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Fernando Díaz Villanueva - Sic Semper Tyrannis

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Fernando Díaz Villanueva Sic Semper Tyrannis

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Sic Semper Tyrannis Así siempre con los tiranos fue el desgarrador grito del - photo 1

Sic Semper Tyrannis (Así siempre con los tiranos) fue el desgarrador grito del asesino de Lincoln, John Wilkes Booth, tras perpetrar el crimen. Lincoln fue el primero de los cuatro presidentes de los EE. UU. asesinados mientras se encontraban en la Casa Blanca. Idéntico destino tuvieron otros líderes de todo el mundo. El magnicidio ha sido, de hecho, una constante a lo largo del siglo XX, aunque matar al que manda no es algo nuevo. Este libro recrea los principales magnicidios desde Julio César a Isaac Rabin. Ameno y rápido de leer, Sic Semper Tyrannis es un recorrido por algunos de los asesinatos más célebres de la Historia.

Fernando Díaz Villanueva Sic Semper Tyrannis Magnicidios en la historia ePub - photo 2

Fernando Díaz Villanueva

Sic Semper Tyrannis

Magnicidios en la historia

ePub r1.1

Titivillus 08.01.18

Título original: Sic Semper Tyrannis

Fernando Díaz Villanueva, 2014

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Tú también hijo mío Julio César Roma 44 a C Al final del verano del año - photo 3

¡Tú también, hijo mío!

Julio César

Roma (44 a. C.)

Al final del verano del año 46 antes de Cristo Julio César regresó a Roma victorioso. Atrás dejaba una sangrienta guerra civil de tres años en la que había derrotado sin contemplaciones a su antiguo conmilitón Pompeyo Magno. Roma le adoraba. Ese mismo año el Senado le había nombrado dictador por un periodo anormalmente largo, 10 años, cuando lo tradicional eran seis meses. César se dejaba querer mientras aspiraba públicamente a una dictadura vitalicia. El honor le llegó poco después, en enero del año 44. El Senado, controlado en su mayor parte por sus propios hombres, decidió que, dado el carácter providencial del líder máximo de la República, justo era reconocérselo en vida elevándole a un cargo inédito hasta la fecha, el de «dictator perpetuo» (dictador a perpetuidad).

Pero no todos estaban de acuerdo con la divinización en vida del veterano general de las Galias. En un Senado aparentemente amaestrado las voces críticas se contaban por decenas. César, ensoberbecido como nunca lo había estado, reclamó aún más honores a la República. Aquel mismo año la ceca de la ciudad recibió el encargo de acuñar denarios de plata con su efigie y una leyenda que decía «Pontifex Maximus». César quería entroncar directamente con los dioses y así se lo hacía ver a los patricios más importantes, a quienes recibía sentado en un trono dentro del templo dedicado a Venus Genetrix que él mismo había mandado levantar tras la guerra.

Roma desconfiaba de los reyes desde que, 450 años antes, un levantamiento popular destronase a Tarquinio el Soberbio, el último de sus monarcas. Pero César, aunque insistía en que él no era un rey sino simplemente César, se comportaba como si lo fuese. La República romana de mediado el siglo I antes de Cristo ya no era la misma que había tomado el relevo a Tarquinio. La historia no había pasado en balde por la ciudad de las siete colinas que, en solo dos siglos, se había convertido en la dueña del mundo. En Roma muchos querían un rey, más aún si ese rey era como Julio César, un general victorioso que en casa se comportaba como un perfecto demagogo poniéndose siempre del lado del pueblo llano, aunque solo fuera a punta de pura retórica populista.

El patriciazgo urbano recelaba de César y de la acumulación de títulos y honores que la ciudad le había dispensado a cambio de muy poco. El problema es que César era realmente poderoso y nada se movía dentro de los muros de la urbe sin que se enterase. Por eso los conspiradores que urdieron la trama que acabó con su vida se cuidaron muy mucho de pasar desapercibidos. No se sabe a ciencia cierta cuándo ni cómo empezó. Lo que si está claro es que, a principios del año 44, justo cuando esos denarios de plata con su rostro empezaron a circular por los mercados de Roma, el Senado se había convertido en un nido de intrigas cuyo único fin era asesinar al dictador, y hacerlo de un modo violento y ejemplarizante.

