Fernando Díaz-Plaja - El español y los siete pecados capitales
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- Libro:El español y los siete pecados capitales
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1966
- Índice:4 / 5
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El español y los siete pecados capitales: resumen, descripción y anotación
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La metáfora, no por repetida es menos cierta. Los árboles no dejan ver el bosque. La perspectiva se pierde cuando el detalle abruma. Para comprobar la forma y extensión del conjunto hay que salirse de él, y abarcarlo en su totalidad, preferentemente desde una loma.
Así he querido yo enterarme de lo que es esa difícil, asombrosa, inigualable selva española. Saliendo y viendo fuera otros árboles que hicieran posible la comparación o, dentro de la misma España, explicando a los extranjeros lo que les admiraba y que a mí me chocaba también después de haber intentado aclararlo. Es curioso lo poco lógicas que resultan las costumbres familiares cuando uno intenta razonarlas.
Para que este libro naciera se ha necesitado, pues, distancia, pero distancia física, no moral. El que describa los defectos españoles no me libra de ellos. Parodiando la clásica frase: «Nada de lo que es español me resulta ajeno», y si uno de los caminos para encontrar los ejemplos ha sido deshojarme hacia fuera, otro, igualmente eficaz, ha consistido en bucear en mi interior. Quien firma no es, pues, un juez: más bien resulta un testigo y, a veces, un cómplice.
Algunas de las características descritas en las páginas que siguen son comunes a los pueblos llamados latinos; otras a todos los europeos; algunas son, simplemente, humanas. No he tratado de disociar las que nos pertenecían por herencia de las que nos han llegado por imitación; no trato de analizar el proceso histórico, sino su resultado.
Resultado que es, sin lugar a dudas, único. La impresionante personalidad española —de la cual se comentan aquí apenas unos matices— asombra a los visitantes y a los pocos españoles que han meditado sobre ello. En todos causa impacto. Durante mis viajes he oído muchos juicios sobre nuestro país y yo justificaba, interiormente, tanto el agrio como el entusiasta. Lo que no podía aceptar era el comentario indiferente. «Odio lo español», «Adoro lo español», son frases contradictorias, pero ambas tienen motivos de ser. El oír: «España no está mal», me desconcertaba porque España es como un licor fuerte que puede deleitar o repugnar, pero jamás beberse con la indiferencia con que se trasiega un vaso de agua.
Hace muchos años, en 1951, y estando de paso en Londres, charlé con un antiguo conocido, F. J. Mayans, que estaba entonces al frente de la Delegación de Turismo Española en Inglaterra. «¿Por qué no presentáis el viaje a España como algo único? —le pregunté—. ¿Por qué entre los carteles que aconsejan ir a Francia la Bella, a Italia la Artista, no colocáis unos que digan: Sí, pero España ¡es diferente!?».
Años después me ha alegrado ver el lema, reducido de palabras, pero con idéntica intención, en todas partes. Sigue siendo cierto. La progresiva unificación del mundo, desde la comida al espectáculo, desde el traje a la moral, no ha podido destruir el baluarte de una España distinta.
Pero ¡cuidado con el adjetivo! Ser diferente no quiere decir —como a veces parece interpretarse— ser mejor. Durante años no hemos hecho otra cosa que alabarnos en el libro, en el periódico, en el cine, en la televisión, en el teatro. Quizá convenga que después de tantos elogios a nuestras virtudes meditemos un poco sobre nuestros pecados…
… especialmente sobre los capitales…
*
Los siete pecados capitales son los más graves en que pueda incurrir un católico. Me ha parecido que, dada la importancia extrema que esa religión tiene en España, podría ser interesante utilizarlos como piedra de toque, y estudiar la especial reacción de mis compatriotas en cada caso. Porque si es verdad que católico quiere decir universal, se engañaría quien creyera que el católico de Burgos o Valencia piensa igual que el de Boston o el holandés ante prohibiciones o mandatos.
Por ejemplo, para la mayoría de los españoles, ya resulta una gran sorpresa que alguien les hable de los Siete Pecados Capitales, porque el español se limita a pensar en uno, el de la Lujuria. La fuerza de su temperamento ha provocado un énfasis mayor en la vigilancia de la Iglesia y esto, a su vez, ha hecho pensar a muchos que se trata del único pecado realmente importante. Poca gente deja de confesarse de él; muchos, en cambio, olvidan decirle al cura que han comido excesivamente (Gula) o que se quedan en la cama después de haber dormido lo necesario (Pereza).
(El autor no distingue jerarquías entre los Pecados Capitales; cuando les concede desigual espacio, es porque así lo hacen los españoles).
Estas páginas siguen los cauces de los «Pecados», pero de forma muy amplia, pensando más en la costumbre diaria que en la Teología moral. Aparte del gran Pecado Mortal, se analizan lo que podríamos llamar subpecados, que actúan a su sombra. Por ejemplo, con la Soberbia se estudia la vanidad, la presunción, el individualismo… Con la Ira, la crueldad, la dureza de costumbres… Con la Envidia, el resquemor, los celos artísticos, etc.
*
El lector encontrará, espolvoreados en el texto, varios refranes españoles. El refranero de un pueblo no es, como se ha dicho alguna vez, muestra de su sabiduría; más bien lo es de sus instintos, a menudo bastante bajos. De todas maneras, tienen importancia, porque un refrán lo es a fuerza de repeticiones; sólo cuando hay muchos de acuerdo con la idea expresada por un individuo llega ésta a adquirir la categoría de proverbio, y aun cuando aparezca otro refrán que diga lo contrario, el primero queda como muestra de un sentir y como tal tenemos que tomarlo en cuenta…, aunque se trate de un mal sentir…
De Santa Bárbara en California, Primavera de 1966.
«La soberbia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera […] Topó con España, primera provincia de la Europa. Parecióle tan de su genio que se perpetuó en ella. Allí vive y allí reina con todas sus aliadas: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del Don Diego y “vengo de los godos”, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío con todo género de presunción y todo esto desde el más noble hasta el más plebeyo».
Baltasar Gracián. El criticón, Crisi XIII (s. XVII).
«Si alguna vez os vienen ganas de salir de la Europa moral sin pasar empero las fronteras de la Europa geográfica, venid a España. ¡Oh, Dios mío! Dicen que los reyes se van, pero eso no es verdad; aquí tenemos a vuestras órdenes y a las de todos en general quince millones de reyes».
Donoso Cortés. «Carta a Luis Veuillot». 22-111-1849. Obras completas, 2-633 (s. XIX).
«Humildad rebuscada no es humilde y lo más verdaderamente humilde en quien se crea superior a otros es confesarlo; si por ello le motejan de Soberbia, sobrellevarlo tranquilamente […], la más fina, la más sencilla humildad es no cuidarse en ser tenido por nada, ni por humilde ni por soberbio, y seguir cada uno su camino, dejando que ladren los perros que al paso nos salgan y mostrándose tal cual es, sin recelo ni habladurías».
Unamuno. «Sobre la Soberbia». Obras selectas, Madrid, 1960, p. 238 (s. XX).
«Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle…, cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento… aún arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos de pan que guardaba. La cama tenía en el suelo y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria».
Quevedo. La vida del Buscón llamado don Pablos, Cap. 2.
*
«Donde hay nobleza hay largueza».
Este capítulo será tan corto como largo ha sido el anterior y ello se explica. Un Soberbio, un Orgulloso, un Vanidoso, no puede ser al mismo tiempo un Avaro, un Tacaño, un Mezquino, porque la buena apariencia cuesta dinero, y quien la considera necesaria no tiene nada de Harpagón o Shylock.
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