Francisco Veiga - Slobo
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- Libro:Slobo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2003
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Slobo: resumen, descripción y anotación
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Duro, obstinado, rencoroso
Todo el mundo dice que el dictador se está aguantando bastante bien en los tribunales. Muchos están empezando a aclamarle. No es extraño, porque el «carnicero de los Balcanes» no tiene aspecto de monstruo, como algunos podrían haber pensado.
Es un caballero de pelo canoso, en el umbral de la senectud, pero todavía bastante en forma; vestido aceptablemente, lleva orgulloso una corbata patriótica con los colores de la bandera yugoslava. Se dice de él que es un prisionero educado y paciente. Lee a Hemingway y a Updike, escucha música de Frank Sinatra.
DUSAN VELKÍKOVIC, Amor Mundi, 2003
EL juicio contra Slobodan Milošević en el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) comenzó oficialmente el 3 de julio de 2001. El acusado se presentó sin abogados por propia voluntad y se reafirmó varias veces en no reconocer al tribunal. Cuando el juez Richard George May le solicitó si quería que le leyera el acta de acusación, respondió con arrogancia y con su mejor voz ronca: «It’s your problem». La sesión duró un cuarto de hora.
Sin embargo, Slobo pronto cedió a su vanidad. No reconoció formalmente al tribunal, pero cuando recomenzaron las sesiones en febrero de 2002, inició su propia defensa y puesto que lo hizo sorprendentemente bien, se enfrascó en la tarea. Dado que el asunto se había planteado como un juicio espectáculo, la respuesta espectáculo de Slobo no gustó mucho a la gran prensa occidental, que desde la intervención de la OTAN en Bosnia, en 1995, esperaba relatar algún aparatoso hundimiento del bando serbio, una demostración abiertamente bochornosa de clara sumisión.
La fiscal suiza Carla del Ponte había debutado acusando a Slobo de ser «responsable de los peores crímenes contra la humanidad». Y prosiguió: «Algunos incidentes revelaban un salvajismo casi medieval y una crueldad calculada que va más allá de los límites de la guerra legítima». Pero como opinó por entonces un experto jurista británico que comentaba las sesiones desde la BBC, una cosa era pronunciar tales alegaciones, y otra muy distinta demostrarlas ante un tribunal. En consecuencia y con cierta rapidez, el juicio fue disimulado bajo la alfombra. Las sesiones proseguían y el volumen de documentación y comentarios técnicos crecía en foros especializados de Internet. Las sesiones se rutinizaron, también lo hicieron los ataques y la defensa; para los grandes medios de comunicación todo eso quedó olvidado en espera del inevitable final espectacular en el que el resultado no podría ser otro que la condena del reo, fuera cual fuese la actuación de la defensa.
Un juicio espectáculo, porque desde el principio pretendió ser un juicio aleccionador, no un proceso técnico. Así, en numerosas sesiones se recurrió a presentar testigos que relataron conmovedoras historias en primera persona como víctimas de las guerras de secesión yugoslavas, pero que no parecían de gran utilidad a la hora de demostrar fehacientemente la implicación directa del entonces presidente Milošević en esos sucesos. De hecho, ese tipo de testimonios solían ser contrarrestados por la agresiva estrategia defensiva, o no terminaban de cuadrar en el acta de acusación. También hicieron su aparición periodistas occidentales, a veces en calidad de testigos, pero que tampoco llegaban muy lejos a la hora de demostrar la participación del acusado en los sucesos que relataban. Incluso tuvo lugar un llamativo incidente cuando en julio de 2002 el periodista Jonathan Randal de The Washington Post se negó a declarar y sostuvo que considerarle testigo legal de una de las partes en conflicto vulneraba su credibilidad y ponía en peligro el trabajo de sus colegas. El rotativo norteamericano apoyó la apelación de Randal, que también contó con el respaldo explícito del director, Steve Coll. Éste argumentó que utilizar a los periodistas como testigos de cargo en el TPIY y otros tribunales de justicia similares podría hacer que en las zonas de guerra los combatientes vieran a los corresponsales «como instrumentos de poderes extranjeros», tratándolos en consecuencia.
