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Émile Zola - El naturalismo

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Émile Zola El naturalismo
  • Libro:
    El naturalismo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1880
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Título original: Le naturalisme

Émile Zola, 1880

Selección, introducción y notas: Laureano Bonet

Traducción: Jaume Fuster

Editor digital: IbnKhaldun

ePub base r1.2

Introducción por LAUREANO BONET La estética naturalista cuya interpretación - photo 1

Introducción

por

LAUREANO BONET

La estética naturalista —cuya interpretación crítica y creativa tan mala fortuna tuvo, salvo algún caso solitario, en las diversas literaturas hispánicas de los últimos decenios del pasado siglo— continúa estando hoy ensombrecida con un sinfín de confusiones. En efecto: ante nosotros se levantan palabras con doble sentido, ideogramas pretendidamente aclaratorios, lugares comunes, etc., que una y otra vez afloran en la mayoría de los manuales como si se tratase de un gigantesco coágulo que entorpeciera nuestra visión de un movimiento literario que, en su momento, fue delimitado con rigor casi matemático por Émile Zola —su teórico más importante— en diversos ensayos, manifiestos y artículos polémicos.

En su hábil prólogo a La cuestión palpitante (1883), de Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas planteó de modo ante todo «didáctico» la existencia del naturalismo a partir, precisamente, de lo que no era dicho movimiento estético, dado que las interpretaciones hostiles o favorables existentes entre nosotros apenas guardaban algún punto de contacto con el programa teórico dibujado por Émile Zola en diversos documentos periodísticos y cuya máxima virtud —repito— era su cristalina claridad. Escribe así, por ejemplo, Clarín: «No es lo peor que el naturalismo no sea como sus enemigos se lo figuran, sino que se parezca muy poco a la idea que de él tienen muchos de sus partidarios».

Lo irónico del caso —tal como el lector puede adivinar— radica en el hecho de que esta actitud del autor de La Regenta continúa siendo válida en 1972, aunque ahora lógicamente sea a modo de un simple debate académico dado que el naturalismo ya no es, ni por asomo, la «cuestión palpitante» de casi cien años atrás e incluso la sensibilidad de la hora presente, con su culto a la imaginación como herramienta de trabajo por parte del escritor, se halle en los antípodas de una escritura montada sobre un realismo pretendidamente cientificista y sociológico. No obstante, permanecen flotando en nuestro horizonte cultural diversos tópicos sobre esta modalidad o técnica narrativa. De ahí que la ya lejana actitud de «purga mental» llevada a cabo por Leopoldo Alas mediante sucesivos —y cada vez más perfilados— círculos concéntricos de orden negativo sobre diversas interpretaciones tópicas del naturalismo sea hoy tan válida, estéticamente hablando, como en 1882.

Incluso, como luego veremos, estos confusos desdoblamientos de significados que el término naturalismo entraña para el lector de 1972 tuvieron ya sus raíces disolventes en el propio desarrollo —tan laborioso— de esta corriente literaria. Me refiero, sobre todo, a la imposibilidad que casi siempre se dio entre el naturalismo entendido como corpus teórico y su desarrollo como praxis creativa en el terreno fáctico de la novela. Un crítico por lo general tan perspicaz como la propia Emilia Pardo Bazán se percataría de ello al sugerir cómo el Zola moralizador y didáctico que aparece con significativa frecuencia a lo largo de los Rougon-Macquart contradice al Zola teórico de Le roman expérimental. Escribe efectivamente la novelista gallega: «El simbolismo de Zola es más utilitario y docente que artístico; y, en efecto, ese escritor, a quien se ha llamado cerdo, fue un porfiado moralista, un satírico melancólico, pecando en esto también contra los mandamientos del naturalismo, que no se cuida de enseñar ni de corregir. Si supusiésemos el novelista experimental soñado por Zola, uno que experimenta sobre el alma humana como el químico o el fisiólogo en su laboratorio sobre la materia, lo primero que le atribuiremos es la indiferencia moral del sabio, el cual ciertamente no pretende desarraigar las viciosas inclinaciones de una sal de cobre, ni modificar la censurable conducta de un conejo de Indias. La pasión de moralista, tan dominante en Zola, es inconciliable con sus teorías estéticas».

