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Emil Ludwig - Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin. Y un cuarto: Prusia

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Emil Ludwig Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin. Y un cuarto: Prusia
  • Libro:
    Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin. Y un cuarto: Prusia
  • Autor:
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    ePubLibre
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    2011
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Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin. Y un cuarto: Prusia: resumen, descripción y anotación

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Este singular opúsculo de uno de los más renombrados biógrafos del siglo XX, Emil Ludwig, fue publicado por primera vez en español en 1939, en una traducción preparada por Francisco Ayala en el Buenos Aires en que se había exiliado. Para su trabajo, Ayala se basó en los manuscritos originales del autor, a medida que éste los iba redactando. Hoy recuperamos este libro, en el que el lector se encontrará con la capacidad de análisis de un biógrafo que, ya en fecha temprana, es capaz de estudiar los mecanismos y motivaciones de determinados comportímientos que le son contemporáneos. Ludwig se había entrevistado con Mussolini y con Stalin, y esbozó para ellos sus retratos del natural. No sucedió lo mismo con Hitler, al que describió sin haberlo conocido. Especial interés tiene el último capítulo, en el que Ludwig busca el origen del militarismo alemán en el espíritu prusiano.

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La palabra libertad suena tan bien que no se podría prescindir de ella aun cuando expresara un error.

GOETHE

Pensando en el pueblo alemán he encontrado frecuentemente con la mayor amargura que en su conjunto es tan mísero como es respetable en lo individual.

GOETHE

Uno recibe poco reconocimiento de los hombres cuando pretende darles una gran idea de ellos mismos; pero cuando engaña a los pájaros, cuando cuenta cuentos de hadas, cuando los empeora cada día, entonces sí que uno se hace valer.

GOETHE

El verdadero despotismo se desarrolla a partir del sentido de la libertad. Este hace esfuerzos en lo indeterminado, quiere imponerse, sin estar siempre en condiciones para ello ni adquirirlas. Si entonces se logra, he aquí el Déspota.

GOETHE

Tenga cuidado, amigo, que son prusianos. Quieren siempre saber todo mejor que las otras gentes.

GOETHE

EPÍLOGO

Al comparar los tres dictadores, salta a mis ojos la nota común de una voluntad de poder que no consiente ningún escrúpulo, que aniquila a todo enemigo, que no conoce moral ninguna, consideración o caballerosidad. De ahí viene el fin de toda libertad para aquellos sobre quienes dominan, la asfixia de todo discurso viril de oposición, el menosprecio de la multitud, la persecución del espíritu.

A pesar de ello, la posición de cada uno de los tres dentro del Estado es diferente: Hitler y Mussolini, carentes de una idea política fundamental, sin escuela ni dogma, prontos a introducir cualquier forma de la sociedad que mantenga su poder. Stalin, el único heredero entre ellos, realizando formas que ha recibido de manos de otros y que nunca puede suprimir. Aquellos dos, por lo tanto, más aventureros y jugadores que Stalin.

Si se comparan los tres caracteres, se verá que los tres hombres están ligados por tres sentimientos profundamente arraigados: mínima capacidad de amor, gran capacidad de odio y un predominante sentimiento de sí mismos. Otras condiciones les separan en grupos distintos, a saber:

Stalin y Hitler están unidos por sentimientos predominantes de venganza, que aparecen más débiles en Mussolini, así como por la falta de ilustración.

Stalin y Mussolini están unidos por el coraje, la paciencia, el realismo, la normalidad sexual, el desprecio del dinero. Estas cinco condiciones son ajenas a Hitler.

Hitler y Mussolini están unidos por la vanidad, la falta de humorismo, la superstición, el desprecio de la multitud y el desprecio de la idea que fingen servir. Estas cinco condiciones son ajenas a Stalin.

Resulta de ello que, de los tres, el único convencido es Stalin, el único con personalidad Mussolini, y el único loco Hitler.

A base de estos caracteres y de la situación interna de sus países pueden deducirse consecuencias relativas al porvenir. Dejando aparte la eventualidad de atentados y enfermedades, con que no se puede contar, puede conjeturarse que al final de la guerra Stalin permanecerá todavía en el poder, Mussolini sólo en el caso de continuar neutral, y Hitler, en ningún caso.

De manera análoga pueden trazarse sus posiciones en el mundo que venga. El hombre que ha transformado a Rusia tiene ciertamente su puesto en la historia. Es una cosa llena de significación el haber despertado un país gigantesco, medio dormido, para continuar luego transformándolo en un país de alto desarrollo técnico. Pero un hombre que agranda su país sin fundar una nueva idea o cultura, sólo puede alcanzar la fama y la perpetuidad si es una gran personalidad. Una Victoria que alcanzase Hitler no podría mantenerse para los alemanes más allá de un decenio, y una victoria de Mussolini para los italianos, más allá de tres años. Por el contrario, la derrota de los dictadores significaría para sus propios pueblos la salvación.