El incidente de Jonathan Randal hubiera sido innecesario si la fiscalía hubiera aportado pruebas documentales, que en teoría no deberían haber faltado desde el comienzo del juicio. En mayo de 1998, la entonces fiscal Louise Arbour había justificado su denuncia por crímenes de guerra contra Slobodan Milošević basándose en «información inusualmente sensible procedente de fuentes de inteligencia». Eso parecía veraz porque, según un alto cargo del Departamento de Estado que había manejado grandes cantidades de información confidencial sobre la guerra de Bosnia, «La antigua Yugoslavia es la entidad más auscultada, fotografiada, controlada, “escuchada por casualidad” e interceptada de la historia de la humanidad». Así que los grandes ausentes fueron los informes de inteligencia, los pinchazos telefónicos, las fotos satélite o los documentos clasificados obtenidos de una forma u otra. Es bien sabido que los servicios de inteligencia no suelen mostrar gran disposición a colaborar en empresas como el TPIY y para ello exhiben toda una batería de excusas, aunque a veces sólo encubren la falta de información real, lo que en un caso así deriva hacia otro tipo de juicio, público, sobre las capacidades de los servicios en cuestión.
Pero lo cierto es que la no utilización de documentos realmente inculpatorios a sabiendas de que pueden existir, todavía resta más credibilidad a la labor del tribunal y a la noble causa que inauguró. Al margen de las pruebas que puedan atesorar los servicios de inteligencia occidentales, transformados ocasionalmente en un material tan banal como las interceptaciones telefónicas realizadas en 1996 y 1997 por los croatas, periodistas tan competentes como Laura Silber demostraron ya en 1995 hasta dónde se podía llegar en la obtención de información comprometedora a base de pagarla a toca teja y en divisas. Ante los resultados que consiguió y utilizó en sus excelentes libros y documentales, la labor del TPI queda bastante minusvalorada.
En marzo de 2003 fue asesinado el primer ministro serbio, Zoran Djindjic, y eso le dio nuevas bazas a la fiscalía. Fue otro de esos extraños crímenes cometidos en Belgrado, como los de la serie 1997 o 2000, todos acaecidos en el primer trimestre del año. El atentado llevó a la instauración de un largo estado de excepción y a un frenesí policial que supuso la detención de importantes nombres de la antigua «línea militar» de Slobo. La extradición a La Haya de personajes como Jovica Stanisic —aunque muy enfermo— o Franko Simatovic Frenki no podía sino perjudicar de forma importante la defensa de Milošević.
A pesar de todo y por desgracia, el juicio a Milošević no puede desprenderse de una turbadora nube. Parece estar integrado en una línea de actuación jurídica que arranca del proceso organizado en 1990 contra el presidente de Panamá y antiguo agente de la CIA, Eduardo Noriega. Dicho de otra forma, se inscribe en una sospechosa conducta política neocolonial justamente retomada por las potencias occidentales tras el final de la Guerra Fría, cada vez con menos prejuicios, y cuyo último capítulo ha tenido lugar recientemente en Irak. En los Balcanes ya habían aparecido síntomas preocupantes en el lenguaje de periodistas y políticos: en Bosnia había musulmanes pero «rubios y de ojos azules», el genocidio se estaba cometiendo «a una hora y pico de vuelo desde París», la tragedia balcánica «humillaba a Europa». En julio de 1995, el secretario general de la ONU, el egipcio Boutros Boutros-Ghali viajaba a África para intentar solucionar el genocidio ruandés. En sus memorias aclara hasta qué punto le preocupaban las magnitudes políticas del conflicto, aparte del desastre humanitario:
«¿Cómo podía justificar mi ausencia de Bosnia o del cuartel general de las Naciones Unidas en Nueva York en ese crítico momento? Los periodistas me presionaban para una respuesta una y otra vez. «Porque —dije— si cancelo este viaje, que apalabré hace tiempo, los africanos dirán que mientras tiene lugar un genocidio en África —había muerto un millón en Ruanda— el secretario general dedica su atención sólo a Srebrenica, un pueblo de Europa».
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