James BeauSeigneur
El nacimiento de una era
Trilogía Del Cristo Clonado
Libro segundo
Título original: Birth of an Age
© 2006, Alicia Frieyro Gutiérrez, por la traducción
Para Gerilynne, Faith y Abigail, que tanto han
sacrificado para que esta trilogía fuera posible.
Y sobre todo para Shiloh, cuyo sacrificio fue
aún mayor.
Espero que de algo haya servido.
Durante el proceso de escritura de la Trilogía del Cristo clonado hube de recurrir a especialistas de diversos campos de investigación para garantizar la precisión y credibilidad de la novela. Otros me proporcionaron directrices editoriales, asistencia profesional o apoyo emocional. Entre todos ellos están John Jefferson, doctor en Filosofía; Michael Haire, doctor en Filosofía; James Russell, doctor en Medicina; Robert Seevers, doctor en Filosofía; Peter Helt, doctor en Derecho; James Beadle, doctor en Filosofía; Christy Beadle, doctora en Medicina; Ken Newberger, maestría en Teología; Eugene Walter, doctor en Filosofía; Clement Walchshauser, doctor en Teología; Coronel Arthur Winn; Elizabeth Winn, doctora en Filosofía; Ian Wilson, historiador; Jeanne Gehret, maestría en Letras; Linda Alexander; Bernadine Asher; Matthew Belsky; Wally y Betty Bishop; Roy y Jeannie Blocher; Scott Brown; Dale Brubaker; Curt y Phyllis Brudos; Dave y Deb Dibert; Estelle Ducharme; Tony Fantham; Georgia O'Dell; Mike Pinkston; Capitán Paul y Debbie Quinn; Doug y Beth Ross; Doris, Fred y Bryan Seigneur; Mike Skinner; Gordy y Sue Stauffer; Doug y Susy Stites.
NOTA IMPORTANTE DEL AUTOR
Como es habitual en cualquier novela de suspense, no todo es lo que parece en la Trilogía del Cristo clonado, de forma que el lector no debe dar nada por sentado hasta haber concluido la lectura de la trilogía completa. No obstante, soy consciente de que una historia sobre la clonación de Cristo puede ser contemplada con recelo por algunos cristianos. Durante la lectura, por tanto, se ha de tener presente en todo momento lo siguiente: primero, que ninguno de los personajes, ninguno, habla por boca del autor. Segundo, que he adoptado el punto de vista de un narrador objetivo, que cuenta la historia y transcribe los diálogos según se van desarrollando, y que se resiste a juzgar o comentar la veracidad de los personajes de la historia. Al lector cristiano le pido paciencia y le recuerdo las palabras de Eclesiastés 7, 8: «Mejor es el remate de una cosa que su comienzo».
Así pues, invito al lector a disfrutar de la Trilogía del Cristo clonado, sean cuales sean sus convicciones religiosas.
«¿Son éstas las sombras de las cosas que han de suceder, o solamente de las que es posible que sucedan?»
Charles Dickens, Canción de Navidad
«Pues surgirán falsos mesías y falsos profetas y realizarán grandes señales y portentos, hasta el punto de engañar, si fuera posible, aun a los elegidos.»
Mateo 24,24
EL PODER EN ÉL; EL PODER EN TODOS NOSOTROS
Desierto de Israel
Acababa de amanecer. Robert Milner guiaba a Decker Hawthorne, que al volante de un jeep de alquiler atravesaba el puerto de montaña para reunirse con Christopher. Había cargado el coche con comida, agua embotellada y un botiquín de primeros auxilios. En su mente se alternaban la preocupación por el estado en el que iban a encontrar a Christopher y la expectación por lo que Robert Milner le contara en el vestíbulo del Ramada Renaissance cuarenta días atrás. La desnudez del paisaje le trajo recuerdos de su estancia en el desierto dieciocho años antes, cuando él y Tom Donafin habían recorrido el Líbano en dirección a Israel antes de ser rescatados por Jon Hansen. De repente, le embargaron los sentimientos encontrados que había sentido entonces cuando allí tumbado en el suelo, atrapado en la alambrada y con tres rifles apuntándole directamente a la cabeza, había reconocido de repente el emblema de la ONU en los cascos de los soldados y caído en la cuenta de que él y Tom estaban a salvo.
