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Richard Russo - Sobre mi madre

Aquí puedes leer online Richard Russo - Sobre mi madre texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2012, Editor: ePubLibre, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Richard Russo Sobre mi madre

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A punto de arrojar las cenizas de su madre Richard Russo echa la vista atrás y - photo 1

A punto de arrojar las cenizas de su madre, Richard Russo echa la vista atrás y la recuerda en Gloversville, un pueblo en el estado de Nueva York dedicado a la producción de artículos de cuero. Aquí es donde el autor —hijo único de una madre tan frágil como rotunda y de un padre cuyo papel es más bien secundario— pasó su infancia en la década de los cincuenta.

Un mundo en otra parte, un lugar que mereciera la pena, era el sueño que su madre le inculcó, y que con esfuerzos logró para sí misma. En su recuento de tribulaciones y aventuras, Russo, demuestra que la sombra de una madre se proyecta sobre toda nuestra vida.

Sobre mi madre es una explosión de emociones encontradas y amores enfrentados que no resulta artificial ni forzada gracias a la sinceridad con la que Richard Russo se expresa. Todo se desarrolla con un perfecto equilibrio de sentimientos y drama que acompaña al lector sin agobiarle jamás.

Richard Russo Sobre mi madre ePub r11 German25 240318 Título original - photo 2

Richard Russo

Sobre mi madre

ePub r1.1

German25 24.03.18

Título original: Elsewhere. A Memoir

Richard Russo, 2012

Traducción: Mariano Antolín Rato

Diseño de cubierta: iStockPhoto

Editor digital: German25

ePub base r1.2

Para Greg RICHARD RUSSO Johnstown Nueva York 1949 Novelista y - photo 3

Para Greg

RICHARD RUSSO Johnstown Nueva York 1949 Novelista y guionista - photo 4

RICHARD RUSSO (Johnstown, Nueva York, 1949). Novelista y guionista norteamericano. Estudió en la Universidad de Arizona donde obtuvo un doctorado en filosofía. Posteriormente ejerció como profesor en varias universidades, compaginando la docencia con la escritura hasta que la adaptación al cine de su novela Ni un pelo de tonto, en 1994 e interpretada por Paul Newman, le permitió dedicarse a tiempo completo a la literatura y a la creación de guiones cinematográficos.

Con su novela Empire Falls, de 2001, consiguió el Premio Pulitzer. Luego ésta fue adaptada para televisión por la cadena estadounidense HBO, y con un reparto encabezado por Helen Hunt y Philip Seymour Hoffman, obtuvo en 2006 el Globo de Oro a la Mejor Miniserie.

Otras novelas destacadas de Russo son su primera novela Mohawk (1986), Alto riesgo (1988), Straight Man (1997), Puente de los suspiros (2007), El verano mágico en Cape Cod (2009) y su autobiográfica Sobre mi madre (2012). También hay que destacar su colección de historias cortas La hija de la puta y otros cuentos (2002).

Su obra está repleta de elementos contemporáneos y un profundo sentido de lo cómico, con un lenguaje agridulce y un elenco de personajes ordinarios en situaciones extraordinarias.

Actualmente, Russo vive en Camden (Maine).

Notas

[1] La región de Leatherstocking («medias de cuero») se encuentra al norte del estado de Nueva York, y se llamó así porque era donde se hacían las características polainas de cuero que llevaban los hombres de la frontera y los tramperos. Las novelas de Fenimore Cooper, entre ellas El último de los mohicanos, la hicieron famosa. Laughingstock es «hazmerreír». Gloversville se podría traducir por «Villaguantes». (N. del T.).

Independencia

La noche antes de que dispersáramos las cenizas de mi madre en la laguna Menemsha, de Martha’s Vineyard, tuve un sueño en el que ella aparecía con toda claridad. Había estado apareciéndoseme en sueños con regularidad desde su muerte en julio, y ya estábamos en la última semana de diciembre. ¿Había algo que tenía obligación de hacer, aparte de dispersar sus cenizas, que no hubiera hecho? ¿Existían otros motivos inconscientes para que se me apareciera? Desde julio habían pasado muchas cosas. Yo había realizado una larga gira para presentar un libro, nuestra hija Kate se había casado en Londres después del día de Acción de Gracias, y volvimos a casa justo a tiempo para el jaleo de las Navidades. ¿Se sentía abandonada? Ese era, por supuesto, otro modo de preguntar si me sentía culpable por haberle prestado poca atención cuando murió, como a veces me preocupó haber hecho cuando estaba viva.

