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Emile Mireàux - La vida cotidiana en tiempos de Homero

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Emile Mireàux La vida cotidiana en tiempos de Homero
  • Libro:
    La vida cotidiana en tiempos de Homero
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1962
  • Índice:
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La vida cotidiana en tiempos de Homero: resumen, descripción y anotación

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Capítulo primero
EL CUADRO DE LA VIDA
EL UNIVERSO HOMÉRICO

ES UN LUGAR común decir que desde hace cuatro siglos nuestra visión del mundo se ha modificado prodigiosamente. Se han ensanchado hasta las dimensiones de lo infinito. Tengamos claramente conciencia de ello o no, nuestra vida cotidiana ha recibido de esta revelación prodigiosa una coloración nueva. Cada vez que abrimos los ojos sobre el espectáculo de las cosas, el grito angustiado de Pascal ante el silencio eterno de los espacios infinitos despierta en nuestros corazones un eco doloroso, al cual aun las conciencias más humildes no pueden hoy permanecer sordas

Ese mundo desmedido nos lo representamos al mismo tiempo como milagrosamente ordenado, sometido en su estructura material a las normas de la razón y reglado por el juego de un mecanismo implacable. Hasta cuando en ciertos dominios, los del infinitamente pequeño, por ejemplo, el rigor de ese ordenamiento parece atenuarse y dejar un lugar a lo indeterminado, la indeterminación queda sujeta a los cálculos de la matemática, que consigue definir sus efectos medios por el juego de la ley de probabilidades.

¡Cuán distinto de este espectáculo grandioso y racional era el que los de la edad homérica creían contemplar!

PEQUEÑEZ DEL MUNDO HOMÉRICO

El universo homérico nos parece minúsculo. Homero se representa la tierra como un disco de unos dos mil kilómetros de radio y de alrededor de doce millones y medio de kilómetros cuadrados de superficie, poco más o menos veintitrés veces la superficie de Francia.

Grecia se halla colocada, naturalmente, en el centro de ese disco, tanto que el santuario de Delfos, considerado como el centro de Grecia, será llamado más tarde el “ombligo de la tierra”. Los límites de la meseta terrestre pasan aproximadamente por los bordes del Atlántico, el mar Báltico, el mar Caspio, las riberas septentrionales del océano Indico y las fronteras meridionales de la Nubia.

El disco de la tierra está rodeado por un vasto río, de poderosa corriente, frontera del mundo. Más allá, en sus bordes exteriores, se abren los accesos al Erebo, al mundo de las tinieblas, al reino subterráneo de los difuntos sobre los que reinan Hades y Perséfone. Es el dominio de los cimerios, o quizá sin duda de los chimerios, de los hibernantes perpetuos, donde atraca Ulises luego de haber cruzado el Océano, cuando su visita al país de los muertos, en el undécimo canto de la Odisea.

Homero nos da una descripción siniestra:

Ahí se sitúan pueblo y ciudad de los cimerios,

Oculto en la bruma y las nubes, y hacia el cual jamás

Helios luminoso apunta sus rayos,

Ni cuando va subiendo hacia el cielo estrellado,

Ni cuando vuelve del cielo hacia la tierra.

Una noche perniciosa envuelve a esos miserables.

Si interpretamos bien ese texto, significa que Homero y la gente de su tiempo se representan el sol como un disco cuya faz luminosa mira hacia el centro de la tierra, en tanto que su lado oscuro permanece vuelto hacia el más allá del mundo. Cuando al Este sale en el océano, o en él se hunde de tarde en el Occidente, deja en la oscuridad las riberas exteriores del gran río circunterrestre. En su carrera diurna en la zona más alta del cielo, alumbra a los hombres y a los dioses, al menos a los dioses celestes. Fuera de la esfera en que traza su camino se extiende el dominio de la noche eterna.

Ese océano, que Homero considera como el padre de los dioses, es el origen de todas las aguas. De sus desbordamientos nacen “todos los ríos, todo el mar, todas las fuentes y los pozos profundos”. Es un ser divino, el esposo de Tetis, a la que, por lo demás, se niega desde hace tiempo a recibir en su lecho. Es sobre todo una fuerza natural esencial, un elemento primitivo del mundo.

El disco terrestre delimitado por éste se divide en tres zonas.

