AL DIABLO CON LA CULTURA *
Herbert Read
PREFACIO
Varios de los ensayos aquí presentados aparecieron durante la guerra, en un volumen que titulé La Política de los Apolíticos . Con ese título paradójico quería yo indicar que el artista siempre está sujeto a lealtades que trascienden las divisiones políticas de la sociedad donde vive. Tal criterio no era aceptado en 1943, y después de la guerra pareció quedar definitivamente superado por las doctrinas del art engagé , es decir , del arte dedicado a la defensa y difusión de cierto “estilo de vida”. Estilo de vida que, en el mundo occidental, se entendía como sinónimo de libre empresa en lo económico y de democracia en lo referente a la forma de gobierno.
El destino sufrido por el arte y la literatura en los países donde tales valores se veían negados -o sea, en los países totalitarios- era la prueba por la negación, de que el arte se hallaba comprendido en la gran lucha política de nuestro tiempo. Se nos decía que no se trataba tan sólo de conservar nuestra libertad política; la cultura misma -la poesía, la pintura, la arquitectura y la música de Occidente- se encontraba bajo la amenaza de nuestros adversarios políticos y era preciso defenderla.
Los intelectuales de Occidente tenían que adoptar esta acti tud a causa de la agresión cultural lanzada por los comunistas. Se nos decía, además, que las leyes inexorables del materialismo dialéctico no sólo tenían aplicación con respecto a la estructura económica del capitalismo, sino también con relación a la superestructura idealista de dicho sistema. Ambas perecerían y en su remplazo surgiría una nueva sociedad, con ideales de cultura también nuevos. En cuanto a esto, excusado es numerar los múltiples análisis dialécticos que indicaron el paralelismo existente entre la evolución estilística sufrida por el arte y la literatura, y la evolución económica experimentada por la sociedad.
En la medida en que la cultura constituye un fenómeno de superficie (un epifenómeno, como dirían estos sociólogos), dicha interpretación es acertada; en verdad, no hay necesidad de apelar a la metodología marxista para demostrar que la fantasía de Homero es hija de la cultura neolítica y que la Shakespeare hunde sus raíces en la cultura mercantil. Por lo que a mí hace, no tengo reparo en compartir buena parte del análisis marxista respecto de los orígenes sociales de las formas y las prácticas del arte. Pero lo que ni marxistas ni antimarxistas pueden explicar con sus métodos doctrinarios es el fenómeno del genio en el arte: no pueden explicar la naturaleza del artista ni tampoco las condiciones que determinan la excéntrica existencia de éste.
En la historia del arte lo único que importa, en última instancia, es el genio. Si Homero, Shakespeare y sus iguales no hubieran aparecido sobre la tierra -en esa forma impredecible que les es propia-, la historia del arte sería idéntica a la de cualquier otra actividad que exija cierta destreza, como la agricultura o la construcción de herramientas, por ejemplo. El arte se distingue por sus irracionales e irregulares interrupciones de luz en medio de la oscuridad del mundo.
De ello se sigue que el arte es, en esencia, independiente de la política, como lo es, también, de la moral y de todos los otros valores temporales. Señalemos, pues, una realidad triste pero cierta: el genio artístico no es de fiar desde el punto de vista ético. La historia del arte está plagada de perversión, adulterio, sordidez y malevolencia. Al respecto, los artistas no son mejores ni peores que los demás hombres. Como artistas, son demasiado humanos.
El artista es el egoísta supremo, y sus conciudadanos no sólo desconfían de él; a menudo querrían también destruirle. Ello suele suceder en las sociedades totalitarias, pero hasta un tirano sangriento como Stalin teme eliminar a Pasternak. Pasternak es, en verdad, el prototipo del genio heroico del genio literario: valeroso , indoblegable, identificado con la humanidad y no con un país, un partido o una doctrina política. El genio siempre posee esta conciencia indefinida, esta particularidad apasionada, esta menuda integridad. Está en la esencia del genio el no someterse a abstracción alguna.
