Emil Ludwig - Napoleón
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- Libro:Napoleón
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1925
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Napoleón: resumen, descripción y anotación
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Napoleón — leer online gratis el libro completo
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EMIL LUDWIG. Escritor alemán (Breslau, 1881 - Moscia, 1948). Nacido en el seno de una familia de la alta burguesía judía, estudió Derecho e Historia en Heidelberg, Lausanne, Bratislava y Berlín. A pesar de sus primeros intentos literarios, en los que ya se manifestaba una decidida vocación, en 1904 entró a trabajar en una empresa familiar. No obstante, en 1906, la dejó para trasladarse a Suiza y dedicarse definitivamente a la literatura. Durante el periodo de la I Guerra Mundial escribió informes para el periódico Berliner Tageblatt desde diversas capitales europeas. Fue éste un período decisivo en su vida, pues le ayudó a adoptar una postura cada vez más europea y menos nacionalista.
Tras la guerra se convirtió en uno de los escritores de mayor éxito: en 1930 sus obras habían alcanzado tiradas de millones de ejemplares y habían sido traducidas a más de 27 lenguas. La causa de este éxito fue el nuevo género desarrollado por Ludwig en las tres novelas y nueve obras de teatro publicadas entre 1911 y 1931, la biografía histórica de carácter psicológico.
Ciertamente se puede ver en sus textos una gran diferencia con otros de igual carácter biográfico, y es que en las obras de Ludwig el grado de reflexión y análisis de los hechos históricos alcanza un nivel desconocido hasta ese momento. Esto se puede observar con detalle en la primera biografía publicada: Goethe. Geschichte eines Menschen (Goethe. Historia de un hombre, 1920). El subtítulo formula claramente el propósito de la biografía: desmitificar al genio y situarlo al nivel del individuo, descubrir su alma y su personalidad, sus debilidades y sus grandezas, todo ello acompañado siempre de un material de gran valor documental.
A Goethe le siguieron las biografías de Rembrandt (1923), Napoleón (1925) y Wilhelm II (Guillermo II, 1925). A pesar de su constante enfrentamiento con la historia en todas sus biografías, su posición política es difícil de determinar y ya desde sus primeras obras se le consideró como el representante intelectual de la joven República. Tras el asesinato de su amigo Rathenau, abandonó la religión judía en señal de protesta, aunque en 1902 se había convertido ya oficialmente al cristianismo.
En 1932 adoptó la nacionalidad suiza y en 1933 se quemaron públicamente todos sus libros. Gracias a su buena situación económica ayudó a muchos escritores alemanes perseguidos y organizó protestas internacionales contra el III Reich. En 1940 fue nombrado encargado del presidente Roosevelt para asuntos con Alemania. En los textos pronunciados en relación con este cargo queda reflejada su idea de que el fascismo derivaba del carácter propio de los alemanes, al tiempo que se exigía una transformación de este pueblo. En 1945 retornó a Suiza, donde vivió hasta su muerte.
U na tienda de campaña. Sentada dentro, una mujer joven, envuelta en un chal, amamanta a un niño y presta de cuando en cuando oídos a los rumores lejanos. ¿Estarán todavía combatiendo y tiroteándose, a pesar de que ya ha caído la noche? Pero quizás es sólo el rugir de una de esas tronadas de otoño, cuyos ecos agitan los montes; o acaso no sea sino el susurro de los pinares circundantes y las siempre verdes encinas, donde las zorras y los jabalíes tienen sus cubiles. La mujer tiene todo el aspecto de una gitana, acurrucada en un rincón de la tienda sombría, con el blanco seno a medias cubierto por el chal, cavilosa, incierta del resultado de la jornada. De pronto oye el ruido de unos cascos sobre la tierra dura. ¿Será él? Prometió venir, pero el lugar de la lucha está muy lejos, y la niebla empieza ya a envolverlo todo.
