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Henri Ghéon - El santo cura de Ars

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Henri Ghéon El santo cura de Ars
  • Libro:
    El santo cura de Ars
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1933
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El santo cura de Ars: resumen, descripción y anotación

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CAPÍTULO I

LA JUVENTUD DE JUAN MARÍA

I

Verdaderamente, uno se sentiría tentado de convertir en cuento esta ingenua y maravillosa historia, que no es tan ingenua y maravillosa sino por ser verdadera y de una veracidad profunda.

Se comenzaría así:

—Había una vez, en Francia, en la provincia de Lyon, un pastorcito cristiano que, desde su más tierna edad, amó la soledad y a Dios.

Como los Señores de París que habían hecho la Revolución impedían a la gente rezar, iba con sus padres a oír Misa al fondo de un granero.

Los sacerdotes se ocultaban y cuando eran apresados, les cortaban la cabeza.

Fue por eso que Juan María Vianney alentó el ensueño de hacerse sacerdote.

Pero si bien sabía rezar, no disponía de la sabiduría. Guardaba las ovejas y labraba los campos. Entró tarde en el seminario y fracasó en todos sus exámenes.

Como las vocaciones se hacían escasas, al fin de cuentas se le aceptó de cualquier manera.

Fue nombrado párroco de Ars y allí permaneció hasta morir.

El último sacerdote de Francia y en la última aldea de Francia.

Pero fue un verdadero párroco, lo que no sucede a menudo.

Lo fue tan completamente que la última aldea de Francia tuvo el primer párroco de Francia y que Francia entera viajó para verle.

Entonces, convertía a todos cuantos se le acercaban y si no hubiera muerto, habría convertido a Francia entera.

Curaba las almas y los cuerpos; leía en los corazones como en un libro.

Y la Santísima Virgen le visitaba, y el demonio le tironeaba de los pies, pero no acertaba a impedirle ser un santo varón.

Fue investido canónigo, caballero de la Legión de Honor, y luego Bienaventurado.

Mientras vivió, nunca pudo comprender por qué.

Y esa era la mejor prueba de que había merecido su gloria.

Esto sucedía en el siglo XIX, que en el Paraíso, donde se conoce el valor real de las personas, se llama el siglo del Cura de Ars.

Pero Francia no se apercibió en absoluto.

Es la pura verdad. Pero hay que ver la otra faz. En el reverso está el drama, centro de mil otros dramas: el hombre que salva, y a qué precio salva y millares de hombres salvados.

El cielo, la tierra y el infierno concurren a ello. Para evocarlo se precisarían cinco o seis Balzac. La Comedia Humana es un juego de niños, comparada con la que se representó en Ars, durante más de treinta años y exactamente en el mismo tiempo. Todos los hilos entre las manos de un pobre sacerdote.

No apuntemos tan alto, pero reunamos honradamente los rasgos exactos que varios testigos y tres biógrafos del santo, los señores Monnin, José Vianney y Francisco Trochu, nos ofrecen en sus memorias y en sus libros. El material es inmenso y no lo agotaremos. Pero si nuestro trabajo pone en el lector el deseo de compenetrarse más, habremos alcanzado nuestro fin. No inventaremos nada. Este librito es su verdadera historia.

II

Una vocación. He aquí un gran misterio. Sin embargo, es preciso aportar una explicación.

A fines del siglo XVIII, la nobleza y el pueblo ya casi no creen. Pero el campo ha conservado intactas sus tradiciones; por lo menos en ese rincón lionés, donde los habitantes fueron siempre derechos y tercos, con un matiz de jansenismo. Se asegura también, auténticamente, que Pedro Vianney, el abuelo de Juan María, recibe en su casa a vagabundos.

No es que no se encuentren malos sujetos por los caminos. Pero se desconfía menos que hoy y, por encima de la prudencia humana, se coloca todavía la verdad evangélica, según la cual un pobre, todos; los pobres, son la imagen viva de Cristo.

Todos los biógrafos del santo cura han prestado gran atención a la misteriosa visita de un célebre mendigo a ese campesino que indudablemente no ha leído a Rousseau. Sin embargo, vamos a decir para quienes lo ignoren, quién era Benito José Labre.

