Eric Hobsbawm - La era del Capital
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- Libro:La era del Capital
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1975
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La era del Capital: resumen, descripción y anotación
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1. «LA PRIMAVERA DE LOS PUEBLOS»
Lee por favor los periódicas con mucho cuidada; ahora merece la pena leerlos … Esta revolución cambiará la hechura de la tierra —¡como tenía que ser!—. Vive la République!
El poeta GEORG WEERTH a su madre. 11 de marzo de 1848
Verdaderamente, si yo fuera más joven y rico de lo que por desgracia soy, emigraría hoy mismo a América. Y no por cobardía —ya que los tiempos pueden hacerme tan poco daño personal como ellos—, sino por el insuperable disgusto que siento ante la podredumbre moral que —usando la frase de Shakespeare— apesta hasta el alto cielo.
El poeta JOSEPH VON EICHENDORFF a un corresponsal,
1 de agosto de 1849
I
A principios de 1848 el eminente pensador político francés Alexis de Tocqueville se levantó en la Cámara de Diputados para expresar sentimientos que compartían la mayor parte de los europeos: «Estamos durmiendo sobre un volcán … ¿No se dan ustedes cuenta de que la tierra tiembla de nuevo? Sopla un viento revolucionario, y la tempestad se ve ya en el horizonte». Casi al mismo tiempo dos exiliados alemanes, Karl Marx y Friedrich Engels, de treinta y dos y veintiocho años de edad, respectivamente, se hallaban perfilando los principios de la revolución proletaria contra la que Tocqueville advertía a sus colegas. Unas semanas antes la Liga Comunista Alemana había instruido a aquellos dos hombres acerca del contenido del borrador que finalmente se publicó de modo anónimo en Londres el 24 de febrero de 1848 con el título (en alemán) de Manifiesto del Partido Comunista, y que «habría de publicarse en los idiomas inglés, francés, alemán, italiano, flamenco y danés». A las pocas semanas, de hecho en el caso del Manifiesto a las pocas horas, las esperanzas y temores de los profetas parecían estar a punto de convertirse en realidad. La insurrección derrocó a la monarquía francesa, se proclamó la república y dio comienzo la revolución europea.
En la historia del mundo moderno se han dado muchas revoluciones mayores, y desde luego buen número de ellas con mucho más éxito. Sin embargo, ninguna se extendió con tanta rapidez y amplitud, pues ésta se propagó como un incendio a través de fronteras, países e incluso océanos. En Francia, centro natural y detonador de las revoluciones europeas (La era de la revolución, capítulo 6, pp. 126-127) , la república se proclamó el 24 de febrero. El 2 de marzo la revolución había llegado al suroeste de Alemania, el 6 de marzo a Baviera, el 11 de marzo a Berlín, el 13 de marzo a Viena y casi inmediatamente a Hungría, el 18 de marzo a Milán y por tanto a Italia (donde una revuelta independiente se había apoderado ya de Sicilia). En aquel tiempo, el servicio informativo más rápido de que disponía un grande (el de la banca Rothschild) era incapaz de llevar las noticias de París a Viena en menos de cinco días. En cuestión de semanas, no se mantenía en pie ninguno de los gobiernos comprendidos en una zona de Europa ocupada hoy por el todo o parte de diez estados; eso sin contar repercusiones menores en otros países. Por otro lado, la de 1848 fue la primera revolución potencialmente mundial cuya influencia directa puede detectarse en la insurrección de Pernambuco (Brasil) y unos cuantos años después en la remota Colombia. En cierto sentido, constituyó el paradigma de «revolución mundial» con la que a partir de entonces soñaron los rebeldes, y que en momentos raros, como, por ejemplo, en medio de les efectos de las grandes guerras, creían poder reconocer. De hecho, tales estallidos simultáneos de amplitud continental o mundial son extremadamente excepcionales. En Europa, la revolución de 1848 fue la única que afectó tanto a las regiones «desarrolladas» del continente como a las atrasadas. Fue a la vez la revolución más extendida y la de menos éxito. A los seis meses de su brote ya se predecía con seguridad su universal fracaso; a los dieciocho meses habían vuelto al poder todos menos uno de los regímenes derrocados; y la excepción (la República Francesa) se alejaba cuanto podía de la insurrección a la que debía la existencia.