Retrasamos el momento de dispersar sus cenizas tanto porque mis dos hijas querían estar presentes. Emily hacía poco que tenía un empleo nuevo en una librería cerca de Amherst y yo no consideraba que pudiera pedir unos días libres hasta pasada la avalancha de las vacaciones. Y Kate y su marido, Tom, todavía recién casados, no pudieron conseguir vuelo a Estados Unidos hasta después de Navidad. Así que decidimos reunirnos en la isla la semana entre Navidad y Año Nuevo para cumplir lo que he llegado a considerar que era mi promesa final a mi madre, la última de una larga y continua serie de obligaciones que se extendía casi hasta donde era capaz de recordar.

En el sueño, mi madre y yo nos encontrábamos de pie, rumbo a un destino impreciso en el que aparentemente estábamos de acuerdo. Que nos pusiéramos en marcha debía de haber sido idea mía porque me sentía bastante culpable por lo mucho que nos estaba llevando y porque no conocía el camino y había dado varios rodeos. Llevar a mi madre, que no conducía, al sitio al que necesitara ir —la tienda de comestibles, la consulta del médico, la peluquería— había sido, por supuesto, responsabilidad mía de cuando en cuando desde que me saqué el permiso de conducir en 1967, así que en ese sentido mi sueño tenía cierto apoyo en la realidad. Que estuviera perdido era el aspecto más inusual e inquietante de lo que pasaba, pues siempre ha sido responsabilidad mía conocer el camino. El escaso sentido de la orientación de mi madre era legendario, y desde hacía mucho bromeábamos entre nosotros diciendo que ella era una brújula cuya aguja señalaba hacia el sur. Resultaba indudable que mi sensación de hallarme perdido e indefenso en el sueño tenía que ver con el auténtico estado de ella en la vida real durante los largos meses previos a su muerte. Diagnosticada de insuficiencia cardiaca congestiva, no le habían dado más de dos años de vida, lo que significaba que por primera vez en décadas iba a algún sitio ella sola.

En el sueño, mi madre no se estaba muriendo, sólo se encontraba débil y cansada conforme nos abríamos paso por las calles a oscuras, en busca de señales o puntos de referencia donde no había ninguno. Al final, ya no fue capaz de seguir y tuve que cargar con ella. Al principio, ese no fue un problema. Mi madre siempre había sido menuda, y ahora era frágil, mientras que yo estaba fuerte porque jugaba al tenis y corría. Pero poco a poco empecé a sentirme agotado, aparte de frustrado por habernos metido en aquel apuro. Los dos estábamos solos en calles vacías que se prolongaban de modo interminable, sin más opción que continuar trabajosamente.

Ese fue el sueño. Mi madre y yo andando sin parar, para siempre jamás, hasta que al final desperté y me hice cargo de que ella llevaba muerta desde el verano, que en realidad el peso de su prolongada enfermedad y más prolongada aún desdicha no incidía al fin sobre sus hombros. Ni sobre los míos.

Algunos sueños no necesitan interpretación, y aquel era uno de ellos.

Desde la época en que yo era niño, pocas cosas valoraba más mi madre que su supuesta independencia. La separación legal que había acordado con mi padre estipulaba que él contribuiría a mi manutención, aunque rara vez lo hizo. Durante un tiempo ella trató de obligarle pero pronto renunció, probablemente imaginando que a la larga le vendría mejor. Además, si él no echaba una mano, al menos ella no tendría que cargar con sus deudas de juego. Les pagaba un alquiler a mis abuelos —al precio del mercado, proclamaba siempre orgullosa— por nuestro piso en la casa de ellos de la calle Helwig. Su trabajo en General Electric, en Schenectady, le proporcionaba un buen sueldo; antes de descontar los impuestos, ganaba por encima de los cien dólares a la semana, más que muchos de los hombres que trabajaban en las tenerías. La mayoría de las mujeres trabajadoras de Gloversville cosían guantes en los talleres o en casa, un trabajo a destajo mal pagado que complementaba los ingresos de maridos, a los que dejaban en el paro todos los inviernos y cuyos sueldos, por otra parte, se mantenían bajos de modo artificial debido al contubernio entre los dueños de las fábricas y las autoridades municipales que ellos controlaban. A ella le iba mucho mejor trabajando en una gran empresa de Schenectady, aunque implicara gastos adicionales. En primer lugar era una profesional y tenía que vestir como lo que era. Eso le venía como anillo al dedo porque le encantaba la ropa bonita, aunque por supuesto no fuera barata. Además, como volvía a casa después del trabajo demasiado tarde y demasiado cansada para preparar la cena, también tenía que pagarles a mis abuelos por mi manutención. Luego estaba la obligación de compartir el coste del trayecto en coche de ida y vuelta a General Electric con compañeros de trabajo; cuando íbamos a algún sitio con mis tíos y primos, ella siempre contribuía a la hora de pagar la gasolina.

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