A principios de marzo los instigadores habían conseguido involucrar en el plan a la mayoría del Senado. Se jugaban mucho. Si César se consolidaba podían ir olvidándose de la cuota de poder e influencia que las leyes de la República dejaban al Senado. Cayo Casio Longino, un antiguo general de Pompeyo a quien César había perdonado tras la batalla de Farsalia, era el capitán de los disidentes. Casio no soportaba a César, pero carecía del suficiente peso en el Senado como para mover demasiadas voluntades. Supo atraerse a su lado a Marco Junio Bruto, hijo de Servilia Cepionis, amante más o menos oficial de César y, en condición de tal, favorito del dictador. Si Bruto estaba en el ajo significaba que algo serio se cocía, así que multitud de senadores se apuntaron a la conjura atraídos por el prestigio del prometedor político que, a pesar de su juventud, había sido nombrado Pretor, una magistratura que se encontraba justo por debajo del consulado. La familia Bruto era muy famosa en Roma. Uno de ellos, Lucio Junio Bruto, había liderado la expulsión de Tarquinio el Soberbio siglos antes. Esa afortunada casualidad era fundamental en el plan. Los conspiradores no querían que aquello pareciese un asesinato cualquiera, sino algo que quedase para los anales, un momento histórico que se recordaría durante generaciones, un acto de autodefensa de la genuina República contra la tentación autoritaria de César.

Tras varias reuniones celebradas todas con el máximo sigilo consiguieron convencer a 60 senadores. El plan era liquidar a César en la misma curia a puñaladas. Todos debían propinar al menos una, para que la responsabilidad del magnicidio se diluyese en la institución. Solo quedaba atraer a César al Senado, cámara por la que se dejaba caer poco. No lo necesitaba. El dictador gobernaba por decreto desde su palacio sin tener que soportar las tediosas sesiones senatoriales en las que siempre salía alguno llevando la contraria. Los conjurados enviaron recado a César emplazándole en el Senado el día 14 de marzo, día conocido como los Idus, fecha que marcaba en el calendario romano la mitad del mes.

César respondió positivamente, no había nada grave que temer, los senadores tan solo querían leerle en persona una petición. Se desplazó hasta la curia a la hora que había convenido. Cuenta la leyenda que, días antes, un ciego le había prevenido de aquella jornada con una misteriosa frase: «Cuídate de los Idus de marzo», le dijo el augur. De camino al Senado con su numerosa escolta volvió a encontrarse con el ciego y le recordó que ya estaban en los Idus y no había pasado nada, a lo que este respondió: «Todavía no han terminado».

Lo que César iba a encontrarse unos metros más allá del ciego era una encerrona casi perfecta. No podía siquiera imaginar que alguien quisiese atentar contra él en el Senado, ya que eso constituía un sacrilegio, por eso pidió a sus 24 lictores que se quedasen fuera. Los conjurados esperaban en el pórtico de acceso con el documento que presuntamente iban a leerle en la mano de uno de ellos, un senador llamado Tulio Cimber. César subió por la escalinata y recibió a Cimber, que le entregó la petición al tiempo que le acompañaba hasta el interior del edificio.

Allí, en ese mismo lugar, se produjo el apuñalamiento. César comenzó a leer la petición, entonces Cimber tiró de su túnica, a lo que el dictador exclamó: «Ista quidem vis est?» (¿qué violencia es esta?). Acto seguido el senador Casca se abrió paso, sacó un cuchillo y le propinó un corte en el cuello. César, alarmado por la osadía —estaba prohibido portar armas en el Senado—, se dirigió a Casca y le llamó villano. El senador gritó en griego «ἀδελφέ, βοήθει». (¡Ayuda, hermanos!) y los hermanos se abalanzaron sobre César cada uno con una daga en la mano. Fue apuñalado 23 veces, aunque solo una de ellas propinada en el pecho fue la que le causó la muerte. El asesinato fue rápido, tanto que a César solo le dio tiempo a voltearse y tratar de escapar. No lo consiguió. Cayó herido de muerte en la misma escalinata que poco antes había subido tranquilamente a solas. Cuenta Suetonio que, al darse la vuelta, vio entre los asesinos a su hijo adoptivo. Con el último hilo de voz que le quedaba pronunció su última frase, en griego, naturalmente, que es el idioma que hablaban los romanos finos en los momentos importantes: «καὶ σύ, τέκνον». (¡Tú, también, hijo mío!), que es la que ha pasado a la historia.

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