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Henry David Thoreau - Un yanqui en Canadá

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Henry David Thoreau Un yanqui en Canadá

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Henry David Thoreau realizó un viaje a Canadá del 25 de septiembre al 2 de - photo 1

Henry David Thoreau realizó un viaje a Canadá del 25 de septiembre al 2 de octubre de 1850. Su relato sobre este viaje apareció publicado inicialmente por entregas en 1853 en la revista Putnam’s Monthly bajo el título «Una excursión a Canadá», y en 1866 fue recogido en un libro titulado A Yankee in Canada, with Anti-Slavery and Reform Papers.

«Me temo que no tengo gran cosa que decir sobre Canadá, ya que no he visto mucho; lo que sí conseguí al visitar este país fue coger un resfriado. Salí de Concord, en Massachusetts, el miércoles 25 de septiembre de 1850 por la mañana en dirección a Quebec. El billete de ida y vuelta tenía un precio de siete dólares; la distancia desde Boston era de ochocientos veinte kilómetros; me veía obligado además, a la vuelta, a dejar Montreal en una fecha temprana, el viernes 4 de octubre, o en un período de diez días desde mi salida. No me detendré a relatarle al lector los nombres de mis compañeros de viaje; se decía que había mil quinientos. Yo solo quería llegar a Canadá y poder dar un buen paseo por allí igual que caminaría una tarde en los bosques de Concord&».

Henry David Thoreau Un yanqui en Canadá ePub r10 Titivillus 070116 Título - photo 2

Henry David Thoreau

Un yanqui en Canadá

ePub r1.0

Titivillus 07.01.16

Título original: A Yankee in Canada, with Anti-Slavery and Reform Papers

Henry David Thoreau, 1853

Traducción: Paloma Rodríguez Esteban

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

CAPÍTULO 5 El paisaje de Quebec y el río San Lorenzo Sobre las doce en punto - photo 3

CAPÍTULO 5. El paisaje de Quebec y el río San Lorenzo

Sobre las doce en punto de aquel día, estando en la zona baja de la ciudad, alcé la vista hacia la pistola de señales, junto al asta de la bandera de Cap Diamant, y vi a un soldado allí arriba en las alturas preparándose para dispararla; tanto él como la pistola se recortaban en relieve contra el cielo. Poco después, cuando, avisado por el chasquido de la pistola, miré hacia arriba, solo vi en el cielo el cañón, y el humo saliendo de él, como si el soldado, habiéndolo provocado, se hubiese escondido para darle efecto, dejando el ruido del eco resonando de modo grandioso de orilla a orilla, a lo lejos río arriba y abajo. Esto obedecía al mismo propósito que podría tener el cuerno que los canadienses usan para avisar que la comida está lista.

No hay restaurantes como los de Boston en Quebec o en Montreal. Deambulé en vano por esta ciudad durante una o dos horas en busca de uno, hasta que al final perdí el apetito. En una casa que decía ser un restaurante, donde se anunciaba que servían almuerzos, encontré solamente mesas cubiertas con innumerables vasos y botellas, que contenían aparentemente una muestra de cada líquido que se conoce desde que la tierra se secó tras el diluvio, pero no percibí olor a comida ni para tentar a un ratón hambriento. En resumen, no vi nada allí que pudiese tentarme a mí tampoco, de no ser por un gran mapa de Canadá que había en la pared. En otro sitio logré de nuevo llegar hasta las botellas, y pedí un menú con las comidas; me dijeron que subiese arriba; no tenían ningún menú de los platos, solo los platos en sí. «¿Hay alguna empanada o pudin?», pregunté, porque me veo obligado a mantener mi salvajismo a raya con una dieta restringida. «No, señor; tenemos unas chuletillas de cordero bastante buenas, carne asada, filete de ternera, chuletas…». Un inglés corpulento, que estaba en mitad del ataque a un pedazo de carne asada, y a quien jamás logré ver de frente, se giró un poco, con la boca medio llena, y comentó: «No encontrará empanadas ni pudin en Quebec, señor, aquí no los hacen». Descubrí que, efectivamente, así era, y por eso compré un trozo de pastel rancio y algo de fruta en el mercado al aire libre. Este mercado junto a la orilla, donde las ancianas se sentaban junto a sus mesas, en medio de una densa multitud parloteando en todos los idiomas, era el mejor sitio de Quebec para observar a la gente; y los ferrys, continuamente entrando y saliendo con sus variopintas tripulaciones y sus cargamentos, añadían color al entretenimiento. Les vi coger agua del río, ya que el suministro de agua de Quebec llega mediante carro y tonel. Esta ciudad me dio la sensación de ser totalmente extranjera y francesa, porque apenas si escuché el sonido del inglés en las calles. Más de tres quintos de los habitantes son de origen francés; y si el viajero no visitase específicamente las fortificaciones, podría no acordarse de que los ingleses tienen cierto dominio aquí; y, en cualquier caso, si no mirase más allá de Quebec, parecería que estos solo se han plantado en Canadá como lo han hecho en España y Gibraltar; y aquel que se planta en una roca no puede esperar mucho crecimiento. Las vistas y los ruidos nuevos junto a la orilla del agua me hicieron pensar en puertos como Bolonia, Dieppe, Ruán y Havre de Grace, que nunca he visto; pero no tengo dudas de que ofrecen panorámicas similares. Me divertí mucho con los sonidos hechos por los conductores de calesas y carretas. Esa era la parte de su idioma extranjero que más se escuchaba —el francés que le hablaban a sus caballos— y la que decían más alto. Era un sonido más novedoso para mí que el del francés de las conversaciones. Por las calles resonaban los gritos de «Qui donc!», «March tôt!». Sospecho que muchos de nuestros caballos, que venían de Canadá, alzarían las orejas al oír esos sonidos. De las tiendas, las que más me atraían eran aquellas donde se vendían pieles y artesanía india, por contener artículos de auténtica elaboración canadiense. Me han dicho que dos conciudadanos míos, que estaban interesados en la horticultura, una vez, de viaje en Canadá y estando en Quebec, pensaron que sería una buena ocasión para conseguir semillas de la auténtica calabaza amarilla de cuello curvo de Canadá. Así que entraron en una tienda donde se anunciaban esas cosas y preguntaron por ellas. El tendero tenía exactamente lo que ellos querían. «Pero ¿está seguro», preguntaron, «de que son las auténticas calabazas de cuello curvo canadienses?». «Oh, sí, caballero», respondió él, «son de un lote que he recibido directamente desde Boston». Decidí que mis semillas de calabaza canadiense de cuello curvo serían tal y como las que crecían en Canadá.

