A menudo, una religión está destinada a ser considerada una desviación herética del culto antes de institucionalizarse. Después de sufrir el tormento de la represión romana, el cristianismo de finales de la Antigüedad se encarna en una Iglesia católica que, movida por su voluntad de ofrecer un marco dogmático a la fe, define los límites más allá de los cuales toda creencia se convierte en herejía. Esta última, inicialmente castigada con penas espirituales, como la excomunión, es la más grave y enseguida se considera algo más que una simple divergencia. De hecho, el cristianismo se había convertido en la religión oficial del Imperio romano en 392, y cualquier contestación religiosa tenía implicaciones políticas.
En el comienzo de la Edad Media, con la aparición del valdeísmo y del catarismo, la Iglesia decide dotarse de una institución de control y de represión de toda forma de desviación: herejía cátara y valdense, judaísmo, islam, protestantismo, además de brujería, humanismo y ciencia. A lo largo de los siglos, se esbozan y se endurecen los procedimientos de la Inquisición, que concierne a todos los países europeos, pero con diferente suerte: mientras que no existe en Inglaterra, se apaga lentamente en Francia entre el siglo XV y el XVII, en la misma época en la que experimenta una edad de oro en España. Desde la Edad Media hasta el siglo XIX, la Inquisición se forja una imagen de terrorífico brazo armado de la Iglesia.
Contexto
El catarismo
Las primicias de la Inquisición se encuentran en la decretal del papa Lucio III (muerto en 1185), Ad abolendam («Hacia la abolición»), promulgada en 1174, cuyo objetivo es sentar las bases de la lucha contra las herejías cristianas. De hecho, desde el nacimiento del cristianismo han surgido diversas corrientes doctrinales. Entre ellas está el catarismo, que aparece en Lombardía y que, a partir de finales del siglo XI, se vuelve especialmente popular, principalmente en el Languedoc, donde adopta una forma radical.
El catarismo se basa en una visión dualista: habría un principio bueno, que sería el origen del alma, y un principio malo, creador de la materia. Después del pecado original, el espíritu es prisionero de la materia. Así, todos los hombres son ángeles atrapados en su cuerpo carnal. Por tanto, de acuerdo con la doctrina cátara, Jesucristo no es una encarnación, sino un ángel que ha venido a transmitirle a los hombres el conocimiento de su naturaleza angélica y la necesidad de volver a ese estado liberándose, mediante sus actos, de su obstáculo material. Los cátaros rechazan los rituales impuestos por la Iglesia católica, e intentan ceñirse al Nuevo Testamento y al modelo de las primeras comunidades cristianas. No se practica ningún sacramento (matrimonio, eucaristía) que vaya más allá del culto a los santos o la confesión. Del mismo modo, no hay jerarquía eclesiástica. La única práctica es la del consolamentum (es decir, la imposición de manos). Es un compromiso con el ascetismo severo, con la ruptura de todo vínculo familiar y con la dedicación absoluta a la fe y a la predicación, practicados por los «perfectos».
La cruzada albigense
El catarismo se extiende tanto por las zonas rurales como entre las élites urbanas de las regiones de Toulouse, Albi (lo que les vale a los cátaros el apodo de albigenses), Carcasona y Béziers. Pero la Iglesia católica lo teme y, por ello, lo condena en los concilios de Reims en 1148 y de Verona en 1184. Además, el papa Inocencio III (1161-1216) dedica una gran parte de su pontificado a tratar de erradicar la herejía cátara por medios pacíficos. Pero el movimiento llega a las élites políticas de la región, incluyendo al conde Raimundo VI de Toulouse (1156-1222), y pone en peligro la Iglesia y los bienes de los que dispone. Dada la magnitud del movimiento y tras el asesinato del legado papal Pierre de Castelnau ( c . 1170-1208), Inocencio III decide finalmente lanzar una cruzada contra el conde. La llamada «cruzada contra los albigenses» está dirigida por Simón IV de Montfort (conde de Toulouse, c . 1160-1218), el propio sobrino de Raimundo VI. Marcada por una violencia poco habitual, se caracteriza por la crueldad de ambos bandos.
En 1229, el Tratado de París coloca al Languedoc bajo la tutela del rey de Francia Luis IX (1214-1270), que insta al conde de Toulouse a continuar la lucha contra los cátaros. Ese mismo año, el papa Gregorio IX (1170-1241) instituye la Inquisición, mientras que los tribunales de Toulouse y de Carcasona instruyen los juicios por herejía. La cruzada continúa hasta 1244, un año marcado por la toma de la ciudadela de Montsegur por los cruzados y la muerte de 200 albigenses en la hoguera.
El nacimiento de las órdenes mendicantes
A principios del siglo XIII nacen nuevas órdenes religiosas deseosas de reconciliarse con el Evangelio y con la humildad de los primeros apóstoles: son las llamadas «órdenes mendicantes» debido a su forma de vida basada en la pobreza y en la mendicidad. Casi al mismo tiempo aparecen los dominicos y los franciscanos.
Los primeros llevan el nombre de santo Domingo. El canónigo Domingo (1170-1221), de origen español, es enviado en misión a la corte francesa por el soberano de Castilla, y atraviesa el Languedoc entre 1203 y 1204, en la época de la expansión de la herejía cátara. Deseando devolver a la Iglesia a sus cristianos extraviados, utiliza el poder de la palabra predicada por el Evangelio. Fundador del monasterio femenino de Prulla, en Fanjeaux, en pleno país cátaro, no participa en la cruzada contra los albigenses puesta en marcha por Inocencio III. En 1215, junto con algunos misioneros agrupados a su alrededor, es reconocido predicador por el arzobispo de Toulouse y, más tarde, por el papa Honorio III (1150-1227). Es el nacimiento de la Orden de Predicadores, los llamados dominicos.
Por su parte, los franciscanos, que le deben su nombre a san Francisco de Asís (1181-1226), son predicadores itinerantes procedentes de Italia. Francisco, descendiente de una rica familia pañera, cuenta haber recibido a la edad de 25 años una llamada que le instaba a elegir la vida apostólica, de acuerdo con los valores del Evangelio: la pobreza, la mendicidad y la predicación, todo fuera de los muros del monasterio y rechazando las reglas monásticas habituales: la Orden Franciscana es reconocida por Inocencio III en 1210.
El papado va a elegir a los jueces de los tribunales inquisitoriales de entre estos hombres, imbuidos de una estricta fe y sin vínculos con el mundo laico.
Judíos y moros de España
Los judíos están presentes en la Península Ibérica desde la época romana. Se les respeta bastante bajo el dominio de los visigodos arrianos en los siglos V y VI, pero la cristianización de España marca para ellos el inicio de varios siglos de persecución. En siete concilios sucesivos reunidos en Toledo se toman medidas para privar a los judíos del acceso a las funciones públicas, a la navegación, al comercio y a la propiedad, obligándolos a renunciar a su fe y a convertirse al cristianismo.