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Bob Shaw - Una guirnalda de estrellas

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  • Libro:
    Una guirnalda de estrellas
  • Autor:
  • Editor:
    E.D.H.A.S.A.
  • Genre:
  • Año:
    1976
  • Índice:
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Una guirnalda de estrellas: resumen, descripción y anotación

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En el verano de 1993, millones de gentes observan en el cielo con incredulidad, ayudados por los recientemente inventados lentes Amplite, mientras el planeta de Thornton se acerca peligrosamente a la Tierra. Diseñados para ver en la oscuridad, los lentes Amplite, iluminan un misterioso mundo de materia antineutrínica que coexiste con la Tierra en otra dimensión

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Bob Shaw

Una guirnalda de estrellas

Titulo original: A Wreath of Stars

Traducción: Carlos Gardini

©1976, Bob Shaw

©1979, E.D.H.A.S.A.

ISBN: 80-350-0264-X

Edición digital: Sadrac

Capítulo 1

Gilbert Snook pensaba a veces que era el equivalente social exacto de un neutrino.

Era ingeniero de aviación y por lo tanto la física nuclear no era su especialidad, pero sabía que el neutrino era una partícula elusiva que interactuaba de modo tan tenue con la materia hadrónica normal del universo que podía traspasar la Tierra sin golpear ni perturbar otras partículas. Snook estaba decidido a hacer lo mismo en el trayecto lineal del nacimiento hacia la muerte, y a los cuarenta años ya estaba a punto de lograr lo que se había propuesto.

Sus padres eran individuos borrosos y poco sociables, con tendencia a la estrechez de miras, que habían muerto cuando él era niño dejándole poco dinero y ningún lazo familiar. El único tipo de educación que las autoridades locales ponían a su alcance era de naturaleza técnica, presumiblemente porque era un modo más rápido y seguro de capitalizar las pérdidas que le acarreaba la comunidad, pero se había adaptado muy bien a las aptitudes del muchacho. Había trabajado duro, conservando sin dificultad su lugar en el aula y el liderazgo del grupo en el laboratorio. Después de reunir un considerable fajo de certificados había optado por la ingeniería aeronáutica, ante todo porque era una ocupación que le permitía viajar con frecuencia al exterior. Había heredado el gusto de sus padres por la soledad, y había utilizado plenamente su movilidad profesional para eludir las aglomeraciones. Durante casi dos décadas había deambulado por el Próximo y Medio Oriente, vendiendo imparcialmente sus habilidades a cualquiera — compañía petrolífera, línea aérea u organización militar— que tuviera una flota aérea tambaleante y estuviera en disposición de pagar bien para mantenerla en vuelo.

Esos años habían visto la lamentable fragmentación de África y Arabia en estados cada vez más pequeños, y en ciertas ocasiones Snook se había encontrado en peligro de ser relacionado o identificado con una u otra de las entidades políticas encaramadas en el poder. Ese compromiso podría haber acabado en cualquier cosa, desde la obligación de aceptar un trabajo permanente hasta tener que enfrentarse a la ametralladora del verdugo mientras el arma contaba su rosario de bronce y plomo. Pero siempre — como un neutrino— se había escurrido ileso antes que la trampa de las circunstancias le dejara encerrado. En caso necesario se había cambiado el nombre durante breves períodos o había aceptado otras clases de trabajo. Había seguido su camino sin que nada le afectara.

En el microcosmos de la física nuclear, la única partícula capaz de amenazar la existencia de un neutrino sería un antineutrino; resulta irónico, pues, que fuera precisamente una nube de esas partículas la que — en el verano de 1993— interactuó tan violentamente con la vida del neutrino humano, Gil Snook.

La nube de antineutrinos fue observada por primera vez el tercer día de enero de 1993, cuando atravesaba la órbita de Júpiter, y a causa de la extrema dificultad para detectar su existencia los astrónomos se contentaron con emplear el término 'nube' en sus primeros informes. No fue hasta más de un mes después que desecharon la palabra y la sustituyeron por la expresión 'planeta errante', mucho más precisa aunque demasiado dramática.

Esta definición más atinada del fenómeno fue posible gracias al perfeccionamiento del equipo de observación de magniluct, de reciente invención, que como es frecuente en la historia de los hallazgos científicos había aparecido en el preciso instante en que resultaba necesario.

