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James Herriot - Dios los creó a todos

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James Herriot Dios los creó a todos
  • Libro:
    Dios los creó a todos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2015
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Tras terminar su servicio en la Real Fuerza Aérea James Herriot el simpático - photo 1

Tras terminar su servicio en la Real Fuerza Aérea, James Herriot, el simpático veterinario de Yorkshire, regresa a casa. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial también muestran vientos de cambio. Nuevos fármacos revolucionan la medicina y el hogar de los Herriot se alegra con las travesuras de sus hijos. En ese ambiente se inspira Herriot para entregarnos textos donde no pierde el buen humor, ni la ironía, ni ese rarísimo sentido de la felicidad que propició que sus novelas fueran tan populares en todo el mundo.

James Herriot Dios los creó a todos ePub r11 Meddle 30092015 Título - photo 2

James Herriot

Dios los creó a todos

ePub r1.1

Meddle 30.09.2015

Título original: The Lord God Made Them All

James Herriot, 1981

Traducción: José Antonio Solbes Shang

Editor digital: Meddle

Corrección de erratas: Salva49

ePub base r1.2

JAMES HERRIOT El doctor Herriot veterinario rural de Yorkshire se volvió un - photo 3

JAMES HERRIOT El doctor Herriot veterinario rural de Yorkshire se volvió un - photo 4

JAMES HERRIOT. El doctor Herriot, veterinario rural de Yorkshire, se volvió un personaje famoso merced a los múltiples y divertidos libros, la mayoría de los cuales transcurren en la ciudad ficticia llamada Darrowby o en sus alrededores. El afamado autor, nació en Glasgow y estudió en el Glasgow Veterinary College. Al finalizar sus estudios empezó su práctica profesional en el norte de Yorkshire. Vivió allí toda su vida excepto un corto lapso en que estuvo al servicio de la Real Fuerza Aérea británica durante la Segunda Guerra Mundial.

Entre las aficiones de James Herriot estaban, además de la lectura y la escritura, la música y el arte.

Desafortunadamente, el doctor Herriot murió en 1995, pero nos dejó el enorme legado de su obra, donde nos transmite un mensaje positivo y armónico ante la vida.

1

L a carretera, libre de vallas, discurría entre los altos páramos; mi automóvil se deslizó con facilidad desde el pavimento hacia el pasto de la orilla, «que las ovejas habían dejado como terciopelo». Detuve el auto, bajé y miré a mi alrededor.

El camino cortaba limpiamente los pastos y brezales antes de sumergirse en el valle que estaba al fondo. Me encontraba en uno de los mejores lugares para observar las dos llanuras. Toda la región se extendía a mis pies con una vista maravillosa: los suaves campos en el fondo, el ganado que pacía, los ríos bordeados de piedras en algunas partes y de nutridas arboledas en otras. El verde brillante que de los pastos crecía por las laderas de las colinas hasta donde empezaban los brezos y las ásperas hierbas del páramo, y sólo estaban libres de él los acantilados, que ascendían hasta las cimas variegadas y desaparecían ante las desnudas estribaciones que marcaban el comienzo del terreno silvestre.

Me apoyé en el automóvil y sentí que me envolvía un viento frío y dulce. Después de pasar un tiempo en la fuerza aérea, tenía unas semanas de haber vuelto a la vida civil. Durante mi estancia en la Milicia había pensado constantemente en Yorkshire, pero me había olvidado de su belleza. Pensar desde lejos no era suficiente evocar la paz, la soledad y la sensación de cercanía con la naturaleza que hace que esos valles, los Dales, sean a la vez tan estimulantes y tranquilizadores. Entre las multitudes y el aire rancio de las ciudades, me había costado trabajo recordar un lugar tranquilo el extenso y verde territorio inglés, un lugar en el que cada bocanada de aire estuviera llena del aroma de la hierba.

