayes, director del Fondo Slater para la Educación de los Hombres Libres, se ofreció a sufragar la educación en Europa de «cualquier joven de color» con el talento suficiente para la iniciativa, si es que existía tal persona. «Hasta ahora —explicó Hayes en una charla en la Universidad Johns Hopkins—, su principal y casi su único don ha sido el de la oratoria». Du Bois decidió aceptar este desafío intelectual. Dos años más tarde se matriculó en la Universidad de Berlín, la más distinguida del mundo europeo.