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Henry David Thoreau - Walden, la Vida en Los Bosques

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Henry David Thoreau Walden, la Vida en Los Bosques
  • Libro:
    Walden, la Vida en Los Bosques
  • Autor:
  • Editor:
    Longseller S.A.
  • Genre:
  • Año:
    1999
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Walden, la Vida en Los Bosques: resumen, descripción y anotación

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Prólogo

Tan sólo hay cinco o seis hombres, en la historia de América, que para mí tienen un significado. Uno de ellos es Thoreau. Pienso en él como en un verdadero representante de América, un carácter que, por desgracia, hemos dejado de forjar. De ninguna manera es un demócrata, tal como hoy lo entendemos. Es lo que Lawrence llamaría «un aristócrata del espíritu», o sea lo más raro de encontrar sobre la faz de la tierra: un individuo. Está más cerca de un anarquista que de un demócrata, un socialista o un comunista. De todos modos, no le interesaba la política; era un tipo de persona que, de haber proliferado, hubiera provocado la no existencia de los gobiernos. Ésta es, a mi parecer, la mejor clase de hombre que una comunidad puede producir. Y es por eso que siento hacia Thoreau un respeto y una admiración desmesurados. El secreto de su influencia, todavía latente, es muy simple. Él fue hombre en cuerpo y alma, con un pensamiento y una conducta de perfecto acuerdo. Asumió la responsabilidad de sus acciones y de sus afirmaciones. La palabra compromiso no existía en su vocabulario. América, a pesar de todos sus privilegios, apenas ha producido un puñado de hombres de este calibre. La razón es obvia: los hombres como Thoreau nunca estuvieron de acuerdo con el sistema de su tiempo. Ellos simbolizan la América lejos de haber nacido hoy, como no había nacido en 1776 o inclusive antes. Ellos escogieron el camino arduo, no el fácil. Creyeron ante todo y sobre todo en sí mismos, no se preocuparon de lo que podían pensar de ellos sus vecinos, y no titubearon en desafiar al gobierno cuando estaba en juego la justicia. No hubo inclinación en sus concesiones: se les podía adular o seducir, jamás intimidar.

Los ensayos que recoge este volumen fueron en su origen discursos, hecho bastante importante, si se piensa lo difícil que sería hoy dar una expresión pública a parecidos sentimientos. La noción misma de «desobediencia civil» es hoy en día impensable. (Menos, quizás, en India, donde en su campaña de resistencia pasiva Gandhi usaba este discurso como texto).

En nuestro país un hombre que se atreviera a imitar la conducta de Thoreau, con referencia a cualquier problema crucial de nuestro tiempo, sería, sin duda, condenado a cadena perpetua. Es más: nadie movería un dedo para defenderlo, como en su día, Thoreau defendió el nombre y la reputación de John Brown. Como siempre ocurre con las afirmaciones francas y originales, estos ensayos se han convertido en clásicos. Y esto significa que, a pesar de tener la potencia de forjar un carácter, ya no influyen en los nombres que gobiernan nuestro destino. Se recomienda su lectura a los estudiantes, son fuente perpetua para el pensador y el rebelde, pero para gran parte de los lectores ya no tienen importancia, no contienen un mensaje. La imagen de Thoreau ha sido fijada para el público por educadores y «hombres de gusto»: es la imagen del eremita, del excéntrico, de la broma de la Naturaleza. En fin, se ha conservado la caricatura, como acostumbra a pasar con nuestros hombres eminentes. A mi parecer, lo más importante de Thoreau, es que haya aparecido en una época en la cual, por decirlo de algún modo, teníamos que escoger el camino que nosotros, el pueblo americano, al fin hemos tomado. Como Emerson y Whitman, él indicó el justo camino, el camino arduo, como ya he dicho. Como pueblo, nosotros hicimos una elección diferente. Y ahora estamos recogiendo los frutos de nuestra elección. Thoreau, Whitman, Emerson, estos hombres han sido, hoy en día, reivindicados. En la oscuridad de los hechos cotidianos, sus nombres se elevan altos como faros. Pagamos un bravo tributo verbal a su memoria, pero seguimos ignorando su sabiduría. Nos hemos convertido en víctimas del tiempo, miramos el pasado con aflicción y queja. Es demasiado tarde para cambiar, pensamos. Pues no. Como individuos, como hombres, nunca es demasiado tarde para cambiar. Y es esto exactamente lo que estos obstinados precursores afirmaron toda su vida. Con la creación de la bomba atómica, todo el mundo comprende, de pronto, que el hombre tiene delante de sí un duerna de una gravedad inconmensurable. En un ensayo titulado «Vida sin principio» Thoreau anticipó esta posibilidad que atemorizó al mundo, cuando se tuvo noticia de la bomba atómica. «Por consiguiente», dice Thoreau, «si donde explotara nuestro planeta, no hubiese ninguna persona involucrada en la explosión… yo no iría hasta la esquina a ver como explota el mundo».

