William Styron - Esa visible oscuridad
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- Libro:Esa visible oscuridad
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1990
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Esa visible oscuridad: resumen, descripción y anotación
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A Rose
Este libro se inició en forma de una conferencia pronunciada en Baltimore, en mayo de 1989, en un simposio sobre desórdenes afectivos patrocinado por el Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins. Considerablemente ampliado, el texto de dicha conferencia se convertiría luego en un ensayo publicado por Vanity Fair en diciembre de ese mismo año. En principio me había propuesto comenzar con el relato de un viaje que hice a París: viaje éste que tuvo especial significación para mí en lo referente a la enfermedad depresiva que había sufrido. Pero pese al espacio excepcionalmente amplio que la revista puso a mi disposición, había un límite inevitable, y tuve que descartar esa parte en favor de otros asuntos de que quería ocuparme. En la presente versión, dicha sección ha sido restituida en su lugar correspondiente, al principio del relato. Salvo unos cuantos cambios y adiciones de relativamente poca importancia, el texto restante se mantiene como en su día salió a la luz.
Pues me sucede lo que más temía
y lo que recelaba me acontece
No vivía en resguardo, ni omitía
mis preces, ni me daba descanso;
y sin embargo vínome aflicción.
JOB
F ue en París, en una fría anochecida de finales de octubre de 1985, cuando por vez primera tuve conciencia plena de que la lucha contra el desorden de mi mente —lucha en la que llevaba ya empeñado varios meses— podía tener un desenlace fatal. Llegó el momento de la revelación cuando el automóvil en que viajaba tomó por una calle lustrosa de lluvia, no lejos de los Campos Elíseos, y se deslizó junto a un rótulo de neón de desvaído resplandor que anunciaba HÔTEL WASHINGTON. Hacía casi treinta y cinco años que no veía ese hotel, desde la primavera de 1952, cuando durante varias noches se convirtió en mi primer dormitorio parisiense. En los meses iniciales de mi Wanderjahr, había bajado a París en tren desde Copenhague, y vine a parar al Hotel Washington por obra de un agente de viajes neoyorquino. Por aquellas fechas el hotel era una de las muchas hospederías húmedas y feas destinadas a turistas, principalmente norteamericanos de recursos muy modestos, quienes, si eran como yo —tropezando, nerviosos, por vez primera con el francés y sus extravagancias— siempre recordarían cómo el exótico bidé, sólidamente emplazado en el grisáceo dormitorio, junto con el cuarto de aseo, allá en el extremo del mal alumbrado pasillo, definían virtualmente la sima que separa las culturas gala y anglosajona. Pero sólo permanecí en el Washington poco tiempo. Al cabo de unos días me sacaron de allí unos jóvenes americanos con los que había hecho amistad recientemente y me acomodaron en un hotel todavía más astroso, pero con más color, sito en Montparnasse, no muy lejos de Le Dôme y otras querencias convencionalmente literarias. (Allá por mis veintitantos años, acababa yo de publicar una primera novela y era una celebridad, aunque de muy baja estofa, pues pocos de entre los americanos que había en París tenían noticia de mi libro, no hablemos ya de que lo hubieran leído.) Y con el paso de los años el Hôtel Washington se había ido borrando poco a poco de mi conciencia.
Reapareció, sin embargo, aquella noche de octubre cuando pasaba frente a la fachada de piedra gris envuelto en una llovizna, y la memoria de mi llegada tantos años atrás inició su retorno como una riada incontenible haciéndome sentir que había regresado fatalmente al punto de partida. Recuerdo haberme dicho que cuando saliera de París para Nueva York a la mañana siguiente sería para siempre. Me estremeció la certidumbre con que aceptaba la idea de que no volvería a ver Francia nunca más, como tampoco recuperaría nunca una lucidez que huía de mí con celeridad aterradora.