Había tenido una mañana perturbadora. Dondequiera que iba, todo me recordaba que estaba de regreso en un mundo de cambios, y a mí no me gustaban los cambios. Mientras inyectaba a una de sus vacas, un viejo granjero me dijo: «Doctor Herriot, ahora todo lo quieren arreglar con agujas». Ese comentario me obligó a ver la jeringa que tenía en la mano y a darme cuenta de que eso mismo era lo que yo había estado haciendo la mayor parte del tiempo durante esos últimos días.

Yo sabía el significado del comentario. Tan sólo unos años antes, habría sujetado a la vaca por el hocico y le hubiera vaciado un litro de laxante por la garganta. Todavía llevaba conmigo una botella especial para esos menesteres (una simple botella de cuello largo) que permitía que el líquido corriera libremente. Con bastante frecuencia, mezclaba la medicina con melaza de un barril que se encontraba en un rincón en la mayoría de los establos. Pero todo eso estaba ya desapareciendo, y el comentario del granjero me recordó que nada iba a ser como antes.

En esos días después de la guerra se iniciaba una revolución en la agricultura y en la práctica veterinaria. El cultivo de los campos se había convertido más en una ciencia y los conceptos valorados durante generaciones estaban quedando en el olvido, mientras que en el mundo de la medicina veterinaria surgían nuevos procedimientos quirúrgicos y medicamentos, como la penicilina y las sulfas, que iban desplazando lentamente nuestros viejos tratamientos. También había señales de que los pequeños granjeros estaban desapareciendo. Estos hombres, algunos de ellos con sólo seis vacas, unos cuantos cerdos y un puñado de aves, aún constituían el grueso de nuestra clientela, pero comenzaban a preguntarse si podrían ganarse la vida con esos activos y uno o dos de ellos ya habían vendido sus tierras a agricultores más pudientes. Los granjeros en pequeño (viejos obstinados en continuar haciendo lo que hacían, por la única razón de que siempre había sido así) eran a quienes yo estimaba en realidad, esos personajes poseedores de la verdadera riqueza, que vivían con los valores de antaño y hablaban el viejo dialecto de Yorkshire, casi arrollado por la radio y la televisión.

Respiré profundamente y subí al automóvil. Miré hacia las lejanas colinas cuyas cumbres atravesaban las nubes, hilera tras hilera, eternas, indestructibles, erguidas sobre la magnificencia de los valles por debajo de ellas, y de inmediato me sentí mejor. Después de todo, esa región no había cambiado.

Hice una visita más y conduje de regreso a nuestra oficina en la espaciosa y elegante Skeldale House. El lugar estaba casi igual que cuando lo vi por primera vez hacía varios años, sin embargo también había sufrido cambios. Mi socio, Siegfried Farnon, se había casado, al igual que su hermano menor, Tristán. Después ambos se cambiaron de casa, pero Siegfried vivía a pocos kilómetros de nuestro pueblo de Darrowby. Mi esposa Helen y yo, con nuestro pequeño Jimmy, teníamos toda la casa para nosotros. Por desgracia, Tristán ya no ejercía la profesión. Al término de la guerra se había convertido en el capitán Farnon del Cuerpo de Veterinarios del Ejército, agregado al Ministerio de Agricultura como funcionario en una investigación sobre la esterilidad en animales. Dejó un vacío triste en nuestras vidas aunque, por fortuna, todavía lo veíamos con regularidad junto con su esposa.

Abrí la puerta y, a medio camino del consultorio, Siegfried por poco me arrolla. Entró como tromba por el pasillo y me tomó del brazo con brusquedad.

—¡Ah, James! ¡Precisamente el hombre que estoy buscando! Esta mañana he tenido el momento más desagradable de mi vida. Rompí el tubo de escape de mi automóvil en ese pésimo camino de High Liston, y ahora me encuentro sin un medio de transporte hasta que puedan hacer la reparación. ¡Es desquiciante!

—Está bien, Siegfried. Yo atenderé a tus pacientes.

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