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Pascual Enguidanos Usach - (Aznar 47) La Otra Tierra

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Pascual Enguidanos Usach (Aznar 47) La Otra Tierra

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En sus andanzas por el antiuniverso en busca de un nuevo hogar para los tritones rescatados en ¡ANTIMATERIA!, los dos Fidel Aznar llegan a una Antitierra, un planeta idéntico al nuestro aunque algo retrasado en su evolución histórica, puesto que se encuentra todavía en pleno siglo XX.

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En sus andanzas por el antiuniverso en busca de un nuevo hogar para los tritones rescatados en ¡ANTIMATERIA!, los dos Fidel Aznar llegan a una Antitierra, un planeta idéntico al nuestro aunque algo retrasado en su evolución histórica, puesto que se encuentra todavía en pleno siglo XX.

Pascual Enguídanos Usach
La Otra Tierra
CAPITULO I.
Era la una de la madrugada cuando Betty Seton entró en el cuartel de la Policía del puerto del lado de Manhattan. En la antesala, un grupo de marineros borrachos aguardaban a ser introducidos en la sala contigua para su interrogatorio. También estaba allí un niño de diez años, tres o cuatro rateros del muelle, un par de patrones de pesca y una pareja de mujeres de vida airada con el tipo que las denunció.
Este era, con escasas variantes, el cuadro de todas las noches, la resaca de las primeras horas de la madrugada que arrojaba a las comisarías a todos aquellos que solían aprovechar las horas de la oscuridad para violar la ley. Betty era asidua visitante del puesto del muelle y estaba acostumbrada a este espectáculo deprimente.
Se acercó al mostrador donde un aburrido sargento hacía lista de los objetos sacados de los bolsillos de los detenidos.
—¿Algo nuevo, Fernández? —preguntó en castellano.
El sargento, un puertorriqueño maduro, levantó sus ojos para clavarlos en el lindo rostro, un poco desencajado por el cansancio, que se levantaba hacia él.
—Hola, miss Seton —contestó —. No, nada de interés para su periódico, si es eso lo que quiere decir. Robos, atracos, escándalo nocturno... Lo de todas las noches.
—¿Se encuentra en su despacho el capitán Bliven?
—No le vi salir —contestó el sargento. Y señalando con un movimiento de cabeza al largo pasillo, añadió —: Ya conoce el camino.
Betty Seton se introdujo por el corredor. A derecha e izquierda, algunas puertas abiertas le permitían ver el interior de las habitaciones en donde los detectives interrogaban, escuchaban pacientemente o amonestaban con severidad, según la índole del detenido y la gravedad de las faltas por las que había sido detenido. Constantemente estaban abriéndose y cerrándose puertas, entrando y saliendo policías llevando del brazo a hombres y mujeres de todas las edades y cataduras. La corriente de aire que circulaba por el pasillo iba impregnada del perfume del café, del olor a emparedados de salchicha rancia y del rumor de sillas arrastradas, ficheros metálicos que se abrían, teclear de máquinas, repicar de teléfonos, voces que protestaban airadas y chasquidos de alguna que otra bofetada.
Hacia el fondo del pasillo, una puerta vidriera tenía grabado en el cristal: "Capitán Bruce R. Bliven."
Betty se alisó los cabellos con la mano, apretó resueltamente bajo el brazo la cartera de imitación a piel y llamó con los nudillos. Luego, adoptando un aire desenfadado, empujó la puerta y entró resueltamente en el despacho.
El capitán Bliven se chupaba los dedos pringados de aceite e hizo una mueca de disgusto al verla entrar.
—Hola, capitán, buenas noches. ¿Llego en mal momento? —Usted no querrá que le diga la verdad —gruñó Bliven limpiándose los dedos con una servilleta de papel.
Con desparpajo Betty fue a sentarse en un viejo sillón de cuero. El capitán, un hombre maduro, de complexión robusta y sanguínea, se quedó mirando a la muchacha mientras esta humedecía con saliva el extremo de una larga carrera de la media.
Betty Seton era bonita. Ella lo sabía y trataba de utilizar sus dotes personales como arma, pues ya había advertido que los hombres, aun los más rudos y maleducados, siempre se esforzaban por quedar bien a los ojos de una chica joven y bonita.
