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Darío Villanueva - Morderse la lengua

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Darío Villanueva Morderse la lengua

Morderse la lengua: resumen, descripción y anotación

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En nuestra globalizada «sociedad de la información» se ha instalado la desinformación de la mano de dos fenómenos sintomáticos de nuestro tiempo: la corrección política y la posverdad, manifestaciones contemporáneas de la quiebra de la racionalidad y la estupidez. Ambas impregnan y pervierten el discurso de políticos, medios de comunicación y redes sociales, afectando las relaciones personales y profesionales e incluso la creación, la investigación y las expresiones artísticas.

¿Debemos mordernos la lengua y tragar? Conozcamos cómo funcionan estos nuevos fundamentalismos para evitar que nos manipulen.

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CAPÍTULO PRIMERO
LA CORRECCIÓN POLÍTICA

Muy a finales de los años ochenta fui durante el semestre de otoño profesor visitante en la universidad norteamericana de Colorado, en Boulder.

Me las prometía muy felices, pues conocía ya, por estancias anteriores, las magníficas condiciones docentes que mi posición me concedería. Entre ellas, y no la de menor importancia, la de disponer de un grupo muy reducido de estudiantes en cada uno de los cursos de posgrado que hube de impartir. Hablo de entre seis y ocho.

Por supuesto, contaba también la libre elección del tema. El primero de los cursos que monté versaría sobre la novela picaresca española, cuyo corpus no demasiado nutrido comprende desde el Lazarillo de Tormes, de hacia 1554, hasta La vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor, compuesta por él mismo, publicada en Amberes en 1646. Más o menos un siglo de producción narrativa que sienta las bases, junto a El Quijote, de lo que sería la novela realista moderna, arco temporal jalonado por dos textos de escritor anónimo, si bien no faltan atribuciones de autoría para el alfa y el omega de la serie. Por ejemplo, la de Alfonso de Valdés para el Lazarillo o la de Gabriel de la Vega para el Estebanillo.

La regalía mayor era, para mí, la de leer, literalmente, con mis alumnos los textos principales de la picaresca, cosa difícil en otras circunstancias que no fuesen las que el campus de Boulder me proporcionaba, en una recoleta sala del departamento de Español y Portugués junto al pequeño lago de la universidad.

Pesaba en mi decisión el recuerdo de un artículo de George Steiner publicado en el Times Literary Supplement en el que el gran humanista, preocupado por el empacho deconstructor que, por el embrujo de Jacques Derrida, tanto daño hizo sobre todo en los departamentos humanísticos norteamericanos, concluía con una propuesta tan simple como la siguiente: no nos convienen ya más teorías, métodos o nuevas perspectivas críticas en la enseñanza de la literatura, «lo que necesitamos son lugares: por ejemplo, una mesa con unas sillas alrededor donde podamos volver a aprender a leer, a leer juntos». Porque, paradójicamente, esa competencia puede que se esté perdiendo, y existe la contradicción de que, en nuestras sociedades, si profundizamos un poco bajo el oropel de la epidermis nos encontramos con que la capacidad de comprensión de los textos complejos por parte de los ciudadanos que salen del sistema educativo es cada vez menor.

Comencé, pues, con entusiasmo mis lecciones, que lo eran en el más genuino sentido etimológico de la palabra latina: lecturas compartidas por el profesor y sus seis alumnos. Todo iba sobre ruedas con el Lazarillo, texto ideal para poner a prueba nuestra capacidad para entender que la ironía consiste en escribir exactamente lo contrario de lo que se quiere decir, dejando a la inteligencia del receptor la conversión de lo uno en lo otro. Pero he aquí que llegamos al episodio del negro Zaide, con el que la madre de Lázaro, ya viuda, se amanceba con él, al que acaba dándole un «negrito muy bonito» que, cuando se le acercaba su padre, respondía asustado con un «Madre, coco». Fue entonces cuando reparé que una de mis alumnas era negra. Me apresuré a calificar la facecia como rematadamente racista, y ella, mi alumna, con el humanísimo desparpajo que quizá proviniera de su origen dominicano, rio junto con sus compañeros la situación textual y la que se había creado en el aula, y no hubo más que decir.