Escándalo y prurito de su siglo, ese hombre extraño había ido de Artois a la Trapa de Sept-Fonds para llevar allí la vida más dura que fuera posible. Su salud no lo resistió. Entonces se hizo peregrino y, sin techo, se entregó a la vida al aire libre. Como en otro tiempo San Alejo, fue desde entonces «el pobre» rechazado, burlado y apaleado; acogido algunas veces con benevolencia; él nunca la tuvo para sí mismo. Ayunaba tres veces por semana, sufría el frío y el calor, soportaba plagas de insectos asquerosos y molestos, rezaba sin cesar y no hablaba nunca. Contestaba con un movimiento de cabeza con la mayor afabilidad. Visitó todos los santuarios célebres: Roma, Loreto, Compostela, pasó la mitad de su vida andando y la otra mitad de rodillas delante del altar. Murió de miseria, a los treinta y cinco años. Era como la sombra dolorosa de Cristo que atravesó por este mundo refinado e incrédulo, para advertirlo, para protegerlo tal vez, del próximo desastre.

Así, pues, este mártir de los caminos se presentó en 1770 en la casa de Pedro Vianney, que quedaba camino de Roma. Fue nutrido y muy bien acogido y hospedado. Incluso adivinado. Se le rogó que bendijera a los niños. Entre estos se hallaba el pequeño Mateo, que llegaría a ser padre de Juan María.

¿Fue por casualidad que llamó a esa puerta? ¿Fue por casualidad que, diez y seis años más tarde, el nieto de Pedro Vianney recibiría el nombre del Bautista y del discípulo bien amado, unido al de la Santísima Virgen?

La Providencia no hace nada sin tener sus motivos.

El nombre de pila es también una protección, mejor dicho, nos da un protector.

Así, los santos son siempre procreados espiritualmente por otros santos, vivos o muertos, que acuden en ayuda de su familia natural.

Este nació bajo el triple signo de la humildad, de la pobreza y de la castidad cristianas y esas palabras, que son sinónimos de amor, significaban algo para sus padres.

III

Al norte de Lyon, en medio de un paisaje cambiante y verde, existe un pueblo de algo más de mil almas, que se llama Dardilly. Allí puede verse todavía la casa granja, bien firme y conservada, donde vivían el padre y la madre de nuestro héroe. Mateo Vianney y María Beluse fueron padres de seis hijos. El cuarto era Juan María.

Es un poco difícil imaginar la vida que llevaba una familia de campesinos en aquellos tiempos. Hay que pensar a la vez en los hermanos Le Nain y en las litografías que representan «la bendición en la cabaña». Mucho trabajo, pero mucha paz. La tierra exigente que arrastra hacia abajo, pero la fe entera que impulsa hacia arriba. Se cree sólidamente. Se habla de historia sagrada en familia, lo mismo que hoy se comentan las noticias dudosas que traen los diarios; la palabra de los Profetas vale más que la de los periodistas. Y se reza en común la oración de la tarde.

Juan María aprende al mismo tiempo como nació Jesús y como brota el trigo. Aquello no le sorprende más que esto: lo que es, es. Cuando tiene la edad necesaria para ir a trabajar al campo, lo mandan allí a cuidar los animales. Es un muchacho despierto, reflexivo, que sabe que su padre es un buen obrero y admira la piedad de su madre. Como decía él mismo más tarde:

«La virtud pasa fácilmente del corazón de las madres al de los hijos».

El trabajo sordo del escrúpulo, el rigorismo, se explican fácilmente en un Luis de Gonzaga, que nace en el ambiente inimaginablemente disoluto de una corte del Renacimiento. Si no quiere enlodar su alma, no tiene más recurso que vivir con los ojos bajos. Juan María, en cambio, mira de frente; nada puede escandalizarlo. Pero la impetuosidad de su naturaleza se halla doblada con una necesidad de recogimiento que ya se pone de manifiesto. Dirige sus miradas hacia el interior, no tanto para ver el mal —que solo conoce de oídas—, como para ver mejor el bien. Por encima del trabajo justo, de la vida regular, de los hábitos de oración, en una palabra, del espectáculo diario que por suerte tiene frente a sus ojos, tiende hacia el Bien Soberano del que dependen todos los demás. Le gustan el trabajo y el juego, pero ha descubierto algo mucho mejor. Nada pusilánime, sino magnánimo, se abstiene para poseerlo todo.

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