Bliven estaba encandilado admirando la esbelta pierna y la seductora curva del muslo cuando Betty tiró de la falda y le miró con descaro.
—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Bliven tomando de una esquina de la mesa una taza de café medio empezada.
—Recuerde que me prometió documentarme acerca de los entresijos del tráfico ilegal de estupefacientes. De paso vine por si caía alguna noticia.
—¿Cuánto tiempo lleva en Nueva York? —preguntó Bliven bruscamente, dejando la taza y buscando un cigarro en el bolsillo superior de la americana.
—Un año y seis meses —contestó Betty.
—Supongo que leerá usted los periódicos, ya que también escribe en uno de ellos. ¿A quién cree que le puede interesar todavía una historia sobre el tráfico de estupefacientes? El público está saturado de este tipo de reportajes, yo mismo he dado información sobre el asunto a media docena de periodistas distintos. Creo que tiene usted talento. ¿Por qué no escribe algo original?
—Nihils novum sub sole.
—¿Cómo dice?
—Nada nuevo bajo el Sol. Más o menos, que no queda nada por inventar. La originalidad no existe, pero existen las oportunidades.
—Pues no será en esta comisaría donde la encontrará. En serio, ¿qué demonios hace usted en esta ciudad?
—Soy periodista. Es decir, trato de serlo.
—¿Qué hacía antes de venir a los Estados Unidos?
—Vivía con mi madre y mis abuelos en su granja de las afueras de San Juan.
—¿La historia de siempre, eh? Me pregunto por qué los portorriqueños no se quedarán en su isla, en lugar de venir a engrosar el número de parados, de rateros y prostitutas de Nueva York. Naturalmente, usted pensaría que aquí estaba todo por descubrir. Tal vez después de llevar aquí año y medio esté empezando a pensar de distinta manera. ¿Me equivoco?
—¿Me está usted animando a regresar a mi vieja granja de Puerto Rico? —murmuró Betty mirándose la punta de los zapatos.
—Si estaba bien en su vieja granja, no veo razón para que zancajee por el asfalto de Nueva York arrastrando sus tacones torcidos. Esto es como una jungla, miss Seton. O devora uno o es devorado. Si carece de pretensiones o amigos que la ayuden será mejor que regrese a Pensilvania. Esta ciudad está llena de talentos que se pudren tras una mesa de oficina o dentro de la sudada camisa de un vendedor ambulante.
Betty Seton se miró los altos tacones de sus zapatos, los cuales estaban, efectivamente, torcidos y despellejados. Las palabras del capitán Bliven tenían todo el amargo sabor de una verdad conocida.
—No es ambición lo que me falta —aseguró frunciendo sus rojos y gordezuelos labios —. ¡Lo que necesito es una oportunidad...! ¡Una buena oportunidad!
—Naturalmente —contestó Bliven con sarcasmo —. ¿Qué cree usted que necesitan los miles de escritores, artistas, pintores, dibujantes, músicos e inventores que pululan entre los ocho millones de habitantes de esta ciudad?
Betty Seton adelantó sus carmíneos labios para contestar pero uno de los teléfonos repiqueteó. El capitán se sentó sobre la mesa mientras aplicaba el auricular a su oído.
—¿Otro? —exclamó después de escuchar la voz que gangeaba por el aparato —. ¿De qué se trata esta vez?
La voz volvió a ganguear. El capitán hizo una mueca. — ¡Vaya por Dios! Tráiganlo aquí —refunfuñó. Y colgando el teléfono dijo a la periodista —. Otro chiflado que ha sido encontrado vagando por las calles. Es el segundo de la noche, pero éste al menos tiene originalidad. Asegura ser un marciano u hombre de no sé qué otro planeta. Los napoleones van quedando anticuados.
Betty sonrió forzadamente. No le importaban en absoluto los problemas del capitán y en realidad tampoco sentía mucho interés por el asunto de los traficantes de drogas, pero algo tenía que hacer para justificar el miserable sueldo que le daba el periódico y superar con éxito los tres meses de prueba.
El capitán mordió la punta de su cigarro, escupió sin miramiento alguno y tomó de la mesa una caja de cerillas. A Betty le pareció entonces grosero, sucio y necio. Bliven era tan puertorriqueño como ella misma. La "R" que el capitán escribía a continuación de Bruce quería decir sencillamente Ramírez. Pero el capitán prescindía de su apellido hispano por lo mismo que lo hacían muchos puertorriqueños. No estaban demasiado bien vistos en Nueva York.
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