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Emilio Gutiérrez Caba - El tiempo heredado

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Emilio Gutiérrez Caba El tiempo heredado

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EL ESTRENO I

S on las seis y media de la tarde de un jueves de noviembre. Ya estamos en el siglo XXI. No importa el año. Faltan dos horas exactas para que estrene una nueva obra de teatro. He contado las que llevo representadas. La base de datos del ordenador es implacable.

Voy a entrar en el teatro, que ahora es un lugar silencioso y está casi a oscuras. Parece el sitio dedicado a un ritual religioso. Me asomo al escenario. Huele a pintura fresca, a madera recién barnizada. El telón está alzado y la sala de butacas apenas se adivina en la penumbra. Antes de las representaciones, me gusta pisar siempre el escenario y recorrer con la vista la silueta de las butacas que se extiende a pocos metros de mí.

El día de un estreno es diferente. Cualquier otro dejas volar los pensamientos mientras abarcas con la vista aquel espacio sin pensar en nada, tranquilo y relajado; pero el día del estreno te bullen en la cabeza un sinfín de preguntas. Preguntas sin respuesta, la mayoría de las veces; preguntas absurdas, como por ejemplo: «¿Qué hago yo aquí?», «¿Quién me mandó meterme en este lío del teatro?», «Me parece que hoy volveré a equivocarme en la misma frase de ayer en el ensayo general», «Estoy cansado, debería haberme echado la siesta», «Me empiezan a pesar los años», «Lo de memorizar el texto lo llevo cada día peor».

Mientras esas preguntas se repiten en cortos intervalos de tiempo en mi cabeza, he ido a sentarme en una pequeña butaca tapizada de azul oscuro que forma parte del mobiliario de la obra. Desde el día en que la trajeron me gustó aquella butaca. Silencio. Algún crujido. Poco más. Nunca se sabe si lo que vas a estrenar gustará o no al «respetable». ¡Qué manera tan absurda de calificar al público! Hoy en día, que las botellas de plástico invaden las plateas, que los envoltorios crujientes de los caramelos han sido sustituidos por las luminosas pantallas de los teléfonos móviles, que las toses siguen formando parte del sonido ambiente de cualquier espectáculo teatral, sea drama, comedia, monólogo o diálogo, no percibo que el público entienda en profundidad qué es esto del teatro. Esto de hacer teatro. Siempre he pensado que, en el fondo, los espectadores no son conscientes de lo que somos, de lo que hacemos. Creo que deberíamos explicarles mejor esos aspectos tan importantes, porque el público forma una parte fundamental del teatro mismo.

En la primavera de 1970, mi hermana Julia, mi cuñado Manuel Collado y yo estrenamos una obra original de Terence Rattigan en el teatro Club de Madrid; se titulaba Olivia y era una pieza que George Bernard Shaw hubiera calificado de «amable». Una comedia británica ligera, bien escrita y poco más. Sin trascendencia alguna. Mi cuñado, Manolo Collado Álvarez, que era, además de primer actor, empresario y director de la pieza, la había montado basándose en el posible atractivo que para el público podía significar vernos por primera vez juntos en un escenario a mi hermana Julia y a mí. Iba a ser una corta temporada de dos meses (en aquellos lejanos tiempos, dos meses de temporada era un periodo muy corto para la exhibición de un espectáculo teatral en Madrid, algo muy distinto, por desgracia, a lo que ahora ocurre).

El día del estreno era el Sábado de Gloria. Acabado el ensayo general del viernes, sobre las once de la noche, regresé a mi casa bastante inquieto. En realidad, no había una causa concreta para estarlo, pero la responsabilidad de estrenar en Madrid junto a mi hermana pesaba bastante en mi ánimo. El caso es que, mientras me tomaba un whisky y me fumaba un cigarrillo, no paraba de darle vueltas a la cabeza. Notaba que mi inquietud iba en aumento.

De pronto, tuve la idea de subirme a mi coche, un humilde Seat 850, y huir, marcharme de Madrid, abandonar la profesión, alcanzar por la mañana la frontera francesa y perderme en Europa, quizás en la misma Francia, quizás en Italia… Me iría sin una sola maleta, una bolsa de mano con lo estrictamente necesario y nada más. Bajé a la calle. Me monté en el vehículo y poco después, muy poco después, enfilaba la carretera de Burgos. El tráfico en aquellos años y a aquella hora era escasísimo, de manera que me fui alejando de Madrid a bastante velocidad. Mi mente estaba en blanco, me sentía libre, carente de preocupaciones. Fumaba un cigarrillo tras otro.