Como empleo la palabra “genio” y menciono a prototipos del género de Homero y Shakespeare, Beethoven y Tolstoi, podría parecer al lector que trazo límites muy estrechos a la esfera del arte; mas no es ésa mi intención. El genio puede ser absoluto -como suponemos ha de haberlo sido en el caso de Homero-; pero, más a menudo, es una gracia extraña, un fuego que, procedente de otro reino del ser, parece posarse sobre el artista. Nada hay en él de aristocrático: da la impresión de ser totalmente arbitrario en sus manifestaciones y puede aparecerse en la heredad del labriego, en el palacio o en la academia. Por ello es ilógico asociarlo con la libertad política. Cierto es que la libertad agrada al artista en tanto que la tiranía lo molesta. Pero de ahí no cabe inferir que el llamado sistema democrático de gobierno sea más propicio al esplendor del arte que los sistemas a los cuales denominamos aristocráticos, oligárquicos o totalitarios .
Es menester que exprese mi pensamiento con total claridad, pues este punto de vista -que tan fácilmente es objeto de tergiversación- constituye el lema central de la presente obra.
Hay, desde luego, un sentido en que el arte se ve sujeto a las asechanzas que rodean a cualquier otra forma de vida. Así, pueden aplastarlo fuerzas físicas adversas como el hambre, la guerra, la peste; puede también sufrir menoscabo por obra de la indiferencia, ya que la pobreza, la ignorancia y la incomprensión acaso lleguen a anular a un genio. Pero es erróneo creer que la democracia lleve en sí una fuerza capaz de alentar el surgimiento del artista. En realidad, la democracia, en cuanto proceso nivelador, en cuanto ideología de la normalidad y la igualdad, actúa contra el propio genio -sea éste de la índole que fuere- y sobre todo contra el individuo cuyo trabajo no es vendible según los métodos económicos en uso. En la sociedad democrática el artista es un “forastero”, hecho este que no bastan a disimular todos los programas enderezados al patrocinio democrático de las artes.
Las sociedades opulentas de nuestra época extienden una red muy amplia, sí, pero los hilos de esa red siguen siendo de ruda textura, y el gesto que las inspira, ciego. La democracia es, de suyo, incapaz de discriminar: la sensibilidad se le ha embotado en el trabajo de comisiones, disipado en los procedimientos burocráticos, deshumanizado en las grandes organizaciones. La sensibilidad estética es indivisible, como dice Martin Buber; sólo se trasmite de hombre a hombre.
Por ende, llego a la conclusión de que el arte, en sus aspectos creadores, poco tiene que ver con la democracia, el comunismo [2] o cualquier otro sistema político. Configura una manifestación apolítica del espíritu humano, y aunque los políticos pueden ab usar de él en beneficio propio, no pueden crearlo ni dominarlo ni destruirlo.
Ello, empero, no significa que la sociedad pueda hacer caso omiso de sus artistas. Opino justamente lo contrario. El arte es siempre el índice de la vitalidad social, la aguja que, con sus movimientos, va señalando el destino de la sociedad. Los estadistas sensatos han de estar atentos a esa gráfica, pues es más significativa que la disminución de las exportaciones o la desvalorización del signo monetario nacional.
H. R. Octubre de 1962.
INTRODUCCIÓN
No hay verdades abstractas; no hay, pues, proletariado ni hombre-masa. Cuando se ha crucificado a la emoción, la razón exhala su último suspiro y se convierte en fantasmal, delirante error. La verdad y la locura están siempre a punto de expirar. Por eso, para hacer renacer la emoción, para hacer de ella la verdad rediviva, metida en nuestra sangre y nuestros huesos, hemos de estar prestos a recibir la santa comunión de estacazos, como el buen Sancho cuan se hincaba junto al lecho de muerte de Don Quijote. (Edward Dah lberg, Do these bones live ? Nueva York, 1941.)