Hay mucho que no se ha dicho sobre el paisaje de Quebec. Las fortificaciones de Cap Diamant se ven allá donde se mire. Lo dominan todo, como si observaran ceñudas al río y el terreno colindante. Viajas veinte, cuarenta, sesenta kilómetros entre montañas y entonces, cuando ya hace tiempo que las has olvidado, quizá incluso hayas soñado con ellas, en un giro de la carretera o de tu propio cuerpo, allí siguen, con su geometría recortándose contra el cielo. El niño que nace y crece a cincuenta kilómetros de distancia y que nunca ha viajado a la ciudad lee la historia de su país, ve las rectas líneas de la ciudadela entre las ciudadelas hechas de nubes del horizonte occidental, y escucha que eso es Quebec. No sería raro si el práctico de Jacques Cartier hubiese exclamado en francés normando, «¡Quebec! ¡Menudo pico!» al ver este cabo, como algunos suponen. Todo viajero moderno usa involuntariamente una expresión similar. Se dice particularmente que su repentina aparición al doblar Point Levi causa una impresión memorable a quien llega allí por agua. La visión de Cap Diamant ha sido comparada por viajeros europeos con las vistas más notables de ese tipo en Europa, tales como las que se tienen desde el castillo de Edimburgo, Gibraltar, Cintra y otros, y es preferida por muchos. Una de las principales peculiaridades de esta, comparada con otras vistas que he contemplado, es que esta se obtiene desde las murallas de una ciudad fortificada, y no únicamente desde el majestuoso cabo de un río. Asocio la belleza de Quebec con el aire cortante como el acero, aunque podría ser exclusivo de esa época del año, en la que mi única compañía en la cumbre de Cap Diamant son las flores azules de la achicoria y algunos solidagos tardíos y ranúnculos, las primeras más azules que el cielo al que miraban. Pero incluso yo cedí en cierta medida a la influencia de las asociaciones históricas, y me resultó difícil prestar atención a la geología de Cap Diamant o a la botánica de las llanuras de Abraham. Aún recuerdo el puerto a mis pies, brillando como plata al sol (con las tierras altas de Point Levi como réplica al sureste), el ceñudo Cap Tourmente a lo lejos, en el nordeste, limitando abruptamente la vista del lado del mar, las ciudades de Lorette y Charlesbourg al norte, y más al oeste, el distante Valcartier, brillando con casitas blancas, que apenas parecían estar lejos, viéndolas a través del límpido aire, por no mencionar unas cuantas montañas azuladas a lo largo del horizonte en esa dirección. Cuando uno se asoma desde las murallas de la ciudadela y mira lejos de las fronteras de esta, puede ver más allá de las fronteras de la civilización. En la distancia, un pequeño grupo de colinas, según la guía de viaje, formaba «el portal de los bosques que solo pisan los pies de los cazadores indios hasta la bahía del Hudson». No hace sino unos pocos años desde que Bouchette declaró que el país a unos dieciséis kilómetros al norte de la capital británica de Norteamérica era tan poco conocido como el corazón de África. Así, la ciudadela bajo mis pies y todas sus asociaciones históricas fueron tomadas de nuevo por una influencia proveniente de los bosques y la naturaleza, como si el observador hubiese leído su historia; una influencia que, como el propio Gran Río, fluía sobre todo aquello desde la firmeza del Ártico y los bosques occidentales con una marea irrefrenable.

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