Estoy seguro que Thoreau no habría faltado a su palabra, si inesperadamente hubiese explotado por iniciativa propia. Pero también estoy seguro que si se hubiera conocido la bomba atómica, hubiera dicho algo memorable sobre su uso. Y lo habría dicho como desafío a la opinión pública. Ni siquiera se hubiera alegrado al saber que la fábrica de la bomba estaba en manos de los justos. Seguro que preguntaría:

«¿Quién es tan justo, como para usar con fines destructivos un instrumento tan diabólico?». Ya no tendría más fe en la sabiduría y en la santidad del actual gobierno de los Estados Unidos, que la que tuviera en el gobierno de los días de la esclavitud. Él murió, no lo olvidemos, en plena guerra civil, cuando el problema que se hubiese debido resolver rápidamente gracias a la conciencia de todo buen ciudadano, se estaba resolviendo con sangre. No, Thoreau habría sido el primero en decir que ningún gobierno terrestre es suficientemente bueno y sabio como para recibir, sea para bien o para mal, un poder similar. Habría pronosticado que nosotros usaríamos esta nueva fuerza de la misma manera que hemos usado otras fuerzas naturales, que la paz y la seguridad del mundo no están en las intenciones, sino en el corazón de los hombres, en el alma de los hombres. Toda su vida testimonia un hecho obvio continuamente ignorado por los hombres: que para sustentar la vida necesitamos primero el menos que el más, que para proteger la vida necesitamos coraje e integridad, no armas, ni coaliciones. Todo lo que él dijo e hizo está muy lejano del hombre de hoy. Ya dije que su influencia es todavía viva y activa. Es cierto, pero sólo porque la verdad y la sabiduría son inalterables y tienen que prevalecer. Consciente o inconscientemente, estamos haciendo exactamente lo opuesto de todo lo que él sostenía. Así y todo no somos felices, ni de ninguna manera tenemos la seguridad de estar en lo justo. Sino que estamos más trastornados, más desesperados que nunca en el curso de nuestra breve historia. Y esto es sumamente extraño y fastidioso, pues hoy en día todos nos reconocen como la nación más potente, más rica y más segura del mundo. Estamos en el cénit, ¿pero poseemos la visión necesaria como para tener este observatorio? Tenemos la vaga sospecha de que nos han cargado con una responsabilidad demasiado pesada para nosotros. Sabemos que no somos superiores, en ningún sentido real, a otros pueblos de la tierra. Sólo ahora nos damos cuenta de estar moralmente mucho más atrasados, si así puede decirse, que nosotros mismos. Algunos imaginan beatíficamente que la amenaza de extinción —el suicidio cósmico— nos despertará del letargo.

Me temo que sueños así están destinados a desintegrarse, aun más que el mismo átomo. No se alcanzan grandes metas a través del miedo a la extinción. Los hechos que mueven al mundo, sustentan y dan la vida, tienen una motivación muy diferente.

El problema de la potencia, obsesivo para los americanos, está hoy en su punto crucial. En lugar de trabajar por la paz, tendríamos que empujar a los hombres a relajarse, a dejar de trabajar; a tomárselo con calma, a soñar y a ociar, a perder el tiempo. Retiraos en los bosques, si encontráis uno. Pensad en vuestros pensamientos durante un tiempo. Haced un examen de conciencia, pero sólo después de haber gozado plenamente. ¿Qué puede valer vuestra fatiga, al fin y al cabo, si mañana junto a vuestros seres queridos podéis ser reducidos a migas por algún loco exaltado? ¿Creéis que nos podemos fiar más del gobierno que de los individuos que lo componen? ¿Quiénes son estos individuos a los cuales se les confía el destino de todo el planeta? ¿Creéis plenamente en cada uno de ellos? ¿Qué haríais si tuvierais el control de esta potencia inaudita? ¿La usaríais en beneficio de toda la humanidad, o tan sólo de vuestro pueblo, de vuestro grupo de elegidos? ¿Pensáis que los hombres pueden guardar para sí mismos un secreto tan grave? ¿Creéis que se debe guardar secreto?

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