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Henry David Thoreau - Las manzanas silvestres

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Henry David Thoreau Las manzanas silvestres

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CÓMO CRECE
EL MANZANO SILVESTRE

Pero, aunque estos árboles sean indígenas, como los indios, dudo que sean tan resistentes como aquellos manzanos solitarios de lugares remotos que, aunque descienden de variedades cultivadas, se plantan en campos y bosques lejanos, donde el suelo les es favorable. No conozco ningún árbol que tenga que enfrentarse a más dificultades y que resista a sus enemigos con mayor firmeza. Estos son los árboles cuya historia queremos contar. A menudo dice así:

Al acercarse el mes de mayo, observamos pequeños matorrales de manzanos que brotan en los pastos en los que ha estado el ganado, como los prados rocosos de la región de Easterbrooks o la cima de Nobscot Hill en Sudbury. Uno o dos de estos matorrales sobrevivirán quizá a la sequía y a otros accidentes, protegidos de la hierba invasora y de otros peligros por su propio lugar de nacimiento.

Así, al cabo de dos años

Alcanza la altura de las rocas,

Admira el vasto mundo

Y no teme a los rebaños que pasan.

Pero a esta tierna edad

Empezaron sus sufrimientos:

Y un buey, ramoneando,

Le recortó un palmo.

Esta vez, quizá, el buey no lo distingue entre la hierba. Pero al año siguiente, cuando se ha hecho más corpulento, reconoce en él a un compañero emigrante del viejo país, el sabor de cuyas hojas y ramitas conoce bien. Y aunque primero se detiene un momento para saludarlo y expresar su sorpresa, y recibe como respuesta: «La misma causa que te trajo aquí me trajo a mí», lo mordisquea de nuevo, considerando tal vez que tiene algún derecho a hacerlo.

Recortado así todos los años, el manzano no pierde las esperanzas, sino que, por cada ramita cortada, echa dos, y se extiende por el suelo en los huecos o entre las rocas, haciéndose más resistente y achaparrado hasta que forma, no un árbol todavía, sino una pequeña masa de ramitas piramidal y rígida, casi tan sólida e impenetrable como una roca. Algunos de los grupos de arbustos más densos e impenetrables que he visto nunca, a causa de lo tupido y duro de sus ramas y sus espinas, son estos matorrales de manzanos silvestres. A lo que más se parecen es al abeto y a la picea achaparrados sobre los que a veces uno camina en las cimas de las montañas, donde tienen que luchar contra el demonio del frío. No es extraño que finalmente se vean obligados a echar espinas, para defenderse de tales enemigos. Pero en su naturaleza espinosa no hay maldad alguna, solo un poco de ácido málico.

Como donde mejor se mantienen es en los terrenos rocosos, los pastos a los que me he referido antes están densamente salpicados de estas pequeñas matas —que a menudo recuerdan musgos o líquenes grises y rígidos—, con miles de arbolitos que brotan en ellos, todavía pegados a la semilla.

Al ser cortados regularmente todos los años por las vacas, como un seto con las podaderas, a menudo tienen una forma cónica o piramidal perfecta, de entre treinta y ciento veinte centímetros de altura, y más o menos afilada, como recortada por el arte del jardinero. En los pastos de Nobscot Hill y sus estribaciones forman bellas sombras oscuras cuando el sol está bajo. También proporcionan un excelente refugio contra los halcones a numerosos pájaros pequeños que se posan en ellos y que también construyen allí sus nidos. Bandadas enteras pasan allí la noche, y he visto tres nidos de tordo en uno que tenía dos metros de diámetro.

Sin duda muchos de ellos son ya árboles viejos, si se calcula desde el día en que fueron plantados, pero son niños pequeños todavía si se considera su desarrollo y la larga vida que tienen por delante. Conté los anillos de algunos que solo tenían un pie de altura y eran tan anchos como altos, y vi que tenían unos doce años de edad, pero eran muy sólidos y sanos. Eran tan bajos que el caminante no se percataba de ellos, mientras que muchos de sus contemporáneos de los viveros ya producían cosechas considerables. Pero lo que se gana en tiempo quizá en este caso también se pierde en fuerza, es decir, en vigor del árbol. Este es su estado piramidal.

