Juan Belmonte, matador de toros es una de las mejores biografías escritas en España durante el siglo XX. Su autor, Chaves Nogales, había conocido a Belmonte poco tiempo antes de la publicación del libro y aunque no era aficionado a los toros congeniaron enseguida. La calidad humana del personaje, su espíritu de superación y su talante conciliador, raro en la crispada sociedad española de la época, fueron algunas de las cualidades que atrajeron al autor y que le animaron a escribir una biografía del famoso torero.
En la narración las voces de biógrafo y biografiado se mezclan, sin que se sepa donde empieza a hablar uno y dónde acaba el otro, y fruto de este genial planteamiento los recuerdos de Belmonte se suceden con asombrosa naturalidad: su infancia sevillana, los años de durísimo aprendizaje, el pintoresquismo de los círculos taurinos y literarios, la fama, su rivalidad con Joselito…
Juan Belmonte, matador de toros es el testimonio agudo y fiel de una época, una obra maestra fruto del encuentro entre dos personas extraordinarias: Juan Belmonte, fundador del toreo moderno, y Chaves Nogales, uno de los periodistas españoles más importantes de la primera mitad del siglo XX.
Algunos libros tienen la capacidad de transformarse en algo que no son, de convertirse en algo distinto a lo que pretendían ser. Juan Belmonte, matador de toros es uno de esos libros mutantes, uno de esos textos infrecuentes que se elevan prodigiosamente sobre sí mismos.
Concebido como un «folletín-reportaje», esta epopeya tragicómica se publicó semanalmente como tal folletín en la revista Estampa a partir del mes de junio de 1935 y, a finales de ese mismo año, apareció en formato de libro. Se anunció como «biografía novelada», como «novela de la realidad» y como «novela vivida». Y era todo eso, sin duda: la novela sobre Juan Belmonte que Juan Belmonte no podía escribir y que se encargó de idear —y de inventar como tal novela— su paisano Manuel Chaves Nogales. Gracias a este periodista de talento excepcional, el relato novelado y novelesco de un tramo de la vida de Belmonte adquiere, con el paso del tiempo, la condición fascinante de novela picaresca, desvinculada ya —si así lo queremos— de la biografía del matador de toros sevillano: a un lector de hoy le interesan menos los hechos que cuenta Belmonte como figura del toreo que la dimensión narrativa en abstracto de tales hechos. No es ya, en fin, un libro supeditado a la biografía del ídolo de masas que le sirve de sustento, sino un libro que se cuela de matute en el ámbito de la ficción, un ámbito en el que no cuenta ya el pintoresquismo de lo contado ni su veracidad, esa veracidad que en principio le daba fuerza como anecdotario del héroe y, de paso, como documento sociológico, sino la reverberación y la sugestión puramente literarias, ya digo, que pueden promover estos lances descabellados y tiernos, atroces y conmovedores, que comienzan en la calle Feria y que terminan con el menesteroso ascendido a los círculos de la fama, la riqueza y la gloria.
En la época en que Chaves Nogales lo entrevista para novelarle la vida, Juan Belmonte era una gloria nacional, por así decirlo: alguien que estaba en boca de todos, discutido o admirado. Por aquel entonces, un torero glorioso no era poca cosa, y Belmonte, muerto Joselito, ocupaba desde hacía años el trono de la tauromaquia con el aura de los seres legendarios. Su retirada definitiva de los ruedos se produciría al año siguiente de la publicación del libro de Chaves Nogales, lo que no haría sino acrecentar su condición de leyenda, ya que todo gran torero retirado ingresa en una especie de jerarquía mitológica, y sus hazañas se engrandecen al pasar de boca en boca hasta convertir cualquier detalle banal en acontecimiento, y la anécdota asciende entonces a categoría, y su figura deriva, en fin, hacia lo sobrenatural: algo inexplicable que nadie se resiste a explicar en las tertulias ociosas con la vanidad de quien fue testigo de un milagro irrepetible. Porque no hay que olvidar que los aficionados al toreo viven más en la edad de oro del pasado que en la edad de niebla del futuro: importa más lo que ocurrió que lo que pueda ocurrir.