Hacia el noroeste, de donde baja el bóreo, el viento de las tempestades invernales, se extiende el dominio del invierno, sobre el cual el sol nunca envía sino rayos oblicuos. El polo homérico de la sombra y del frío se sitúa así sobre las orillas meridionales de nuestro mar del Norte, lejanía misteriosa para los contemporáneos de Homero, que no se la representan en modo alguno como una tierra de espanto. Sus descendientes, que habrán sabido, al menos de oídas, la existencia de los largos días estivales de los países nórdicos, hasta se lo figurarán gustosos como un refugio de la luz habitado por el pueblo dichoso y justo de los hiperbóreos. Esta visión no es homérica. El autor de la Ilíada, sin embargo, ya ve las llanuras septentrionales, entrevistas pollos navegantes que han efectuado el periplo del mar Negro, recorridas por pueblos sencillos y felices. Éstos son los hipomolgos, que se alimentan con la leche de sus yeguas, primer seudónimo poético de los escitas nómadas, y los abios, que son también, como sus herederos hiperbóreos, los más justos de los hombres.

En el lado opuesto, en dirección del sudeste, allende las tierras egipcias, conocidas en esa época por los comerciantes y piratas de la Hélade arrastrados por los vientos etesios, se colocan las tierras abrasadas de Nubia, patria de los etíopes “impecables”. Esos etíopes, esas “caras quemadas” por el sol que apunta sobre ellos rayos casi verticales, habitan, según la Odisea, la extremidad de la tierra. Allá van regularmente a visitarlos los dioses, atraídos por los copiosos banquetes que les ofrece su exacta piedad. Más lejos que ellos, sin embargo, según la Ilíada, en el extremo sur y sobre las riberas mismas del océano, reside también el pueblo de los pigmeos, enanos que cada invierno van a combatir las grullas migradoras expulsadas del norte por la mala estación.

Entre esas dos zonas extremas y antitéticas se extiende de este a oeste la zona mediterránea, de templadas estaciones pero cambiantes, según los cambios regulares de la carrera del sol en el cielo.

Una vez más, Grecia se halla colocada exactamente en el corazón de ese microcosmo.

En el sentido vertical, las dimensiones del mundo son del mismo orden de magnitud que las del disco terrestre.

En la parte superior se halla Urano, la bóveda de bronce del cielo en la que se destacan las estrellas, y que hacía arriba limita el dominio recorrido por el sol y todos los astros. Es la región del éter, separada de la tierra por la capa de aire, de atmósfera nubosa en cuyo límite evolucionan generalmente los dioses celestes, a quienes a veces les gusta sentarse aparté sobre las cimas de las altas montañas para contemplar el espectáculo del mundo. También en esa frontera tienen sus moradas, que Homero localiza en la cima del Olimpo.

En la parte inferior está el Tártaro, por sobre el cual se hallan las raíces de la tierra y del mar. Región de tinieblas y de vapores espesos, prisión de los Titanes vencidos, rodeada de una muralla de bronce y cerrada por puertas que fabricó Poseidón. Según la Teogonía de Hesíodo, el Tártaro es un inmenso abismo, cuya extremidad sólo podría alcanzarse luego dé caminar sin tregua durante un año entero en medio dé tempestades y torbellinos. Es ahí donde, según la Ilíada en una de sus partes en verdad más reciente, Zeus amenaza con precipitar a las divinidades que infringieran sus voluntades.

Entre esas dos capas extremas, las del éter límpido y del Tártaro atascado de vapores, se halla el dominio medio de las divinidades celestes o subterráneas, de los hombres y de los animales, de los vivos y de los muertos. La superficie de la tierra y de las aguas lo divide en dos mitades iguales: por un lado, la de las montañas y el aire, recorrida por las nubes y los vientos; por el otro, la de las profundidades del mar y de la tierra, donde se halla el Hades, poblado por los muertos, que en él prosiguen su vida vegetativa. Hesíodo ha querido dar una idea del espesor de esa capa intermedia en la cual se desarrolla el drama humano y divino. Un yunque de acero, escribe, precipitado del cielo, caería durante nueve días y nueve noches para no alcanzar la tierra sino a la décima aurora. Cayendo de la tierra, aún bajaría nueve días y nueve noches antes de entrar en el Tártaro.

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