Miguel Martorell - Manual de Historia Política y Social de España (1808-2011)
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- Libro:Manual de Historia Política y Social de España (1808-2011)
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2019
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Manual de Historia Política y Social de España (1808-2011): resumen, descripción y anotación
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I
LA REVOLUCIÓN LIBERAL (1808-1843)
El 24 de septiembre de 1810, las Cortes reunidas en Cádiz proclamaron en su primera sesión que en ellas residía la soberanía de la nación. Dicha declaración entrañaba, de facto, una revolución, pues trastocaba el orden político vigente según el cual la soberanía era un atributo exclusivo de la monarquía. Además, implicaba la instauración de un nuevo orden económico y social, porque la nación representada en las Cortes era la unión de todos los ciudadanos, iguales en derechos, sujetos a la misma ley, y esto era incompatible con los privilegios estamentales del Antiguo Régimen. Las Cortes de Cádiz no solo sometieron la autoridad del rey a la Constitución; también abordaron el desmantelamiento institucional y jurídico del Antiguo Régimen en nombre de los principios de igualdad y libertad, entendida esta última no solo como libertad política, sino también como libertad económica: la protección de la propiedad privada y el pleno derecho de los individuos a disponer de ella conforme conviniera a sus intereses.
Pero hubo que esperar hasta la década de 1830 para que el proceso iniciado en Cádiz, y que hemos dado en llamar revolución liberal, se consolidara. En 1814, Fernando VII revocó todas las decisiones emanadas de las Cortes y reinstauró la monarquía absoluta, que pervivió durante su reinado salvo un breve interludio liberal entre 1820 y 1823. Muerto el rey, en 1833, la reacción contra el liberalismo prosiguió durante siete años de guerra carlista. La lucha entre liberalismo y reacción define las primeras décadas del siglo XIX español. También estos años conforman un largo ciclo bélico que comenzó en 1808 y culminó en 1840, a lo largo del cual se sucedieron tres guerras: la guerra contra los franceses entre 1808 y 1814, la guerra de emancipación de las colonias americanas entre 1810 y 1825 y la guerra carlista entre 1833 y 1840. Un estado de guerra casi permanente que acabó otorgando excesivo protagonismo al ejército en la vida política.
1. GUERRA Y REVOLUCIÓN: 1808-1814
Al comenzar el último cuarto del siglo XVIII España todavía era una primera potencia mundial. Cierto es que en 1713, en virtud del Tratado de Utrecht, había perdido sus posesiones europeas, pero aún conservaba las Indias y ello confería a la monarquía española importantes recursos económicos y una posición estratégica envidiable. Para una metrópoli relativamente débil no resultó fácil preservar las colonias americanas, máxime cuando se trataba de un botín codiciado por Gran Bretaña, el gran imperio marítimo del siglo. Ello fue posible, en buena medida, gracias a la alianza diplomática con Francia, la principal rival inglesa. Una alianza que convenía a Francia y a España, cuyas fuerzas unidas contrapesaban a las británicas.
La Revolución francesa trastocó este equilibrio. Cuando Luis XVI fue destronado, España se sumó a la coalición de países que intentaron contener la revolución —entre los que figuraba Gran Bretaña— y declaró la guerra a Francia. La Guerra contra la Convención —el gobierno revolucionario francés— contó con el respaldo de buena parte de la nobleza y, sobre todo, de la Iglesia, que había combatido durante el siglo XVIII la filosofía racionalista propugnada por la Ilustración, y que pretendía neutralizar el influjo de la Revolución francesa. La contienda se extendió entre 1793 y 1795, se saldó con la derrota española y se cerró con la Paz de Basilea, por la que España reconoció a la República Francesa. La Paz de Basilea marcó el retorno a la tradicional política de pacto entre ambos países. No obstante, la relación no volvió a ser la misma: Francia había demostrado su superioridad militar y en adelante el pacto se planteó, de hecho, en términos de subordinación de España, que hubo de secundar la aventura imperial de Napoleón. Política que tuvo graves consecuencias, como los asaltos de la flota británica a diversos puertos de la Península y las colonias (Ferrol, 1800; Buenos Aires, 1806-1807) o la destrucción de la Armada española en la batalla de Trafalgar, que enfrentó a los británicos contra franceses y españoles en 1805.