No cuesta imaginar el proceso de composición de este libro: Belmonte le cuenta anécdotas a Chaves, éste toma notas y luego las reelabora con arreglo a su pulso estilístico, que era un pulso muy firme, de prosista certero que no renunciaba al adorno. La materia prima, de acuerdo, era excelente, pero esa excelencia no aseguraba la excelencia del resultado, ya que existen libros «de magnetófono» que se conforman con ser un batiburrillo de anécdotas, carentes de estructura narrativa, fatigosos a fuerza de insistir en los aspectos chistosos y chuscos, en las anomalías y descoyuntamientos vitales del protagonista: la exhibición de un pelele, a fin de cuentas. Chaves Nogales, por el contrario, organiza de tal modo el anecdotario de Belmonte, que le sale un relato coherente y articulado: un retrato de cuerpo entero, no una caricatura. No un retrato ornamental, sino un retrato moral: un entendimiento de la vida. Las anécdotas, desde luego, vertebran el relato, pero el relato no se limita a las anécdotas, que suelen valer cuando son el germen de algo más. Frente a la posibilidad de una retahíla de historietas, Chaves opta, en fin, por componer una historia. La historia de un pillastre nacido en la calle Feria y crecido en el barrio de Triana que, siendo aún novillero, recibe en Madrid un homenaje que le organizan Valle-Inclán, Romero de Torres, Julio Antonio, Sebastián Miranda y Pérez de Ayala y que, a los pocos días de tan alta ocasión, le pega un mordisco en la mano al peluquero de un trasatlántico que tiene la ocurrencia desdichada de untarle en el labio un poco de jabón de afeitar.
Al torero Paco Madrid le gustaba contar que Belmonte, desde sus inicios, viajaba con la espuerta de los trastos de torear y con otra espuerta llena de libros, y nos lo retrata como un lector constante y absorto, hasta el punto de que, según él, lo primero que hizo cuando empezó a ganar dinero fue poner un cuarto de baño en su casa y «comprarse» una biblioteca. Y el propio Belmonte nos habla en este libro de su afición juvenil a los folletines, de su proclividad entusiasta a los mundos de fantasía. Tanto era así que, antes de ocurrírsele lo de meterse a torero, alentó la quimera de ser cazador de leones en África, enfebrecido, como Alonso Quijano, por sus muchas lecturas de ficciones de aventureros. Y, al igual que Alonso Quijano, se escapó de casa y se echó a los caminos, rumbo a tierras africanas, aunque la realidad se le impuso y llegó sólo hasta Cádiz.
Se mire, en fin, como se mire, resulta curioso ver a un torero elogiar sin reparos a Guy de Maupassant y poner reparos a Anatole France, pongamos por caso, porque los toreros suelen elucubrar sobre otras cosas. «Todavía creen muchos que los toreros deben andar a cuatro patas para ser buenos toreros», le decía a lo largo de una entrevista a López Pinillos, alias Pármeno.
Frente al toreo luminoso y grácil de Joselito El Gallo , su rival estratégico y su amigo fraternal, el toreo de Belmonte representaba la oscuridad y el dramatismo. El crítico Gregorio Corrochano (algo así, no sé, como el Edmund Wilson de la tauromaquia) llegó a decir que a Belmonte «dolía verle torear». Belmonte reconocía no conocer las reglas del toreo, ni tener reglas, ni creer en ellas: «Yo siento el toreo y lo ejecuto a mi modo». Porque ahí radicaba tal vez su secreto: en tener un modo. «Se torea como se es», aseguraba, consciente de la dimensión artística de su tarea: algo que se puede aprender y que se puede enseñar, pero que en el fondo no se aprende ni se enseña, sino que se tiene o no se tiene. Y punto. Y que lo explique quien pueda explicarlo.