Pues la guerra tiene que concluir con el restablecimiento de la libertad personal en el interior, y con la unidad de Europa en el exterior. Se apartará el mundo con hartazgo de todos los tribunos populares que han fundado su poder en el estrépito y los desfiles, la fotografía y la radio. Se rechazará como cosa de mal gusto el reclamo en la vida del Estado que ha envilecido la política. Los tres dictadores que han quitado la libertad y la vida a millones de seres para afirmar el sentimiento de sí mismos, serán olvidados tan rápidamente como Napoleón III, quien durante veinte años ha sido más poderoso que ellos y del que no ha quedado nada, mientras que, en cambio, han quedado de su tiempo Hugo y Offenbach. Cuando los nombres de Hitler, Mussolini y Stalin hayan sido olvidados fuera de sus países, seguirá hablando la historia de Zeppelin, de Marconi y de Gorki. Recaerán, después de la guerra, el poder y el influjo otra vez en el hombre de Estado que sea menos actor y más técnico, menos orador y más especialista. El aire de circo y de cine en que respiran los dictadores de nuestros días será sustituido por un cuarto de trabajo bien ventilado, donde se negocie en lugar de amenazar, y donde en lugar de tronar se arriesgue incluso la sonrisa.

I
UN HISTÉRICO
CREADOR DE HISTORIA
1

Entre todos los hombres célebres del presente no hay ninguno de aspecto tan insignificante como Adolfo Hitler. Roosevelt representa el mejor tipo del americano; nadie le tomaría por un francés, nadie le confundiría con un médico o un clérigo. Mussolini, con su cabeza de César romano, representa, tan pronto como hace su aparición, al dictador latino. La señorial cabeza de Edison delata en cada rasgo, a un tiempo, su nación y su espíritu. Churchill tiene toda la apariencia del hombre de Estado inglés. Incluso Stalin tiene una expresión muy personal.

Hitler, ni parece alemán ni un hombre de Estado, y ni lo más mínimo puede pasar por representante de la raza que ha divinizado. El más destacado higienista etnólogo de Alemania, Max von Gruber, profesor de la Universidad de Múnich, gran nacionalista, declaró como testigo ante los Tribunales en 1923: «Por primera vez vi entonces de cerca a Hitler. Rostro y cabeza de mala raza, mestizo, bajo, frente huidiza, nariz fea, pómulos anchos, ojos pequeños, pelo oscuro. Expresión del rostro, no de una persona que tiene pleno dominio de sí mismo, sino de un convulso demencial. Y en fin, la expresión de un satisfecho sentimiento de sí mismo».

Todo lo que su imagen, sus costumbres, su estilo, nos denuncian sería por completo trivial si no estuviera movido por este convulso demencial que puso de relieve el sabio, única cosa que explica sus éxitos.

Un hombre patológico que, como es frecuente en la Historia, se ha empinado hacia un sentimiento de sí mismo mediante la exageración enfermiza de ciertos motivos, y que de él saca sus resoluciones y actos. Con este temperamento cálido, con esta proclividad a las locas empresas, se distingue por completo de Mussolini, que es frío y cínico. La vinculación, con frecuencia investigada, de genio y locura se hace clara en los momentos más fuertes de la vida de Adolfo Hitler. Le hace inimputable, y si después de una gran catástrofe hubiera de comparecer como acusado ante una Corte mundial de Justicia, se haría cuestionable si psiquiatras serios podrían declararle responsable. De aquí se deduce cuán poco significa un tratado con él o una promesa suya.

De su juventud pueden ya desprenderse los elementos capitales de su carácter inquieto y saltarín. Está lleno por el deseo apasionado de saltar sobre un mal punto de apoyo. No puede advertirse en él ni la voluntad de dicha tranquila. Ninguna especie de amor a nadie, padres, hermanas, mujeres, sino, por el contrario, odio apasionado contra todo lo que en el mundo es más valioso que él. Ya su padre malgastó toda su vida queriendo hacer olvidar su honrosa artesanía de zapatero y su condición de hijo habido fuera de matrimonio, y convertirse en un empleado con uniforme y gorra, con título y pensión. Se esforzó hasta su muerte —pequeño empleado aduanero bohemio— por representar algo en su pequeña ciudad, valer, ser alguien; incluso hizo desaparecer el nombre de su madre —se llamaba Schicklgruber—, y adoptó el nombre de su suegra. También sus tres matrimonios estuvieron impregnados del mismo deseo de poder ingresar en una mejor sociedad, tomando la primera vez como esposa a una muchacha de catorce años, y la tercera vez a una de veintitrés, que fue luego la madre de Hitler.

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