Las vacas siguen mordisqueando sus ramitas durante veinte años o más, impidiéndoles crecer en altura y obligándoles a extenderse, hasta que finalmente son tan anchos que se convierten en su propio seto, el cual protege a algún brote interior —al que sus enemigos no pueden alcanzar— que se lanza hacia arriba con alegría: pues no ha olvidado su elevada vocación, y produce triunfalmente su fruto característico.

Esta es la táctica con la que finalmente derrota a sus enemigos bovinos. Ahora, si observáis el progreso de un matorral determinado, veréis que ya no es una simple pirámide o cono, sino que de su cúspide surgen una ramita o dos, que crecen de forma más lozana tal vez que en un árbol de huerto, ya que la planta dedica ahora toda su energía reprimida a estas partes verticales. Al cabo de poco tiempo éstas se convierten en un pequeño árbol, una pirámide invertida que descansa sobre la cúspide del otro, de modo que ahora el conjunto tiene la forma de un enorme reloj de arena. La base extendida, una vez cumplida su misión, finalmente desaparece, y el generoso árbol permite que las vacas, ahora inofensivas, se acerquen y permanezcan a su sombra, se froten contra su tronco —que ha crecido a pesar de ellas— y lo enrojezcan, e incluso que prueben una parte de su fruto y, de este modo, dispersen la semilla.

Así, las vacas crean su propia sombra y su alimento; y el árbol, con su reloj de arena invertido, vive, por decirlo así, una segunda vida.

Hoy en día se discute si hay que podar los manzanos jóvenes a la altura de la nariz o de los ojos. El buey lo poda tan arriba como alcanza, y ésta es más o menos la altura correcta, en mi opinión.

A pesar del ganado que deambula a su alrededor y de otras circunstancias adversas, este matorral despreciado, valorado solo por los pájaros pequeños como protección y refugio contra los halcones, tiene finalmente su semana de floración, y a su debido tiempo su cosecha, sincera, aunque pequeña.

A finales de algún mes de octubre, cuando le han caído las hojas, veo con frecuencia que esa ramita central cuyo progreso he observado, cuando creía que había olvidado su destino, como yo mismo lo había olvidado, produce su primera cosecha de pequeños frutos verdes, amarillos o rosados, que la vaca no puede alcanzar por encima del seto tupido y espinoso que lo rodea. Y me apresuro a probar la variedad nueva y desconocida. Todos hemos oído hablar de las numerosas variedades de frutos inventadas por Van Mons. Este es el sistema de «Van Vaca», que ha inventado muchas más variedades, y más memorables, que esos dos hombres juntos.

¡Cuántas dificultades puede superar para dar un fruto dulce! Aunque bastante pequeño, su sabor puede resultar igual, o incluso superior, al del que ha crecido en un huerto. Quizá es más dulce y más sabroso por las mismas dificultades que ha tenido que afrontar. ¿Quién sabe si este fruto silvestre hijo del azar, plantado por una vaca o un pájaro en alguna remota ladera rocosa donde pasa desapercibido por el hombre, puede ser el más escogido de su clase, y que los potentados extranjeros oigan hablar de él, y las sociedades reales traten de propagarlo, aunque las virtudes del propietario del terreno, hombre quizá verdaderamente agrio, nunca lleguen a conocerse, al menos más allá de los límites de su pueblo? Así fue cómo se desarrollaron las variedades Porter y Baldwin.

Todo manzano en fase arbustiva despierta nuestra esperanza, un poco como todos los niños salvajes. Es, quizá, un príncipe disfrazado. ¡Qué lección para el hombre! Así son los seres humanos, remitidos al nivel más alto, con el fruto celestial que sugieren y que aspiran a dar, mordisqueados por el destino; y solo el genio más persistente y más fuerte se defiende y se impone, y lanza finalmente hacia arriba un tierno retoño y deja caer su fruto perfecto sobre la tierra desagradecida. Los poetas, filósofos y estadistas brotan así en los pastos y sobreviven a las multitudes de hombres sin originalidad.

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