Las revoluciones de 1848, pues, tienen una curiosa relación con el contenido de este libro. Porque debido a su acaecimiento y al temor de su reaparición, la historia europea de los siguientes veinte años habría de ser muy distinta. El año 1848 está muy lejos de ser «el punto final cuando Europa falló en el cambio». Lo que Europa dejó de hacer fue embarcarse en las sendas revolucionarías. Y como no lo hizo, el año de la revolución se sostiene por sí mismo; es una obertura pero no la ópera principal; es la entrada cuyo estilo arquitectónico no le permite a uno esperar el carácter de lo que descubriremos cuando penetremos en este estudio.
II
La revolución triunfó en todo el gran centro del continente europeo, aunque no en su periferia. Aquí debemos incluir a países demasiado alejados o demasiado aislados en su historia como para que les afectara directa o inmediatamente en algún sentido (por ejemplo, la península ibérica, Suecia y Grecia); o demasiado atrasados como para poseer la capa social políticamente explosiva de la zona revolucionaria (por ejemplo. Rusia y el imperio otomano); pero también a los únicos países ya industrializados cuyo juego político ya estaba en movimiento siguiendo normas más bien distintas, Gran Bretaña y Bélgica. Por su parte, la zona revolucionaria, compuesta esencialmente por Francia, la Confederación Alemana, el imperio austríaco que se extendía hasta el sureste de Europa e Italia, era bastante heterogénea, ya que comprendía regiones tan atrasadas y diferentes como Calabria y Transilvania, tan desarrolladas como Renania y Sajonia, tan cultas como Prusia y tan incultas como Sicilia, tan lejanas entre sí como Kiel y Palermo, Perpiñán y Bucarest. La mayoría de estas regiones se hallaban gobernadas por lo que podemos denominar ásperamente como monarcas o príncipes absolutos, pero Francia se había convertido ya en reino constitucional y efectivamente burgués, y la única república significativa del continente, la Confederación Suiza, había iniciado el año de la revolución con una breve guerra civil ocurrida al final de 1847. En número de habitantes, los estados afectados por la revolución oscilaban entre los treinta millones de Francia y los pocos miles que vivían en los principados de opereta de Alemania central; en cuanto a estatus, iban desde los grandes poderes independientes del mundo hasta las provincias o satélites con gobierno extranjero; y en lo que se refiere a estructura, desde la centralizada y uniforme hasta la mezcla indeterminada.
Sobre todo, la historia —en su sentido de estructura social y económica— y la política dividieron la zona revolucionaria en dos partes cuyos extremos parecían tener muy poco en común. Su estructura social difería de modo fundamental, si bien con la excepción de la preponderancia sustancial y casi universal del hombre rural sobre el hombre de la ciudad, de los pueblos sobre las ciudades; un hecho que fácilmente se pasaba por alto, ya que la población urbana y en especial las grandes ciudades destacaban de forma desproporcionada en política. En Occidente los campesinos era legalmente libres y los grandes estados relativamente insignificantes. En muchas de las regiones orientales, en cambio, los labriegos seguían siendo siervos y los nobles terratenientes tenían muy concentrada la posesión de las haciendas (véase el capítulo 10). En Occidente pertenecían a la «clase media» banqueros autóctonos, comerciantes, empresarios capitalistas, aquellos que practicaban las «profesiones liberales» y los funcionarios de rango superior (entre ellos los profesores), si bien algunos de estos individuos se creían miembros de una clase más elevada (haute bourgeoisie) dispuesta a competir con la nobleza hacendada, al menos en los gastos. En Oriente la clase urbana equivalente consistía sobre todo en grupos nacionales que nada tenían que ver con la población autóctona, como, por ejemplo, alemanes y judíos, y en cualquier caso era mucho más pequeña. El verdadero equivalente de la «clase media» era el sector educador y/o de mentalidad negociadora de los hacendados rurales y los nobles de menor categoría, una variedad, asombrosamente numerosa en determinadas. La zona central desde Prusia en el norte hasta la Italia septentrional y central en el sur, que en cierto sentido constituía el corazón del área revolucionaria, de diversas maneras era una combinación de las características de las regiones relativamente «desarrolladas» y atrasadas.
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