Margaret Powell - En el piso de abajo
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- Libro:En el piso de abajo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1968
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En el piso de abajo: resumen, descripción y anotación
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Para Leigh (Reggie) Crutchley,
con afecto y gratitud.
En la primera casa en que entró a trabajar como pinche de cocina, a los quince años, Margaret Powell se quedó atónita cuando le dijeron que, entre sus tareas, figuraba la de planchar los cordones de los zapatos. La señora de la casa le prohibió, además, entregarle en mano cualquier cosa: siempre tenía que ser «en bandeja de plata». Era la Inglaterra de los años 20, y en ella una chica empleada en el servicio doméstico tenía que mentir a los chicos si quería encontrar novio: ellos las llamaban «esclavas».
En el piso de abajo son las memorias de una mujer sedienta de educación que no comprende que, cuando pide un libro de la biblioteca de sus señores, éstos la miren incrédulos y espantados. Con el tiempo, aprendió por su cuenta y en 1968 publicó este libro, que ha sido la fuente reconocida de inspiración de series como Arriba y abajo y Downton Abbey, pero mucho más incisiva e intencionada que ellas. En el sótano, a «ellos» (como llamaban a los señores), se les hacía «una especie de psiconálisis de cocina, sin cabida para Freud. «Creo que nosotros sabíamos de la vida sexual ajena mucho más de lo que él llegó a saber nunca».
Penetrante en su observación de las relaciones entre clases, libre y deslenguada en la expresión de sus deseos, Margaret Powell nos cuenta qué significaba para los de abajo preparar las cenas de seis platos de los de arriba. Un documento excepcional.
Margaret Powell
Memorias de una cocinera
inglesa de los años 20
ePub r1.2
Achab195112.04.14
Título original: Below Stairs
Margaret Powell, 1968
Traducción: Elena Bernardo Gil
Editor digital: Achab1951
Corrección de erratas: Stardust Crusader y atuvera
ePub base r1.0
Nací en Hove en 1907. Yo era la segunda de siete hermanos. Lo primero que recuerdo es que había niños que parecían andar mejor de dinero de lo que andábamos en mi familia. No obstante, nuestros padres se preocupaban muchísimo por nosotros. Hay algo que recuerdo especialmente, y es que todos los domingos por la mañana mi padre nos traía una revista de historietas y una bolsa de golosinas. Las revistas de historietas valían medio penique cuando eran en blanco y negro, y un penique cuando estaban coloreadas. Cuando lo recuerdo ahora, me pregunto cómo se las arreglaría para comprarlas cuando estaba sin trabajo y en casa no entraba nada de dinero.
Mi padre era pintor y decorador, una especie de manitas. Todo se le daba bien: arreglar tejados, enlucir… pero su fuerte era pintar y poner papel pintado. Sin embargo, en nuestro barrio había poco trabajo en invierno. A la gente no le gustaba que se hicieran arreglos en su casa por esas fechas. No se podía pintar por fuera, y nadie quería tampoco las complicaciones de pintar dentro. De modo que los inviernos eran tiempos difíciles.
Mi madre limpiaba casas desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde por dos chelines al día. A veces volvía a casa con algún tesoro, como un cuenco de grasa de carne asada, media hogaza de pan, un poquito de mantequilla o un tazón de sopa. Mi madre odiaba aceptar cosas. Odiaba la caridad. Pero a nosotros nos gustaba tanto que trajera cosas que, cuando veíamos que traía algo, salíamos corriendo para ver qué era.
Supongo que hoy puede parecer curioso que mi madre odiara tanto la caridad, pero cuando mis padres nos criaron no había dinero para los desempleados. Si recibías algo, era por caridad.
Me acuerdo de que mi madre, una vez en que solo teníamos un par de zapatos para cada uno y todos necesitaban remiendos, se acercó al ayuntamiento para ver si le daban alguna ayuda. Tuvo que contestar montones de preguntas y le hicieron sentirse avergonzada por no tener suficiente dinero para mantenerse.
Encontrar un lugar donde vivir era por aquel entonces muy distinto a como es ahora. Bastaba con salir a la calle y andar un poco para ver carteles de «Se alquilan habitaciones».
Cuando las cosas se ponían muy cuesta arriba, nosotros solo podíamos tener una o dos habitaciones, y siempre en casa ajena. Sin embargo, cuando papá tenía trabajo, podíamos alquilar media casa. Nunca tuvimos casa propia. Por aquel entonces poca gente podía permitirse tener una casa entera para su familia. En lo que se refiere a comprar una casa, ¡santo cielo!, era algo que ni se nos pasaba por la cabeza.
Me acuerdo de que yo me preguntaba a menudo cómo era posible que, estando las cosas tan mal como estaban, mamá no dejara de tener niños, y también me acuerdo de lo mucho que se enfadaba porque una pareja de solteronas para las que trabajaba le decía sin parar que no tuviera más hijos porque no podía permitírselo. Una vez le pregunté a mi madre: «¿Por qué tienes tantos niños? ¿Es difícil tener niños?». Y ella me respondió: «Para nada. Coser y cantar».
Ya ven cuál era el único placer que podía permitirse la gente pobre. Era algo que no costaba nada, al menos no mientras se estaba haciendo el niño. Tener niños era de lo más fácil. A todo el mundo le daban igual los médicos y, además, traer a la partera suponía poco gasto. En cuanto al hecho de que después sí que fuera a suponer un gasto, bueno, por aquel entonces la clase trabajadora nunca pensaba mucho en el futuro. No se atrevía a hacerlo; bastante tenía con vivir al día.
Además, la gente no pensaba en el control de la natalidad. Solo se pensaba en tener familia. Tal vez fuera un legado de la época victoriana porque, en cierto modo, cuantos más hijos tenías más se te veía como a alguien que cumplía con su deber de ciudadano cristiano. Aunque la verdad es que la Iglesia no tenía mucho peso en la vida de mi padre o de mi madre. No creo que tuvieran mucho tiempo para eso. Aunque seguramente sería más exacto decir que sí tenían tiempo, pero no disposición. A algunos de nosotros ni siquiera nos habían llevado a cristianar. Yo, por ejemplo, no lo estaba, y nunca lo he estado. Sin embargo, todos teníamos que ir a la escuela dominical. No porque mis padres fueran religiosos, sino porque así se nos quitaban de en medio.
Los domingos por la tarde se dedicaban a hacer el amor, porque en las casas de la clase trabajadora no se podía tener mucha intimidad. Cuando vivías en dos o tres cuartos, alguno de los niños siempre dormía contigo. Si tenías sentido de la decencia —y mis padres lo tenían porque en toda mi infancia nunca llegué a enterarme de si hacían el amor— te esperabas hasta que se durmieran o no anduvieran por medio. La verdad es que nunca los vi siquiera darse un beso, porque mi padre era tirando a seco, al menos en apariencia, y me asombré mucho cuando, no hace tanto, mi madre me dijo que en realidad era un hombre muy ardiente. Así que, como ven, solo podían dejarse llevar cuando los niños no andaban por medio.
Total, que los domingos por la tarde, después de una buena comida (todo el mundo procuraba hacer una buena comida los domingos) era el momento de pasarse un rato en la cama, haciendo el amor y echándose una siestecita. Porque, como me dijo mi madre tiempo después, puestos a hacer el amor, mejor hacerlo con comodidad. Cuando llegas a la mediana edad, hacerlo en rincones raros ya no te hace tanta gracia. Por eso la escuela dominical tenía tanto éxito. No sé cómo será ahora.
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