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A. S. Turberville - La Inquisición española

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A. S. Turberville La Inquisición española
  • Libro:
    La Inquisición española
  • Autor:
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    ePubLibre
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    1932
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La Inquisición española: resumen, descripción y anotación

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Título original: The Spanish Inquisition

A. S. Turberville, 1932

Traducción: Javier Malagón Barceló y Helena Pereña

Editor digital: IbnKhaldun

ePub base r1.2

I La Inquisición medieval y la España medieval LA FAMA de la Inquisición - photo 1

I

La Inquisición medieval y la España medieval

LA FAMA de la Inquisición española, tal como fue instituida por Fernando e Isabel, a fines del siglo XV, ha tendido a ocultar, a los ojos de la mayoría, el hecho de que el Santo Oficio actuaba en muchos otros países, además de España, y de que existió mucho antes del siglo XV. Es cierto que el tribunal español tuvo características distintivas que justifican la costumbre de considerarlo como una institución diferente, pero no es posible apreciar sus peculiaridades sin referirse a la Inquisición en otros países y en otras épocas.

La Inquisición se desarrolló en la Edad Media como un instrumento eficaz para hacer frente al problema de la herejía que, en el siglo XII, se había convertido en una seria amenaza para la Iglesia católica. Literalmente, herejía significa selección, y en aquella época nadie se atrevía a poner en duda la enormidad del pecado de seleccionar las creencias en vez de aceptar íntegra la fe de la Iglesia, salvo, naturalmente, los propios herejes. Aunque habían existido diferentes puntos de vista entre los primitivos Padres de la Iglesia en cuanto a los métodos adecuados para proceder contra los herejes, no había duda en lo que a su culpabilidad se refería, y Policarpo habla de ellos como del Anticristo, primer hijo del diablo. Tomás de Aquino, en la Summa Theologica, obra suprema de la ciencia del siglo XIII, compara al hereje con un monedero falso. Del mismo modo que éste corrompe la moneda, necesaria para la vida temporal, el hereje corrompe la fe, indispensable para la vida del alma. La muerte es el justo castigo que el príncipe secular debe imponer al monedero falso y, por consiguiente, la muerte debe ser la justa retribución del hereje, cuya ofensa es mucho más grave por ser la vida del alma más preciosa que la del cuerpo.

Este razonamiento se basa en dos presunciones fundamentales, cuyo conocimiento es de capital importancia para comprender a la Inquisición. La primera es la de que existe una Respublica Christiana, una sola sociedad cristiana, como existe una sola Iglesia católica, y que tanto éstas como el Estado tienen, como fundamento básico, las verdades de la religión cristiana. La segunda es la de que la seguridad de los cuerpos político y eclesiástico exige una disciplina en la Iglesia y en el Estado, con objeto de que los súbditos obedezcan a sus legítimos gobernantes, civiles y jerárquicos. El hereje es, pues, al igual que el criminal, un rebelde y un paria.

Es un error concebir la persecución de los herejes como algo impuesto por la Iglesia al Estado laico, que la miraba con repugnancia o indiferencia. En la Edad Media el hereje era una persona impopular. En efecto, a fines del siglo XI y comienzos del XII, se registran casos de herejes linchados por las turbas enfurecidas, que consideraban al Clero demasiado indulgente; y las autoridades seculares normalmente cooperaban gustosas con las eclesiásticas en el esfuerzo para extirpar un mal que se estimaba peligroso, tanto para la sana moral como para la sana doctrina, pues un árbol podrido da frutos podridos, y un hombre que tenga creencias falsas actuará equivocadamente. En 1184 tuvo lugar, en Verona, una entrevista muy importante entre el papa Lucio III y el emperador Federico Barbarroja, en la que el Sumo Pontífice y el supremo seglar de la Cristiandad acordaron actuar conjuntamente contra la herejía y decidieron que la última pena por obstinación en ese delito sería el exilio y la confiscación de bienes. En 1197, el rey Pedro II de Aragón fue todavía más lejos. Decretó que la máxima pena para la herejía fuese la deportación, pero añadía que si el delincuente permanecía en sus dominios desafiando el edicto, sería condenado a muerte. En una Constitución dada a Lombardía, por el emperador Federico II, en 1220, se prescribía que los castigos para la herejía serían los acordados en la entrevista de Verona; pero en 1224 se ordenó que a los herejes se les cortase la lengua o que muriesen quemados. En las Constituciones de Melfi, aplicadas sólo a la isla de Sicilia, el Emperador omitió la alternativa más moderada, y en 1238 decretó, en Alemania, la muerte en la hoguera como castigo a la herejía. De modo similar, en Francia, los Établissements de Luis IX (1270) disponían que la muerte en la hoguera fuese el justo castigo de la herejía. Ciento treinta años más tarde, en 1401, la misma pena aplicada a este delito se incorporó al derecho inglés mediante el decreto De Heretico Comburendo.