La lona de la entrada es bruscamente apartada por una mano, y como empujado por el viento nocturno, que invade la tienda, entra un hombre: un oficial con guerrera, de color y ros empenachado; un mozo esbelto, de movimientos ágiles; un joven patricio, entre los veinte y los treinta años. Respondiendo a su saludo efusivo, ella se pone en pie de un salto y entrega el bebé a la sirvienta, que se apresura a traer una jarra de vino. Quitándose el pañuelo que le cubre la cabeza, dejando al descubierto la frente blanca y tersa, cercada de negros ricillos, ella queda en pie ante él. Añádase, para completar el retrato, la barbilla prominente, signo de energía, y la nariz aguileña, cuyo relieve acentúa el resplandor del hogar. Sobre la cadera reluce la daga, que en este país montañés no se atrevería a abandonar un momento. En total, una grácil amazona, hija de vieja raza, nacida de hombres activos y resueltos. Sus antepasados, lo mismo que los antepasados de su marido, han sido durante siglos jefes y guerreros; primero, a través del mar, en Italia; más tarde en esta isla escarpada.
Pero ahora que todos se han unido contra el aborrecido enemigo, juntando sus fuerzas para expulsar del país a los franceses, aquí, en el rincón más agreste de la serranía, donde la valiente muchacha, con sus diecinueve años apenas cumplidos, siguiera al marido que lucha por la patria, ¿quién podría reconocer en ella a la patricia brillante, imán de todas las miradas? Solamente la altivez y el valor pueden mostrar aquí que es de noble cuna.
El oficial, lleno de vida y de fuerza, constantemente en movimiento, le cuenta todas las noticias. El enemigo ha sido derrotado, acosado contra la costa. No tiene escape posible. Ya han enviado una delegación a Paoli.
—Mañana habrá una tregua. ¡Venceremos, Leticia! ¡Córcega será libre!
Todo corso desea muchos hijos. Tierra donde una afrenta es instantáneamente ventilada a puñaladas; donde la vendetta es sacrosanta; donde las querellas de familia duran de generación en generación y de siglo en siglo. El hombre que en este instante tenemos en pie ante nosotros desea muchos hijos que aseguren su raza, y la mujer ha aprendido de su madre y abuelas que los hijos son el honor del hogar. Ella fue madre por primera vez a los quince años; pero el rorro al que hace un instante daba de mamar ha sido su primer varón.
El pensamiento de la libertad luce radiante para ambos, pues el oficial es ayudante de Paoli, el caudillo del pueblo.
—¡Nuestros hijos ya no serán esclavos de Francia!
A l llegar la primavera, predomina ya el desaliento. El enemigo ha desembarcado refuerzos; los isleños empuñan otra vez las armas; y de nuevo acompaña la brava esposa al marido en su peregrinar guerrero, llevando en sus entrañas la criatura concebida durante las tormentas del pasado otoño.
«A menudo salía, en busca de noticias, de nuestro escondrijo en la montaña y llegaba hasta el campo de batalla. Las balas silbaban en torno mío, pero yo ponía toda mi confianza en Nuestra Señora», solía contar, en años posteriores.
En mayo, los corsos fueron derrotados. La retirada, a través de los bosques frondosos y la serranía escarpada, fue terrible. Entre la muchedumbre de hombres y las pocas mujeres que los acompañaban, cabalgaba Leticia en una mula, ya muy avanzado el embarazo, con su niñito de un año en brazos. Lograron llegar sanos y salvos a la costa. En junio, el vencido Paoli, seguido de unos cuantos centenares de sus fieles, huyó a Italia. En julio, el ayudante de Paoli, marido de Leticia, capitulaba, con otros emisarios, ante el conquistador. La soberbia insular quedaba humillada. Pero, en agosto, la mujer del ayudante de Paoli daba a luz al vengador.
Que recibió el nombre de Napolione.
La mujer, que durante la campaña hizo figura de heroína y mostró el valor de un hombre, tuvo ahora, en esta casona junto al mar, que convertirse en una ama de casa ahorrativa y prudente. El marido, de temperamento romántico, vivía más de proyectos que de rentas. Durante una porción de años, lo mejor de sus energías fue consagrado a un pleito interminable sobre su herencia. En los años que pasó en Pisa como estudiante, donde sus compañeros le conocían por el nombre de conde Buonaparte, había vivido bien, pero aprendió muy poco. Al nacer su segundo hijo, dio por terminados sus estudios. La cuestión, ahora, era mantener, de un modo u otro, a los suyos. En los tiempos difíciles, el hombre discreto acepta el mundo como es y pacta con el triunfador; tanto más en este caso, en que los franceses, deseosos de afirmar su dominio sobre la isla, propendían a favorecer a la nobleza corsa.
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