El problema vino con Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, obra de un extraordinario escritor y antisemita confeso, Francisco de Quevedo y Villegas. Acabábamos de descubrir en mi universidad un texto suyo titulado, ni más ni menos, Execración contra los judíos, fechable en 1633, y ese talante asoma explícita o implícitamente en numerosas páginas del Buscón.

En el aula leían conmigo dos alumnos judíos, en cuya condición de tales yo no había reparado en ningún momento. Se sintieron ofendidos porque un profesor como yo escogiera un texto de ese cariz, y lo hiciese leer ante la clase en voz alta, y así lo denunciaron ante el director del departamento y el decano. Ambos enfocaron el asunto a la luz de la libertad de cátedra, y me dieron crédito sin reservas. No solo esto, sino que consiguieron convencer a los denunciantes de que no había mala intención, antisemita, en mi sílabo del curso, sino que para explicar la picaresca era obligado estudiar el Buscón. El asunto no fue a más, pero como profesor visitante español en la Universidad de Colorado no me cabe duda de que me dejé algunos pelos en la gatera.

Pero tuve ocasión pintiparada para reivindicarme. Concluíamos nuestras lecturas con el Estebanillo González, pícaro de vida indigna, en nada ejemplificante, que él mismo describe en sus facetas más reprobables haciendo uso de una sorprendente característica del género, la autodenigración, pues la novela está escrita en primera persona. Estebanillo dice haber nacido en Salvaterra do Miño, y ello puso en bandeja un colofón que me vino como anillo al dedo. Recuerdo que les dije a mis alumnos: «La novela picaresca española, escrita en tiempos muy distintos a los nuestros, entre mediados del siglo XVI y del XVII, está, como hemos podido comprobar mediante su lectura, en las antípodas de la corrección política. Es más, con frecuencia obedece deliberadamente a un designio discriminador y ofensivo, denigrante contra las minorías. Lo hemos visto en el caso de los negros con el Lazarillo, con los judíos en el Buscón. Y ahora, como despedida, le toca la china a otra minoría, la de los gallegos, objeto de burlas constantes e injustas en la literatura española del Siglo de Oro por su supuesta condición de zafios y lerdos. Minoría, por cierto, a la que yo pertenezco: nací en Vilalba, provincia de Lugo, en 1950».

Tuve mejor suerte, en definitiva, que el protagonista de la novela del escritor norteamericano de origen judío Philip Roth, La mancha humana ( The Human Stain ), publicada en 2000. Narra la desgracia del exdecano y profesor de Clásicas de una universidad sin lustre de Nueva Inglaterra, Coleman Silk, expulsado por la denuncia de un estudiante, situación semejante a la que se dio en la realidad con el profesor Calvo en Princeton, cuyo fatal desenlace he relatado ya en mi preámbulo.

Embriagado por la fraseología homérica, en el transcurso de una clase Silk preguntó si alguien conocía a sus alumnos absentistas o se habían desvanecido como espectros o fantasmas. El traductor al español opta —discutiblemente— por dar una versión no recta, sino metafórica, negro humo, acaso para no tener que explicar en nota que la palabra usada por Roth —«Do they exist or are they spooks?»— es una denominación peyorativa contra los negros en el inglés coloquial de los Estados Unidos. Alusión que tomó en su sentido literal y discriminatorio un estudiante de ese color. Antes Silk había tenido otro problema: la denuncia de una alumna que consideraba insultantes para las mujeres las tragedias de Eurípides que explicaba en su curso Dioses, héroes y mitos.

En el funeral de Coleman Silk, fallecido en un oscuro accidente de automóvil, el director del departamento de Ciencia Política del Athena College Herbert Keble, de raza negra, se lamenta por no haber defendido en su momento a quien le había prestado incondicionalmente su apoyo cuando, como decano, lo recibió en el college. Afirma que la conducta políticamente incorrecta que se le atribuyó y lo hizo caer en desgracia nunca había existido —«Coleman Silk never once deviated in any way from totally fair conduct in his dealings with each and every one of his students»—, y su linchamiento reputacional era fruto de la «morally stupid censorious community» universitaria a la que pertenecían y de la cobardía de sus miembros, dominados por la «espiral de silencio» que ya hemos comentado a propósito de Tocqueville.

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