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James Herriot - Un veterinario en apuros

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James Herriot Un veterinario en apuros

Un veterinario en apuros: resumen, descripción y anotación

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1 Aquel era un uniforme muy distinto Las botas de goma y los pantalones de - photo 1

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Aquel era un uniforme muy distinto. Las botas de goma y los pantalones de montar de mis días de veterinario rural parecían muy lejanos cuando me puse el traje de vuelo, muy amplio, lleno de bolsillos, y me calcé las botas forradas de piel y los guantes: primero los de seda, y encima otro par grueso que entorpecía mis manos. Todo era nuevo, pero a mí me dominaba una sensación de orgullo.

Después me ajusté el casco de piel y las gafas de vuelo, y a continuación me coloqué el paracaídas, pasándome las correas sobre los hombros y entre las piernas, y cerrando las hebillas sobre el pecho antes de salir pesadamente del barracón de mi escuadrilla a la amplia extensión de hierba iluminada por el sol.

Allí me esperaba el oficial de vuelo Woodham. Iba a ser mi instructor, y me miró con cierta aprensión, como si no le apeteciera gran cosa la perspectiva. Con su rostro juvenil y moreno de hermosos rasgos, se parecía a las fotografías que yo recordaba de los pilotos de la Batalla de Inglaterra, y en realidad, como todos nuestros instructores, había vivido aquel episodio de nuestra historia. Nos habían enviado aquellos hombres para darles una especie de vacaciones tras su dura experiencia, pero se decía que, comparadas con nuestra instrucción, sus operaciones contra el enemigo eran una merienda en el campo. Se habían enfrentado al poderío de la Luftwaffe sin parpadear, pero nosotros les inspirábamos terror.

Mientras avanzábamos por la hierba, vi que uno de mis amigos se disponía a aterrizar. El pequeño biplano se alzaba y caía locamente en el cielo. Se libró por muy poco de chocar con un grupo de árboles; luego, a unos quince metros del suelo, se dejó caer como una piedra, rebotó bruscamente sobre las ruedas, volvió a dar un par de saltos y se detuvo al fin tras un zigzag impresionante. La cabeza cubierta con casco que sobresalía del asiento posterior de la cabina dio una sacudida y luego asintió, como si estuviera haciendo ciertas observaciones bastante punzantes a la otra cabeza situada ante él. El rostro del oficial de vuelo Woodham era inexpresivo, pero yo sabía muy bien lo que estaba pensando: que ahora le tocaba a él.

El Tigre Polilla parecía muy pequeño y solitario en aquella extensión de verdor. Subí a él y me até bien a la cabina mientras el instructor subía tras de mí. Primero repasó de nuevo todo el ejercicio que muy pronto me sabría yo de memoria como si se tratara de un poema. Un mecánico dio unas cuantas vueltas a la hélice como preparación. Luego se oyó: «¡Contacto!», el mecánico la hizo girar vivamente, rugió el motor, se quitaron las cuñas de delante de las ruedas y salimos rebotando sobre la hierba; después, repentina y milagrosamente, nos alzamos con estruendo muy arriba sobre el conjunto de barracones, hacia el cielo de verano, desenrollándose a nuestros pies aquel hermoso tapiz de diversos tonos que era la campiña del sur de Inglaterra.

Experimenté un alivio repentino, y no porque me gustara la sensación, sino porque llevaba mucho tiempo esperando aquel momento. Los meses de ejercicios, marchas y estudio de navegación, habían supuesto la preparación del momento en que me lanzaría al aire. Y ahora ya había llegado.

La voz del oficial de vuelo Woodham me llegó por el sistema de intercomunicación.

—Ahora ya tiene el aparato. Tome la palanca de mando y mantenga firme el avión. ¿Ve esa nube, ahí delante? Póngase a su altura y mantenga la nariz pegada a ella.

Agarré la palanca de mando con mi mano enguantada. Eso era delicioso. Y también fácil. Me habían dicho que volar iba a ser muy sencillo, y tenían razón. Era un juego de niños. Mientras seguía volando miré hacia tierra, a la tribuna del hipódromo de Ascot, allá abajo.

Estaba empezando a sonreír de felicidad cuando una voz estalló en mi oído:

—¡Relájese, por el amor de Dios! ¿A qué demonios está jugando?