El magniluct era un material con aspecto del cristal azul común, pero en realidad se trataba de una compleja modalidad de amplificador cuántico que actuaba como una cámara para baja luminosidad, aunque sin las complejidades electrónicas de esta última. Las gafas con lentes de magniluct permitían ver claramente de noche, dando al usuario la impresión de que el paisaje circundante estaba iluminado por reflectores azules. Las aplicaciones militares, como la utilización de gafas de magniluct en combates nocturnos, fueron lo primero — y rindieron a los inventores-fabricantes generosos dividendos—, pero además un astuto equipo publicitario promovió el nuevo material en muchos otros campos. Mineros, empleados de laboratorios fotográficos, espeleólogos, serenos, policías, acomodadores, taxistas y maquinistas de ferrocarril: cualquiera que tuviera que trabajar en la oscuridad era un cliente potencial. A quienes trabajaban en los observatorios astronómicos las gafas de magniluct les resultaron particularmente útiles; así equipados, podían realizar sus tareas de modo eficaz sin bañar en una luz molesta a colegas e instrumentos.

También se atuvo a la tradición clásica de los hallazgos científicos el hecho de que fue un astrónomo aficionado, instalado en una cúpula casera de Carolina del Norte, el que vio por primera vez el planeta errante cuando se aproximaba al sol.

Clyde Thornton era un buen astrónomo, no en la acepción moderna del término, que habría implicado un conocimiento cabal de matemáticas o física estelar, sino en el sentido de que le gustaba escrutar el cielo y allá arriba se orientaba mejor que en el distrito de Asherville donde se había criado. Además, podía localizar cada instrumento de su pequeño observatorio en la más negra oscuridad, y por lo tanto la semana anterior había comprado su par de gafas de magniluct más por curiosidad que por necesidades prácticas. Thornton amaba y apreciaba las novedades técnicas, y le intrigaba la idea de una transparencia inerte que transformaba la noche en día.

Había orientado el telescopio para fotografiar una nebulosa en una exposición de treinta minutos y se paseaba con aire satisfecho, usando las gafas nuevas, mientras la placa absorbía una luz que había iniciado el viaje hacia la Tierra antes que los ancestros del hombre hubieran descubierto el uso del garrote. Un impulso instintivo le incitó a examinar el visor auxiliar para cerciorarse de que el instrumento principal seguía el objetivo con exactitud, y por una distracción momentánea lo hizo sin quitarse las gafas.

Thornton era un sesentón modesto y apacible, exento de ambiciones comerciales, pero como todo callado observador del cielo, apetecía la discreta inmortalidad concedida a los descubridores de estrellas y planetas nuevos. El desconcierto le cortó la respiración por un momento cuando vio el objeto de primera magnitud posado en el hilo horizontal del visor, como un diamante que no tenía ningún derecho a estar allí. Thornton observó largo rato la mota brillante, para asegurarse de que no fuera un satélite fabricado por el hombre, y luego reparó en una molesta bruma azul que le obstaculizaba la visión. Trató de frotarse el ojo y sus nudillos tropezaron con el marco de las gafas de magniluct. Murmurando con impaciencia, arrojó las gafas a un lado y miró de nuevo el visor.

El objeto brillante había desaparecido.

El peso de una decepción insoportable aplastó a Thornton mientras controlaba las lustrosas piezas del telescopio para asegurarse de que no había alterado accidentalmente la dirección. Estaba tal como él lo había apuntado, salvo por un ínfimo deslizamiento del regulador automático. Incapaz de renunciar a la esperanza, separó la cámara del telescopio principal, insertó un ocular de poca potencia y miró a través de él. La nebulosa que había estado fotografiando estaba en el centro del campo visual — otra prueba de que el telescopio no se había desviado— y no había indicios del Planeta de Thornton, como más tarde se designaría al objeto en los catálogos.

Thornton aflojó los hombros mientras, sentado en las sombras, rumiaba sobre su necedad. Se había dejado arrastrar por el entusiasmo, igual que tantos astrónomos, despistado por un reflejo errático en el equipo. La brisa nocturna que susurraba a través de la abertura de la cúpula pareció de pronto más fría, y Thornton recordó que ya eran más de las dos de la mañana, hora de que un hombre de su edad se acostara a dormir bajo mantas calientes. Buscó las gafas de magniluct, se las puso y — en el resplandor azul que parecían crear— empezó a recoger libretas y lápices.

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