Tanto la guerra contra Francia como el posterior acuerdo transcurrieron durante el mandato de Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, designado en 1792 por Carlos IV secretario de Estado, el cargo institucional que entonces ejercía la dirección del poder ejecutivo. La gestión de Godoy desató una formidable resistencia. La Iglesia y los sectores más tradicionales de la sociedad rechazaron la alianza con la República y, posteriormente, el Imperio francés. También combatieron a Godoy porque trató de desarrollar parte del programa de la Ilustración, y porque quiso afianzar la autoridad de la monarquía y limitar el poder de la Iglesia. Una política que le llevó, entre otras medidas, a recortar las facultades de la Inquisición y a desamortizar en 1798 los bienes eclesiásticos pertenecientes a hospitales, hospicios y obras pías. Asimismo, la nobleza palaciega se escindió en dos bandos enfrentados: uno favorable a Godoy y otro, desplazado del poder, agrupado en torno al heredero del trono, el príncipe Fernando, futuro Fernando VII. Además de cuestionar su acción de gobierno, los enemigos de Godoy le reprochaban su meteórico ascenso y la acumulación de poder adquirido en pocos años, que atribuían a los favores de la reina. Esta combinación de crítica ideológica y condena moral hundió la popularidad del Príncipe de la Paz.
El 17 de marzo de 1808 una revuelta conocida como Motín de Aranjuez, auspiciada por los nobles reunidos en torno a Fernando y por la Iglesia, y protagonizada por soldados, campesinos y palatinos, obligó a Carlos IV a destituir a Godoy. Dos días después, forzado por los disturbios, Carlos IV abdicó en su hijo Fernando VII. Mas antes de que esto ocurriera Napoleón ya había perdido la confianza en el rey y en la inestable corte, y pretendía asegurar la subordinación del país a los intereses franceses transformando a España en un estado satélite, con un gobierno títere, como había hecho con otras monarquías europeas. El 27 de octubre de 1807, España y Francia firmaron el Tratado de Fontainebleau, por el cual acordaron invadir Portugal —aliado de Gran Bretaña—, que permitía el tránsito por España del ejército francés camino del país vecino. Pero conforme la armada francesa fue penetrando en territorio español comenzó a comportarse como un ejército de ocupación, estableciéndose en enclaves estratégicos. La abdicación de Carlos IV precipitó los planes de Napoleón. En abril de 1808, Carlos IV y Fernando VII sometieron el pleito por el trono al arbitraje del emperador, que les citó en la ciudad francesa de Bayona. Allí, obligó a Fernando a devolver la corona a su padre; después, Carlos IV abdicó en Napoleón y este, a su vez, cedió los derechos del trono a su hermano José Bonaparte. Tanto Carlos IV como Fernando VII permanecieron retenidos en Francia hasta el final de la guerra.
1.1. Levantamiento contra los franceses y organización de los rebeldes
El levantamiento contra los franceses partió de las clases populares y de los notables locales. Comenzó como una serie de motines espontáneos, pero su reiteración y su rápida extensión por todo el país permiten entrever cierto grado de inducción o, cuando menos, de coordinación. Es probable que el detonante fuera la presión de las tropas de ocupación sobre la población civil, la obligación de mantener a un ejército depredador de alimentos y bienes de consumo básico, máxime cuando el país había atravesado recientemente por un ciclo de hambrunas y malas cosechas. Ya en abril hubo revueltas en ciudades como León o Burgos, si bien, tras el levantamiento de Madrid, el 2 de mayo de 1808, las acciones contra los ocupantes se propagaron por toda España. La difusión de las noticias sobre la represión ejercida por el ejército invasor en Madrid y en otras localidades alentó la insurrección. Asimismo, la sublevación tuvo cierta continuidad con el motín que derribó a Godoy en marzo de 1808: quienes entonces habían combatido la alianza con Napoleón se unieron de nuevo contra el enemigo del norte. Un sector mayoritario de la Iglesia, que consideraba en peligro la religión y la tradición ante la ola secularizadora proveniente de Francia, vivió el levantamiento como una cruzada. El bajo clero fue un eficaz agente movilizador: su agitación y sus proclamas resultaron cruciales para transformar una serie de revueltas aisladas en una acometida general contra los franceses, que prendió con fuerza en medios populares.
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