No conseguía entenderlo. Yo estaba perfectamente relajado, y creía que lo hacía bien, pero por el retrovisor vi los ojos de mi instructor que me miraban furiosos a través de las gafas.

—¡No, no, no! ¡Eso está condenadamente mal! ¡Relájese! ¿Es que no me oye? ¡Relájese!

—Sí, señor —dije temblando, e inmediatamente empecé a sentirme muy tenso.

No podía imaginar qué preocupaba tanto a aquel hombre, pero, así como yo miraba con desesperación creciente ya al horizonte artificial, ya al morro del avión contra la nube allá delante, los ruidos por el interfono fueron haciéndose más y más apopléticos.

Yo no creía tener el menor problema; sin embargo, no oía más que maldiciones y gemidos y, en una ocasión, su voz se alzó en un chillido:

—¡Quite ese maldito dedo, por favor!

Dejé de divertirme, y una vaga tristeza se apoderó de mí. Y, como siempre que eso me sucedía, me puse a pensar en Helen y en la vida más feliz que había dejado atrás. En la cabina abierta, el viento tronaba en mis oídos y contribuía a hacer más vívido el cuadro que se iba formando en mi mente.

Porque en ese cuadro también tronaba el viento, pero contra la ventana de nuestra salita-dormitorio. Era a primeros de noviembre, y el dorado otoño se había transformado repentina y brutalmente en un invierno ártico. Durante dos semanas, la lluvia helada había barrido las ciudades y pueblos grises que se apiñaban en los pliegues de los valles de Yorkshire, encharcando los campos y convirtiendo los patios de las granjas en horribles barrizales.

Todo el mundo estaba resfriado. Algunos decían que era la gripe, pero, fuera lo que fuese, estaba diezmando la población. La mitad de Darrowby estaba en la cama, y los demás andaban lanzándose mutuamente estornudos y toses.

Yo mismo estaba a punto de caer enfermo, encogido junto al fuego, chupando una pastilla de antiséptico y haciendo una mueca de dolor cada vez que había de tragar. Tenía la garganta irritadísima, y notaba un picor muy sospechoso allá en el fondo de la nariz. Temblaba mientras la lluvia caía en una cascada ruidosa contra el cristal. Estaba completamente solo para atender las llamadas profesionales. Siegfried se había ido a pasar fuera unos días, y la verdad es que no me atrevía a agarrar un resfriado.

Todo dependía de aquella noche. Sólo con que pudiera quedarme en casa y disfrutar de un buen sueño, me libraría del peligro, pero cuando miraba el teléfono sobre la mesilla de noche, me parecía una bestia salvaje, agazapada y dispuesta a saltar.

Helen se hallaba sentada al otro lado del fuego haciendo punto. No estaba resfriada…; ella jamás se resfriaba. Y, aun en aquellos primeros días de nuestro matrimonio, no podía por menos de pensar que era un poco injusto. Incluso ahora, treinta y cinco años después, las cosas siguen más o menos lo mismo, y cuando he de ir por ahí estornudando, todavía me enoja su negativa obstinada a unirse a mí.

Acerqué más el sillón a las llamas. Nuestra profesión da lugar a muchas llamadas nocturnas, pero tal vez hoy tuviera suerte. Eran las ocho en punto y nadie había dicho ni pío. Quizá el destino había decretado que yo no me viese lanzado a la oscuridad y la lluvia en tal estado de debilidad.

Helen llegó al final de una vuelta, y levantó la labor. Era un jersey para mí, y ya andaba por la mitad.

—¿Qué te parece, Jim? —preguntó.

Sonreí. Había algo en su gesto que me pareció el epítome de nuestra vida juntos. Abría ya la boca para decirle que era sencillamente un encanto, cuando el teléfono estalló de manera tan repentina que, sin querer, me mordí la lengua.

Alcé con mano temblorosa el auricular, imaginando una visión horrible: el parto de una vaca. Una hora de trabajo sin camisa bastaría para hacerme caer enfermo.

—Aquí el Pasto Largo de Sowden —gruñó una voz.

—Dígame, señor Sowden.

Apreté el teléfono nerviosamente. Dentro de un instante sabría mi destino.

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