Y para citar a un ejemplo más cercano al propio Zola, Ferdinand Brunetière, el famoso crítico de La Revue de Deux Mondes, indica —sin duda de manera un tanto desabrida— que es inútil que nuestro autor «se proclame réaliste où naturaliste» porque «comme romancier, sinon comme critique, il n’a jamais rien de commun avec les doctrines qu’il professe».

Esta contradicción, efectivamente; surge de modo imprevisto en la propia obra narrativa de Émile Zola puesto que en ella anida un curiosísimo fenómeno que podríamos expresar del siguiente modo: La imposibilidad por parte del escritor de cumplir fielmente con los diversos preceptos estéticos que se impuso en un principio. Hecho, por cierto, muy común en el terreno de la literatura y el arte. Y por otra parte habría que destacar la rara coincidencia de estos momentos de libertad o espontaneidad creadora (momentos a veces involuntarios), rotas ya las ligaduras preceptivas, con los más altos niveles de calidad que alcanza la ficción zolesca. Cuando, en efecto, el sistema teórico que Zola se impone a sí mismo no logra inmovilizar la fuerza expansiva del propio material literario —la palabra en plena efervescencia vence de este modo al concepto establecido de antemano— nos encontramos, por lo general, con los momentos más logrados, repito, de la amplia obra del novelista francés.

Si este fenómeno —típico en el proceso gestador del texto literario— tan buenos resultados dio en el repertorio narrativo de Zola, dañó, por el contrario, la identidad del naturalismo entendido como escuela o, mejor, como movimiento literario (tal como el novelista de Médan gustaba escribir). De ahí surgen la mayoría de los males que los diversos autores naturalistas no pudieron contener, al lado de las confusas ambigüedades —como lógica secuela— que dicha tendencia literaria sufrió ya desde un principio y arrastraría a lo largo de los años. En efecto, ante el fenómeno naturalista coexisten dos imágenes, dos concepciones literarias, que se pretende emparejar entre sí. Por una parte tenemos el naturalismo químicamente puro, casi una abstracción (dibujado teóricamente por Émile Zola) que entrañaría un fuerte doctrinarismo estético, para algunos incluso un engorroso dogmatismo que muy bien puede atentar contra la propia calidad de la obra artística. Un autor tan poco sospechoso de simpatías idealistas como Clarín alude por ejemplo a la ideología positivista y fisiológica que subyace en Le roman expérimental —el documento teórico más importante del movimiento naturalista— como «esta exageración sistemática de Zola».

Y, por otra parte, surge frente a ese purismo propugnado por el autor de Germinal un naturalismo más flexible, no tan dogmático —defendido entre nosotros por Narcís Oller, Josep Yxart, Rafael Altamira, U. González Serrano, Galdós y Emilia Pardo Bazán—, menos zolesco, en suma, que se acercaría peligrosamente al realismo clásico, hasta confundirse con él en algunos momentos. Hecho significativo: este naturalismo heterodoxo es el único modo de novelar que acepta un escritor como Juan Valera, tan alejado de la ley de la verosimilitud, ley esencial para entender la narrativa del pasado siglo. Así, pongo por caso, el autor de Pepita Jiménez aceptaría un naturalismo sensato en una carta dirigida a Narcís Oller, con motivo de la salida a la luz pública de la versión castellana de La papallona. Escribe Valera lo siguiente, por ejemplo: «Todas las obritas que contiene el tomo me parecen preciosas, aunque reconozco que con la traducción, por esmerada que sea, deben de perder no poco. Hallo que en el buen sentido y como yo gusto del naturalismo, es Ud. naturalista. ¿Quién, en dicho sentido, no lo es, en teoría? El que no lo es, en la práctica, es porque no puede; o bien por falta de ojos para ver, o bien por falta de corazón para hacer suyo lo que ha visto y por falta de lengua para expresarlo con claridad y limpieza. Usted tiene ojos, corazón y lengua, y es escritor legítimo y no de pega. Escriba Ud., pues, cuanto se le antoje, dejándose ir, y todo será original y bueno. Este consejo, digno de Pero Grullo, es, en mi sentir, el resumen de toda la Ley y de todos los Profetas, en este negocio de la escritura».

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