Existía un punto de vista generalmente aceptado, sostenido por los seglares y el Clero en la cristiandad medieval (excepto, naturalmente, en aquellas comunidades, relativamente escasas, en las cuales la herejía era tan poderosa que dominaba la situación, singularmente en Languedoc, durante la segunda mitad del siglo XII), acerca de que la herejía era el más abominable de los delitos, justamente castigado con la más espantosa de las muertes. Pero por otro lado hay que añadir que esta convicción tan difundida fue el resultado de las enseñanzas de la Iglesia, la cual se preocupó en primer lugar del delito de error en la creencia. El lego sencillo y sin instrucción tenía escasos conocimientos teológicos y, salvo en casos muy claros, no estaba en condiciones de distinguir entre lo ortodoxo y lo heterodoxo, que con frecuencia era una cuestión de no poca sutileza. Una cosa es tener conciencia de la enormidad del error y otra, completamente distinta, averiguarlo. Así el brazo secular era competente para castigar la herejía, pero no para investigarla, por no estar provisto del conocimiento técnico necesario. De ahí que la búsqueda y el enjuiciamiento de los herejes fuera de la competencia de la autoridad eclesiástica pertinente en su corte diocesana; esta autoridad era la del obispo a quien incumbía determinar el crimen de herejía, así como otros diversos delitos eclesiásticos.

Es digno de notar que en ningún momento se puso fin a la autoridad del obispo, en relación a la herejía; pero a principios del siglo XIII ya se percibió que el mecanismo de vigilancia episcopal era completamente inadecuado para proceder contra movimientos heréticos tan extendidos y formidables como los del Catarismo y Valdensianismo, que habían llegado a ser muy importantes, especialmente en el sur de Francia y en el norte de Italia, aunque también en Alemania y en otros países. Pero donde la situación llegó a ser más alarmante fue en los territorios de los Condes de Tolosa, y el famoso ensayo para eliminar a los herejes de esta región por la fuerza de las armas en las Cruzadas albigenses, emprendidas a requerimiento del papa Inocencio III, es el ejemplo clásico de persecución con éxito completo. Fracasadas por igual, la empresa misionera en la conversión de los descarriados, y la justicia episcopal en el castigo de los obstinados, se recurrió a la fuerza de las armas; pero ésta no habría logrado un éxito tan rotundo si no hubiese recibido ayuda. Las Cruzadas albigenses triunfaron principalmente porque facilitaron el camino para introducir en el país de Languedoc una organización eficaz para combatir la herejía, que subsistió mucho tiempo después de la salida de los cruzados. Esta organización era la de la Inquisición.

Las deficiencias en el mecanismo de que disponía el Obispo para proceder contra la herejía son manifiestas. En primer lugar, su autoridad se reducía a su propia diócesis, y, por consiguiente, era demasiado limitada para permitirle enfrentarse, de manera eficaz, con un problema internacional. En segundo lugar, sus deberes eran demasiado onerosos y diversos para permitirle dedicar el tiempo y los constantes cuidados que la magnitud y urgencia de esta tarea particular exigían. Efectivamente, en una carta muy importante del papa Gregorio IX, fecha de abril de 1233, se describe a los obispos como oprimidos por un «torbellino de vigilancias» y por unas «inquietudes abrumadoras», y en ella se explica que, en vista de estas perturbaciones, se ha decidido enviar a los frailes dominicos o predicadores para que libren la batalla contra los herejes de Francia. En la medida en que es legítimo atribuir el origen de una institución semejante a un hombre y a una fecha determinados, el origen de la Inquisición puede atribuirse a Gregorio IX y a ese año de 1233. Gregorio había visto en la existencia de las dos grandes órdenes mendicantes la oportunidad para crear una fuerza experta de hombres adiestrados en la misión especial de combatir la herejía. En verdad, eran perfectamente idóneos para la tarea, debido a que estaban libres de lazos monásticos o parroquiales, a sus elevados y todavía inmaculados ideales de veneración hacia el espíritu de sus fundadores, a su celo misionero y a la eminencia intelectual de muchos de sus miembros, especialmente entre los predicadores. Los frailes, como expertos, colaborarían con los obispos en la investigación y enjuiciamiento de casos de perversión herética. Por de pronto su autoridad se consideraba como coordinada con la de los obispos, pero antes de que transcurriera mucho tiempo, estos últimos fueron quedando en segundo plano, a pesar de las protestas de los más enérgicos, quienes empezaron a resentirse de lo que consideraban como una usurpación de poderes. Los especialistas que dedicaban todo su tiempo, pensamiento y energía a un solo fin, estuvieron llamados a obtener la autoridad efectiva, tan pronto como empezaron a formular una técnica distintiva y un cuerpo definido de principios jurídicos. En los tribunales de nueva creación para el juicio de herejía y otros delitos que implican esta última, la figura central no era la del Obispo, sino la del fraile Inquisidor.

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