Tan sólo unos días antes había llegado a la conclusión de que padecía una grave enfermedad depresiva, y me debatía impotente y desamparado en mis esfuerzos por superarla. No me alegraba con la ocasión festiva que me había llevado a Francia. De las muchas manifestaciones temibles de la enfermedad, tanto físicas como psicológicas, el sentimiento de odio de sí mismo —o para decirlo de forma menos categórica, la ausencia total de autoestima— es uno de los síntomas más universalmente experimentados, y yo había venido padeciendo cada vez más una sensación general de inanidad a medida que el mal progresaba. Mi malsana tristeza era, pues, tanto más irónica dado que había volado a París en un precipitado viaje de cuatro días con objeto de recoger un premio que debería haber restaurado mi ego en toda su brillantez. Ese mismo verano me comunicaron que había sido designado para recibir el Prix Mondial Cino del Duca, otorgado anualmente a un artista o científico cuya obra refleje temas o principios de un cierto «humanismo». El premio se instituyó en memoria de Cino del Duca, inmigrante italiano que amasó una fortuna en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la segunda guerra mundial imprimiendo y distribuyendo revistas ilustradas baratas, principalmente libros de historietas, aunque más tarde amplió sus actividades a publicaciones de calidad; llegó a ser propietario del periódico Paris-Jour. También fue productor de cine, y un destacado poseedor de caballos de carreras a quien cupo el placer de alzarse con muchas victorias en Francia y en el extranjero. Aspirando a satisfacciones culturales más nobles, vino a ser un filántropo de bastante renombre, y en esta línea fundó una editorial que empezó a sacar a la luz obras de mérito literario (por cierto, mi primera novela, Lie Down in Darkness, fue una de las ofrecidas al público por del Duca, en traducción titulada Un lit de ténèbres); para la fecha de su muerte en 1967, esta casa, Éditions Mondiales, había pasado a ser una importante entidad de un imperio múltiple, que era rico y, no obstante, lo bastante prestigioso para que apenas quedara ya recuerdo de sus orígenes como promotor de libros de historietas, cuando la viuda de del Duca, Simone, creó una fundación cuyo objetivo principal era la concesión anual del galardón epónimo.
El Prix Mondial Cino del Duca ha llegado a merecer sumo respeto en Francia —nación a la que chiflan los premios culturales— no sólo por su eclecticismo y el buen juicio mostrado en la elección de sus receptores, sino por la prodigalidad del premio mismo, que aquel año ascendía a unos 25.000 dólares. Entre los ganadores de este premio en los veinte últimos años se cuentan Konrad Lorenz, Alejo Carpentier, Jean Anouilh, Ignazio Silone, Andrei Sajarov, Jorge Luis Borges y un norteamericano, Lewis Mumford. (Ninguna mujer todavía, tomen nota las feministas.) Como norteamericano, encontraba yo especialmente cruel no sentirme honrado por la inclusión en su compañía. Aunque el dar y recibir premios suele inducir una malsana erupción de falsa modestia, maledicencias, autoflagelo y envidias de toda laya y procedencia, mi personal opinión es que algunos galardones, aunque no necesariamente, pueden resultar muy gratos de recibir. El Prix del Duca fue para mí tan francamente halagüeño que cualquier autocrítica a fondo parecía estúpida, así que acepté agradecido, escribiendo en respuesta que cumpliría con el razonable requisito de estar presente en la ceremonia. En aquel momento contemplaba la perspectiva de un viaje tranquilo y placentero, no una apresurada incursión de ida y vuelta. De haber podido prever el estado de mi mente a medida que la fecha de entrega del premio se acercaba, no habría aceptado en modo alguno.
La depresión es un desorden psíquico tan misteriosamente penoso y esquivo en la forma de presentarse al conocimiento del yo —del intelecto mediador— que llega a bordear lo indescriptible. De este modo permanece casi incomprensible para aquellos que no lo han experimentado en su forma extrema, aunque el abatimiento, la «morriña», que muchos sufren ocasionalmente y asocian con, la brega general de la existencia cotidiana, son males tan generalizados que pueden dar a muchas personas una idea de lo que es la enfermedad en su forma catastrófica. Pero en la época de la que escribo había sobrepasado yo con creces esas familiares y manejables cancamurrias. En París, puedo apreciarlo ahora, me hallaba en una fase crítica del desarrollo de la enfermedad, situado en un aciago punto intermedio entre sus pródromos difusos de ese verano y el cuasi-violento desenlace de diciembre, que dio conmigo en el hospital. Más adelante intentaré describir la evolución de este morbo, desde sus más tempranos orígenes hasta mi hospitalización y recuperación, pero el viaje a París ha conservado un notable significado para mí.
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