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Juan De Haro - Secreto heredado

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Juan De Haro Secreto heredado

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SECRETO HEREDADO

Juan De Haro

Diseño de portada: Juan de Haro Jiménez

© 2015, Juan De Haro

1º Edición

Impreso en España

ISBN-13: 978-1522709527

ISBN-10: 1522709525

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Dedicado a mis lectoras y lectores por aguantarme, en especial a Rebeca Martínez.

Lo que no te mata, te hace

más fuerte.

Friedrich Nietzsche

Agradecimientos:

A mi madre, por su paciencia casi divina. Y a Mariela Saravia, cuya ayuda en la corrección del texto ha sido de gran valor. En todo caso, si se encuentra algún fallo en la obra yo soy el máximo responsable.

Índice de capítulos

Capítulo 1.

Las sombras se alargaron cuando el sol de Florida se ocultó tras un conjunto de nubes de algodón. El momento duró sólo un segundo pero fue suficiente como para cambiar la vida de Rebecca Jones para siempre. De hecho ella misma advirtió el natural hecho como un oscuro presagio y no pudo eludir su repentina necedad de mirar hacia el cielo. Una formación de aves cruzaba el cielo de mayo con la determinación que infunde la naturaleza a sus criaturas.

Se dijo que todo parecía normal y que aquel antojo negativo se debía exclusivamente a su nerviosismo por los resultados de los exámenes finales. El hecho de tener que esperar una semana para saber si por fin podría decirle a sus padres que había dejado de ser una aficionada a la fotografía para ser una profesional, la consumía. Aspiró con anhelo dicho momento como si de ese modo pudiera acelerarlo.

─Será mejor calmarse ─susurró.

Entonces observó un cisne que se desplazaba por el lago del parque y se detenía frente a un enorme olmo. La perspectiva era la adecuada, la iluminación increíble; el sol había emergido en el instante preciso para derramar su luz oblicuamente, logrando que los rayos estallaran sobre la copas del resto de árboles de alrededor, abriéndose en cientos de filamentos centelleantes.

Rebecca Jones aprovechó aquel irrepetible momento y apuntó el objetivo de su cámara Nikon Fm2 en dirección al retrato natural. Inmortalizó aquella imagen perfecta.

Sonrió mientras unos niños situados a escasos metros lanzaban un palo a un perro, que inició su carrera con la lengua fuera y los ojos bien abiertos. Las risas animosas llenaron el parque con el inicio de aquel sábado tres de mayo. Los ancianos que ocupaban el banco próximo a Rebecca contemplaban cómo dos adolescentes sobre bicicletas rosas se detenían delante del puesto de los perritos calientes. Las chicas engulleron sus calientes adquisiciones como recién regresadas de una guerra.

Rebecca se alejó caminando por el sendero que serpenteaba entre fresnos, al tiempo que la cámara golpeaba sobre su pecho al ritmo de su paso. Las risas y el griterío quedaron amortiguadas por la distancia. Se adentró por un tramo cubierto de espeso follaje, que se entrelazaba por encima de su cabeza formando un túnel por cuyos resquicios penetraban jirones de sol. Emergió a la zona norte del parque donde los árboles se distanciaban unos de otros en un claro verde. A la derecha del sendero, las mesas de madera estaban ocupadas por familias que masticaban sin descanso los alimentos que había traído consigo para olvidar las penurias de la semana. El sonido de fuentes de agua llegó hasta Rebecca, y todo se configuraba como una explosión de nuevas experiencias para una chica criada en Nueva York, cuyo cielo encapotado y estériles rascacielos no dejaban lugar para los parajes por los que caminaba ahora.

Su falda con vuelo se agitaba ante la brisa que discurría y en más de una ocasión tuvo que retenerla para no revelar su ropa interior.

