GERMÁN CASTRO CAYCEDO
COLOMBIA
AMARGA
Fotografía de la portada:
Félix Tissnés Jaramillo
© Germán Castro Caycedo, 2015
© Editorial Planeta Colombiana S. A., 2015
Calle 73 N.° 7-60, Bogotá
Primera edición en Planeta: 1986
Primera edición en esta colección: diciembre de 2015
ISBN 13: 978-958-42-4796-4
ISBN 10: 958-42-4796-4
Impreso por: Editorial Nomos
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.
Todos los derechos reservados.
I
Crónicas que intentan dejar la noción de una endemia colombiana: la violencia en todas sus manifestaciones, que nos llegó con la invasión de América y que se hace más patética en la época de la República.
Tras ella, el éxodo que en las últimas décadas ha llevado a miles de gentes de la zona andina y de los litorales a morir en la tierra paupérrima de las selvas; a emigrar hacia Venezuela, Ecuador, Panamá y el Caribe, en forma de mercado humano, o hacia los Estados Unidos y Europa, portando droga.
Finalmente, como una consecuencia de esa “expansión” nacional, el drama del indígena, perseguido por quienes, en carne propia, han aprendido a perseguir.
La violencia aún es igual
Caicedonia, un pueblo encajonado entre las cordilleras al norte del Valle del Cauca, no tiene término medio para nada:
Hoy es señalada como una de las regiones del país en donde la violencia ha sido más cruda, pero se le desconoce como una de las más extraordinariamente ricas por la bondad de sus tierras.
Entre los que producen mucho café, Caicedonia es el tercero de Colombia, pero con una ventaja especial sobre los demás: que su grano es el más suave del mundo.
La población, de 18 mil habitantes en el área rural y 23 mil en el casco urbano, cuenta con todos los climas. Además está bañada por centenares de caudales de agua que se desgajan de las cimas, arriba de sus campos de labranza.
En los últimos 26 años la vida de esta población ha transcurrido ligada a dos factores, dependientes el uno del otro: la calidad de la tierra —una de las más caras del país— y el desangramiento paulatino de sus hombres.
El último de ellos (Nury Iza Quintero), cayó perforado a balazos hace apenas un mes, cerca de un cafetal. Era un joven de 29 años que ocupaba el cargo de presidente del directorio liberal del municipio.
A partir de julio de 1972, él ha sido el último muerto por causas aparentemente políticas. La lista total está compuesta por seis liberales y un conservador, todos gamonales partidistas, pero su muerte no significa el renacimiento de la lucha acentuada entre 1948 y 1957, sino el último hito de aquella “endemia colombiana”, como Darcy Ribeiro califica a nuestra violencia ancestral.
En Caicedonia los muertos, en su gran mayoría, han sido últimamente liberales. Antes de estos seis hay millares de nombres más —de ambos bandos— que se pierden en la noche de la contienda.
Allí la tanda final de matanzas se inició el 9 de abril de 1948, cuando cinco miembros del directorio conservador fueron fusilados por los liberales en presencia de la población.
Luego el líder azul de la vereda de Aures también cayó asesinado y entonces se inició la “conservatización” de toda una región liberal.
En Cali, la ciudad desde donde son dirigidos los gamonales de Caicedonia, los dirigentes políticos dijeron que a partir de 1964 se logró la “pacificación” de la zona, porque ya los liberales y conservadores se saludaban nuevamente.
Sin embargo, de lo que no quisieron hablar fue de las viejas rencillas y de la valorización constante de la tierra, que ante la última bonanza en los precios internacionales del café, han marcado nuevas muertes.
Hoy los liberales siguen viviendo al norte del municipio y los conservadores al sur, en dos zonas bien separadas por una calle que bien podría señalarse como un “muro de la infamia”.
Desde la calle octava hasta los cerros del sur habitan exclusivamente conservadores. Los liberales que tienen sus casas allí pueden contarse con media mano: Tulio Sánchez y Eliécer Vargas.
