Henry David Thoreau - Colores de otoño
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- Libro:Colores de otoño
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1862
- Índice:4 / 5
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Colores de otoño es un ejemplo extraordinario del arte de Thoreau para hacer revivir para el lector toda la belleza y riqueza del mundo natural.
«Octubre es el mes de las hojas pintadas. Su opulento resplandor destella alrededor del mundo. Mientras los frutos, las hojas y el día en sí adquieren un matiz brillante justo antes de su caída, el año también está a punto de ponerse. Octubre es el cielo del atardecer; noviembre, la última luz crepuscular».
Henry David Thoreau
ePub r1.1
Trips 12.12.14
Título original: Autumnal Tints
Henry David Thoreau, 1862
Traducción: Silvia Komet
Retoque de cubierta: Trips
Editor digital: Trips
ePub base r1.2
HENRY DAVID THOREAU (Concord, EE. UU., 1817 - Ibídem, 1862). Escritor y ensayista estadounidense. Nacido en el seno de una familia modesta, se graduó en Harvard en 1837 y volvió a Concord, donde inició una profunda amistad con el escritor Ralph Waldo Emerson y entró en contacto con otros pensadores trascendentalistas. En 1845 se estableció en una pequeña cabaña que él mismo construyó cerca del pantano de Walden a fin de simplificar su vida y dedicar todo el tiempo a la escritura y la observación de la naturaleza. En este período surgieron Una semana en los ríos Concord y Merrimack (1849), descripción de una excursión que diez años antes había realizado con su hermano, y, finalmente, Walden (1854), que tuvo una notable acogida.
En 1846, concluida su vida en el pantano, Thoreau se negó a pagar los impuestos que el gobierno le imponía, como protesta contra la esclavitud en América, motivo por el cual fue encarcelado; este episodio le llevó a escribir Desobediencia civil (1849), donde establecía la doctrina de la resistencia pasiva que habría de influir más tarde en figuras de la talla de Gandhi y Martin Luther King. Cercano a los postulados del trascendentalismo, su reformismo partía del individuo antes que de la colectividad, y defendía una forma de vida que privilegiara el contacto con la naturaleza.
[1] François André Michaux (1770-1855), botánico francés conocido por su trabajo sobre los bosques de Norteamérica, principalmente por The North American Sylva (1817). (N. de la T.)
Los europeos que llegan a América se sorprenden de la brillantez del follaje otoñal. En la poesía inglesa no dan cuenta de semejante fenómeno, porque allí los árboles adquieren sólo unos pocos colores radiantes. Lo máximo que Thomson dice sobre este tema en su poema «Otoño» está en estos versos:
Mirad cómo se apagan los coloridos bosques,
la sombra que se cierne sobre la sombra, el campo alrededor
que se oscurece; un follaje apretado, umbrío y pardo,
con todos los matices, desde el pálido verde
hasta el negro tiznado.
y en el verso que habla de:
El otoño que brilla sobre los bosques amarillos.
El cambio otoñal que se produce en nuestros bosques aún no ha causado una impresión profunda en nuestra propia literatura. Octubre apenas ha matizado nuestra poesía.
Muchos de aquellos que se han pasado la vida en las ciudades, sin ocasión de ir al campo en esta estación, jamás han visto la flor o, mejor dicho, el fruto maduro del año. Recuerdo haber cabalgado con uno de esos ciudadanos, a los que, a pesar de que llegaba un par de semanas demasiado tarde para los colores más esplendorosos, el fenómeno lo cogió por sorpresa; nunca había oído hablar de algo así. No sólo muchos habitantes de las ciudades jamás lo han presenciado, sino que la gran mayoría apenas lo recuerda de un año para otro.
La mayoría confunde las hojas cambiantes con las marchitas, como si uno confundiera las manzanas maduras con las podridas. Creo que cuando una hoja vira de un color a otro más subido, da prueba de que ha llegado a una perfecta y última madurez. Por lo general, son las hojas más bajas, y las más viejas, las que primero se transforman. Pero así como el insecto de colores brillantes vive poco, así las hojas maduras no pueden menos que caer.
Cada fruto, al madurar y justo antes de caer, cuando comienza una existencia más independiente e individual, en la que necesita menos alimento, tanto de la tierra, a través del tallo, como del sol y del aire, suele adquirir un tono brillante. Lo mismo que las hojas. El fisiólogo dice que «se debe a una menor absorción de oxígeno». Se trata de la visión científica del asunto: una mera reafirmación del hecho. Pero a mí me interesan más las mejillas sonrosadas que la dieta que sigue la muchacha. Los bosques y los prados, la película que cubre la tierra, deben por fuerza adquirir un color brillante, prueba de su madurez, como si el planeta en sí fuera un fruto colgado de su tallo con una mejilla siempre mirando al sol.
Las flores no son más que hojas de colores, y los frutos, sólo las que maduran. La parte comestible de la mayoría de las frutas es, como dicen los fisiólogos, «el parénquima o tejido carnoso de la hoja» a partir de la que se forman.
Nuestro apetito suele limitar nuestro concepto de la madurez, con sus fenómenos de color, suavidad y perfección, a las frutas que comemos, y solemos olvidar que la naturaleza madura una inmensa cosecha que no comemos y apenas usamos. En las ferias anuales de ganadería y horticultura, creemos exhibir hermosas frutas, destinadas sin embargo a fines bastante innobles, que no mostramos precisamente por su belleza. Pero en los alrededores y dentro de nuestras ciudades, todos los años se celebra otra exposición de frutos a escala infinitamente mayor, frutos que sacian sólo nuestra hambre de belleza.
Octubre es el mes de las hojas pintadas. Su opulento resplandor destella alrededor del mundo. Mientras los frutos, las hojas y el día en sí adquieren un matiz brillante justo antes de su caída, el año también está a punto de ponerse. Octubre es el cielo del atardecer; noviembre, la última luz crepuscular.
Antes pensaba que valía la pena tomarse la molestia de conseguir una muestra de hoja de cada árbol, arbusto o planta herbácea cambiante, en el momento en que alcanzaban el tono más brillante, que caracteriza la transición entre el verde y el marrón, para dibujarla y copiar su color exactamente en un libro de ilustraciones que se llamaría Octubre o colores de otoño. Empezaría con el primer viraje al rojo de las madreselvas y la laca de las hojas radicales, e iría pasando por las del arce, el nogal americano, el zumaque, y muchas bellas hojas moteadas que se conocen menos, hasta los tardíos robles y álamos temblones. ¡Qué recuerdo sería un libro así! Siempre que uno quisiera, sólo tendría que pasar las páginas para hacer un paseo por los bosques otoñales. O, si pudiera conservar las hojas en sí, con todo su color, aún sería mejor. Apenas he avanzado con ese libro, pero he intentado, en cambio, describir por todos los medios esos colores en el orden en que se presentan. He aquí algunos fragmentos de mis notas.
Alrededor del veinte de agosto, por todas partes en bosques y pantanos, tanto las hojas profusamente moteadas de la zarzaparrilla como las frondas de los polipodios, la marchita y ennegrecida col fétida, el eléboro, y, junto al río, la pontederia completamente marchita, nos recuerdan el otoño.
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