Al llegar a El Molar paré a repostar. Mientras un hombre con boina negra, mono azul y alpargatas de color indefinible sostenía la manguera del combustible llenando el depósito, miré el cielo despejado: olía a primavera, a campo. Pagué al buen hombre y arranqué enfilando, de nuevo, la carretera hacia Burgos; unos kilómetros más allá, de pronto, me acordé de cuando era niño, de la playa de la Concha en San Sebastián, de lo mucho que me gustaba aquella ciudad, rodeada de mar por todas partes, expuesta a las galernas y a la bravura del Cantábrico; recordé los bocadillos de jamón de Casa Alcalde, en lo Viejo, junto al pequeño puerto pesquero; recordé a mi madre, a mis hermanas jóvenes, llenas de vida; recordé los hermosos momentos que había vivido en aquella ciudad de mi infancia, y aquellos recuerdos hicieron que empezara a serenarme, que aceptase que para vivir hay que vestirse de cierta responsabilidad, no ya con los demás, sino con uno mismo, de manera que desistí de mi huida hacia Francia, hacia Europa, y olvidé aquella decisión absurda tomando el primer cambio para regresar a Madrid. Volví a mi casa y a la sensatez.

Al día siguiente no ocurrió nada anormal y el estreno fue un éxito. Es la primera vez que escribo sobre aquello. Tal vez aquel día, no lo recuerdo bien, también me asaltó el pensamiento absurdo de por qué me había dedicado a esto y no a otra profesión. ¿Por qué no había estudiado más y mejor Historia, que era lo que me había apasionado siempre, en vez de arriesgarme a mostrarme ante un público que era notario de éxitos y fracasos, de mi envejecimiento, de mi manera de vestir, de mis actitudes, de mi carácter, de mis opiniones?

Aquella «espantada» que protagonicé en 1970 no es, ni mucho menos, un hecho aislado en la reciente historia del teatro español. Algunas actrices y actores me han comentado su deseo irrefrenable de huir la noche antes de un estreno, aunque es bien cierto que nadie lo puso en práctica, salvo una persona, que yo sepa. Era el protagonista de una obra de Calderón de la Barca que iba a estrenarse en el teatro Rojas de Toledo y que envió, el mismo día del estreno, un telegrama pidiendo perdón a sus compañeros y comunicándoles que después del ensayo general del día anterior había tomado un tren y se había marchado a su ciudad de origen, donde vivían los suyos, porque había decidido abandonar la profesión y reintegrarse al negocio familiar. Durante aquel ensayo se había dado cuenta del terror que sentía pensando que al día siguiente aquel patio de butacas, vacío entonces, estaría lleno de gente que le miraría, y que él se consideraba un actor pésimo.

Hay un silencio denso en la sala apenas iluminada. La sensación de silencio en un espacio vivo como es el escenario inquieta mucho. Miro el reloj: dentro de un rato este mismo lugar se poblará de ruidos. Cuatro horas después volverá el silencio como si nada hubiera ocurrido. «Un relámpago entre dos oscuridades». Vicente Aleixandre. Me encanta este escritor desde que leí su poema «El último amor». También se lo oí recitar a José María Rodero en un disco que grabó con mi hermana Irene: Poesía de amor. Ese poema es un símil estremecedor, exacto, de lo que es la vida. Esta desazón que siento habrá pasado dentro de unas horas y estaré cenando mientras todo a mi alrededor seguirá su curso temporal porque nada importante habrá ocurrido en el mundo como para variar el rumbo de mi vida.

Abandono el escenario y, por un pasillo, me dirijo a mi camerino. Está limpio y ordenado. Al encender la luz, esta permite distinguir los diversos y absurdos objetos que he ido reuniendo a lo largo de años de estrenos, regalos de amigos y seguidores que despliego en el tocador de cada teatro en el que actúo: unas brujitas diminutas, un canguro y una foca que saltan al darles cuerda; dos casitas de cartón, unas ranas de trapo, tres búhos de cerámica, una postal retrato de Albert Camus, otra de El principito… Es un ritual desplegar los objetos en cada camerino de los teatros donde voy a actuar y recogerlos luego para reunirlos desordenadamente en una bolsa azul al acabar la temporada o la única representación. Son un referente. El primero que tuve fue una foca de peluche con su cría: me lo regaló una buena amiga de la Costa Brava, Berta Negra. También hay en el tocador botellines de agua mineral. Dos botellines de plástico.

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