Al norte de la octava, las vías son liberales y terminan en la vereda de Montegrande, la primera de la zona roja.
A raíz de la última muerte, que ha recibido un buen despliegue publicitario porque se trataba de un miembro de las familias bien del pueblo, la situación tiende a descomponerse aún más, según las mismas autoridades del lugar.
Del crimen fueron señalados por un juez como autores intelectuales cuatro miembros del directorio conservador, hombres acaudalados a quienes se sindica de haber contratado a tres pistoleros a sueldo.
Todos se hallan presos, pero los directivos del conservatismo opinan que la decisión del juez “fue precipitada”.
El alcalde militar y el ejército dicen que ésta es la primera vez que se investiga un crimen en la historia de Caicedonia.
Sin embargo, la gente opina que “la situación se descompondrá a la salida de los cuatro sindicados”, quienes ya han anunciado su libertad a la luz de las ráfagas de sus revólveres.
Mientras tanto reina allí una calma tensa que aterra a toda la población, saciada ya de enfrentamientos.
La tierra
Según los abuelos del pueblo, en Caicedonia no hay un parque, una sola cuadra, ni siquiera una esquina donde, durante la violencia, no se hubiese cometido un asesinato.
Pero el habitante de la región no solamente ha pagado con su sangre el precio de este carnaval.
Para el gerente de la Caja Agraria (créditos a cafeteros) y para el notario municipal, quien tiene que ver estrechamente con todas las transacciones de la tierra, hoy “el 80 por ciento de los campesinos de Caicedonia no poseen un solo centímetro de tierra. Todos ellos eran propietarios antes del año 40”.
Esto quiere decir que la violencia a que fueron lanzados en nombre de dos colores, el azul y el rojo, también les costó la pérdida de sus tierras.
Al terminar de describir la muerte y el éxodo de campesinos que tuvieron que abandonar la vereda de Aures —llamada hasta mediados de la década de los años sesentas “el estado soberano”— don Gerardo Osorio, miembro del directorio azul, no niega que “eso fue liberal hasta el 48 y quedó después totalmente conservador. Lo conservatizaron del totazo”.
Estas gentes y las conservadoras que salieron de otras zonas, trabajan hoy como aparceros en lo que antes era de ellos.
La aparcería consiste en que el dueño de una finca le da su tierra a un campesino para que la cultive y éste carga absolutamente con todos los costos, desde el desyerbe hasta la aplicación de fungicidas, la recolección y el salario de los trabajadores. Cuando llega la hora de vender la cosecha, el 50 por ciento de las utilidades es para él y el otro 50 por ciento para el dueño de la tierra.
Augusto Jaramillo, gerente de la Caja Agraria, y Gerardo Pino, gerente de la Cooperativa de Caficultores, dicen: “Los propietarios viven en las ciudades, en otros pueblos, en donde usted quiera, menos en sus fincas”.
A su vez, Gerardo Osorio, asesor tributario de varios hacendados, cuenta:
“El dueño de las fincas viene dos veces al año, o sea, cuando hay que cobrar ganancias”.
El notario Fabio Martínez señala, luego de 15 años continuos de legalizar con su firma la compraventa de tierras: “Hasta antes de la violencia del 48, esta zona era de minifundio. Todo el mundo tenía sus pequeñas parcelas. Hoy sólo un 10 por ciento es de minifundio. En el resto nacieron fincas grandes porque, durante la violencia, los que tenían hombres a su mando, dinero y el respaldo de los directorios liberal y conservador de Cali, precipitaron la sangre para comprar barato o para invadir las propiedades de aquellos que huían dejando atrás a sus padres, a sus hijos o a sus hermanos muertos en la tierra de los cafetales. Ellos fueron así alindando (sumando) a las suyas las parcelas vecinas. Actualmente, la finca promedio en esta zona tiene unas 35 hectáreas de extensión, que aquí es bastante”.
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