En cuanto tuvo una nueva oportunidad, realizó más fotografías de las que sólo las de mayor calidad serían seleccionadas para su álbum personal, el cual confeccionaba desde niña, momento en que despertó su necesidad por ser fotógrafa profesional. En ocasiones, cuando aún no levantaba un palmo del suelo, se llevaba ambas manos a los ojos como si sostuviera una cámara imaginaria y comenzaba a lanzar flashes inexistentes a toda velocidad al tiempo que su rostro pintaba una sonrisa de felicidad. Entonces recordó cómo su madre la aupaba para acercarse más a los objetos que quedaban lejos de su estatura; Rebecca le explicaba que su cámara imaginaria no tenía zoom y era ella misma quien debía acercarse, claro que aquello quedó solucionado pronto, cuando su madre decidió que era hora de que sostuviera entre sus dedos regordetes una cámara real. Su padre... bueno, su padre siempre había preferido tomar una copa tras otra, y prestar sólo atención a cómo se iba vaciando la botella. Por entonces todos notaban cuando una botella se vaciaba.

Rebeca reprimió una oleada de viejos recuerdos. Sin duda no era el momento para abrir heridas. Sobre todo rodeada de aquel verde que la cobijaba como un manto de calma y regocijo.

Sin perder ni un ápice de alegría, tomó una instantánea de un niño regordete que lamía un helado parcialmente deshecho; un reguero rosa se deslizaba por la comisura de sus labios. El porqué Rebecca había tomado la decisión de capturar al niño para la eternidad, se debía a la enorme sonrisa de satisfacción con la que disfrutaba del helado. Era amante de las sonrisas inofensivas de los pequeños.

Entremezcló una sonora carcajada de júbilo con la brisa que corría por el parque. El observar a tantas personas ingiriendo alimento, despertó en ella un apetito que pronto se volvería insostenible. Así pues se encaminó a la salida del parque.

Por aquella mañana se daba por satisfecha con su trabajo. Cuando regresara a Nueva York revelaría la película de 35mm.

Al salir del parque y caminar por un paseo enlosado en mosaico, se palpó los bolsillos en busca del telefónico móvil. Se apoderó de ella una sensación de irritabilidad. Nuevamente lo había dejado encima de la mesa del hotel. Pese a que era una mujer que valoraba la privacidad, aquella mañana debía haber cogido el teléfono. Sus padres estaban a punto de regresar de Canadá y la llamarían.

A ambos lados del paseo se alzaban palmeras que añadían sus sombras al mosaico. Jóvenes con cuerpos esculpidos se deslizaban sobre patines. El verano se aproximaba a Florida y todos parecían querer aprovechar hasta el último segundo de éste. A intervalos regulares aparecían bancos de mármol, algunos de los cuales estaban ocupados por los primeros turistas que escrutaban todo con los ojos de la novedad. Los rayos del sol se reflejaban sobre los vehículos que circulaban por la avenida. Una familia ataviada con trajes costosos se apeaba de un Mercedes, y uno de los miembros, un niño de apenas cinco años, lloraba de forma lastimera porque por lo visto el cabeza de familia había reusado comprarle un patinete. La madre, quien acudía en auxilio, le repetía que debía esperar unos años. Pero el niño no comprendió y continuó su concierto de lágrimas hasta que numerosas miradas se posaron sobre él.

Rebecca advirtió que la familia ascendía las escaleras del hotel al que ella se dirigía. Las puertas de cristal templado se dividieron cuando ella se acercó. La familia acaudalada, no sólo en dinero sino también en lágrimas, iba detrás de ella, ascendiendo las escaleras de un modo brusco, como una estampida de bisontes.

El botones junto a la puerta del ascensor le dedicó a Rebecca una sonrisa cortés, en la que no reprimió cierto deje de flirteo. Sin embargo Rebecca eludió usar el ascensor y continuó por las escaleras, puesto que su habitación se hallaba en la primera planta.

Sus padres, mejor dicho su padrastro, habían tenido el buen gusto de pagarle una estancia en uno de los mejores hoteles de Miami, Florida, por su notable esfuerzo en terminar sus estudios de fotografía. Y aunque aún no era seguro que obtuviera la titulación, él creía en Rebecca, cosa que no hacía más que aumentar el profundo aprecio que el uno sentía por el otro.

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