Las otras veces que, en el pasado, había rememorado ese momento, Decker había atribuido su suerte a que se encontraba, una vez más, en el sitio adecuado en el momento oportuno. Ahora no podía sino pensar que era mucho más que eso. De no haber ocurrido, no habría conocido a Jon Hansen y menos aún habría acabado siendo su jefe de prensa. Y de no haber trabajado para Hansen, después secretario general, Christopher no habría disfrutado de las mismas oportunidades para trabajar en la ONU, dirigir luego una de sus agencias más importantes y finalmente convertirse en embajador de la ONU ante el Consejo de Seguridad. Aquello era más que suerte.
Se le ocurrió que la cadena de acontecimientos no había empezado en aquella carretera del Líbano. Antes estaban la destrucción del Muro de las Lamentaciones, y el secuestro de Tom y él; y aún antes de eso, todo lo que había hecho posible que viajara a Turín. Estaba claro que sin aquel viaje a Italia él no habría recibido jamás, aquella fría noche de noviembre, la llamada del profesor Harry Goodman invitándole a visitarle en Los Ángeles para compartir su descubrimiento sobre la Sábana Santa.
Sin dejar de pensar en la sucesión de circunstancias que le habían llevado hasta ese momento preciso, Decker intentó dar con el eslabón más débil de la cadena, con el suceso en apariencia menos importante sin el cual nada de lo demás habría sucedido.
– Hay cosas que debemos atribuir al destino -dijo Robert Milner rompiendo el silencio. Era como si le hubiera estado leyendo el pensamiento.
– Oh… sí, supongo que sí -repuso Decker.
Pocas veces se había sentido Decker tan impaciente como los días antes de su partida hacia Israel en busca de Christopher. Hubo momentos en los que apenas podía concentrarse en su trabajo, tan obsesionado estaba en contar los días que faltaban para el regreso de Christopher e imaginar lo que ocurriría después. Milner había hablado de una era tan oscura y desoladora que la devastación de la Federación Rusa y el Desastre no serían nada en comparación. El horror de ese pensamiento quedaba mitigado por la esperanza de que Milner también pudiera prever el futuro. De momento no había ocurrido ningún cataclismo, eso era evidente, aunque los disturbios en India y Pakistán bien podían ser el anuncio de lo que estaba por llegar. Decker supo entonces que no le quedaba más remedio que aceptar las cosas como vinieran, pero deseaba no tener que pensar una y otra vez en ello, sobre todo si, como decía Milner, aquellos sucesos eran inevitables.
En la pista, más adelante, empezó a tomar forma lo que hasta entonces no había sido más que una mancha borrosa. De haberla visto antes, Decker la habría tomado por un arbusto o por el tocón de un árbol o por un animal, tal vez, pero hasta el instante en que la vio se había fundido tan bien con el fondo que parecía formar parte intrínseca del paisaje.
– Ahí está -dijo Milner.
Decker pisó con fuerza el acelerador. Mientras se acercaban, volvió a preguntarse en qué estado se iban a encontrar a Christopher. La última vez que estuvieron juntos, Christopher le había dicho que empezaba a cuestionarse si su vida no había sido un error. Ahora, cuarenta días después, se había convertido, según Milner, en el hombre que habría de conducir a la humanidad a «la última y más gloriosa etapa de su evolución».
Un instante después pudieron verle con claridad. Llevaba el abrigo y las ropas sucios y hechos jirones. Estaba flaco, pero fornido. En aquellos cuarenta días, el pelo le había crecido hasta taparle las orejas y ahora lucía una espesa barba. Cuando Decker vio su cara, le asombró por un momento el impresionante parecido con el rostro de la Sábana. Aunque con una gran diferencia, no obstante. El semblante de la Sábana destilaba serenidad y aceptación ante la muerte. La expresión de Christopher era la de un hombre decidido a cumplir con su misión.
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