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Juan Eslava Galán - Historias de la Inquisición

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Juan Eslava Galán Historias de la Inquisición
  • Libro:
    Historias de la Inquisición
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1992
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JUAN ESLAVA GALÁN Arjona Jaén 1948 Se licenció en Filología Inglesa por la - photo 1

JUAN ESLAVA GALÁN (Arjona, Jaén, 1948). Se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre historia medieval. Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol y Lichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton (Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de Educación Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, una labor que simultaneó con la escritura de novelas y ensayos de tema histórico. Ha ganado los premios Planeta (1987), Ateneo de Sevilla (1991), Fernando Lara (1998) y Premio de la Crítica Andaluza (1998). Sus obras se han traducido a varios idiomas europeos. Es Medalla de Plata de Andalucía y Consejero del Instituto de Estudios Gienenses.

BIBLIOGRAFÍA

Abellán, José Luis, «La persistencia de la mentalidad inquisitorial en la vida y cultura española contemporánea y la teoría de las dos Españas», en Inquisición española y mentalidad inquisitorial, Ariel, Barcelona, 1984.

Alcalá, Ángel, y otros, Inquisición española y mentalidad inquisitorial, Ariel, Barcelona, 1984.

Andrés, Gregorio de, Proceso inquisitorial del Padre Sigüenza, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1975.

Caro Baroja, Julio, El señor Inquisidor y otras vidas por oficio, Alianza Editorial, Madrid, 1968.

—Las brujas y su mundo, Alianza Editorial, Madrid, 1982.

—Los judíos en la España moderna y contemporánea, Ed. Istmo, Madrid, 1978.

Contreras, Jaime, El Santo Oficio de la Inquisición en Galicia, Akal Universitaria, Madrid, 1982.

Cuenca Toribio, José Manuel, «La última víctima de la Inquisición», en Historia y vida, 9, pp. 122-130, Barcelona, diciembre, 1968.

Documentos para la historia de la Inquisición de Córdoba, Caja de Ahorros, Córdoba, 1982.

Domínguez Ortiz, Antonio, Autos de la Inquisición de Sevilla (siglo XVII), Biblioteca de Temas Sevillanos, Sevilla, 1981.

Eimeric, Nicolau, y Peña, Francisco, El manual de los Inquisidores, Muchnik Editores, Barcelona, 1983.

Eslava Galán, Juan, Verdugos y torturadores, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1991.

La prisión imaginaria

C uando las tropas napoleónicas asaltaron el palacio inquisitorial de Madrid (los soldados) fueron recibidos con vanos halagos hipócritas por el inquisidor general, que salió a su encuentro vestido de sacerdote. El interior del palacio era increíblemente lujoso: en los suelos, mosaicos de mármol, taraceados con gusto exquisito; altares y crucifijos en abundancia; y tesoros de valor incalculable. No obstante, fue imposible encontrar las mazmorras secretas, hasta que uno de los oficiales franceses tuvo la ingeniosa idea de baldear agua sobre los suelos de mármol, y alzar los mosaicos allá donde el líquido se filtraba.

Debajo, se descubrieron la sala del tribunal y sus infames dependencias, incluyendo celdas que aún contenían restos humanos, donde las víctimas eran encerradas hasta que la muerte acudía a liberarlas de sus sufrimientos. Ciertamente, estaban dotadas de ventilación, pero no en beneficio de las víctimas, sino para evitar que el hedor de la carne en descomposición ofendiera el olfato de los inquisidores. En otras celdas se encontraron unas cien víctimas vivas, de todas las edades y de uno y otro sexo, todas ellas tan desnudas como el día en que nacieron, y en la última fase de su debilidad. Entre los instrumentos de tortura (que los bravos soldados franceses usaron para hacer unos cuantos experimentos con los inquisidores) había una estatua de la Virgen erizada de pinchos, que podía abrazar a las víctimas provocándoles una muerte atroz.

El palacio inquisitorial de Lisboa era más terrible si cabe: es extenso y tiene forma rectangular, con jardín en el centro. Las mazmorras de la planta baja y del primer piso están desprovistas de ventanas, de manera que con la puerta cerrada quedan estancas y a oscuras. Las del segundo piso tienen una especie de respiradero, a modo de chimenea, que deja ver el cielo. Eran las destinadas a los detenidos que presumiblemente alcanzarían la libertad. En el muro abovedado de cada calabozo hay un pequeño agujero que comunica con un pasadizo secreto desde el que los esbirros de la Inquisición podían vigilar a los prisioneros sin ser notados y espiar la conversación de los presos cuando encerraban a varios en un mismo calabozo. En estos pasadizos había asientos dispuestos de manera que un único vigilante pudiera controlar dos calabozos con solo mover los ojos de un lado a otro. El pueblo forzó algunas puertas y se encontraron restos humanos, entre ellos fragmentos de las vestiduras de un monje. En algunas celdas el respiradero había sido tapiado, señal cierta de la muerte del prisionero. En tales casos se obligaba a la víctima a introducirse en el respiradero, cuyo extremo inferior era tapiado inmediatamente. Luego lo rociaban con cal viva que mataba la vida y destruía el cuerpo. En varios de estos antros de sufrimiento había colchones, algunos de ellos viejos, pero otros bastante nuevos, prueba de que, se diga lo que se diga, la Inquisición no se había convertido últimamente en ese organismo inofensivo que algunos pretendían.

Estas y otras fantasías, divulgadas por escritores de folletines, han conformado la imagen terrible que la Inquisición española tiene hoy en el mundo. Cuando fue suprimida, en 1833, estaban de moda en Europa la novela gótica y el cuento de terror, dos subgéneros literarios cuyos principales ingredientes son Edad Media, sádicas torturas, lóbregas mazmorras, fanatismo religioso, sexo y sentimiento. Incluso notables escritores como Edgar Allan Poe e ilustradores tan populares como Arthur de Moraine colaboraron en la lucrativa empresa de reescribir la historia de la Inquisición española como un relato de terror adecuado para ser leído con voz cavernosa en las tertulias invernales, al amor de la lumbre, con el viento ululando detrás de las ventanas.

En su última etapa, la Inquisición había sido solamente un corpudo árbol muerto, pero su sombra, su terrible fama, todavía amedrentaba al vecindario. Cuando se vino abajo, todo el mundo hizo leña del árbol caído. Los liberales dieron en culpar a la Inquisición del subdesarrollo y la marginación de España respecto al resto de Europa e incluso la encontraron responsable de ciertas tendencias negativas del carácter hispano, la cobardía y vileza diagnosticada por Marañón. Todos los aspectos execrables de nuestra historia se achacaban a la maligna influencia del tribunal.

El tema inquisitorial se usó para atacar a la Iglesia. Algunos escritores católicos, principalmente Menéndez Pelayo, salieron al paso justificando apasionadamente lo injustificable para defender a la Inquisición, una empresa desalentadora, de antemano condenada al fracaso. Por muchas vueltas que se dé al tema, la insobornable realidad es que durante siglos el ciudadano que no acataba con fe de carbonero los dogmas y principios de la Iglesia corría peligro de arder en la hoguera y que un ambiente de sospecha y de delación envenenó la sociedad española. Llegó un momento en que, como apunta Caro Baroja, tenían tanto miedo los perseguidores como los perseguidos.

Solamente manipulando el material histórico y falseando la verdad, puede defenderse esta maligna institución. Objetivamente no tiene defensa posible un tribunal en el que el acusador y el juez son, arbitrariamente, la misma persona, donde las funciones policiales y judiciales se confunden; donde el acusado desconoce los cargos que hay contra él. Una institución que, con el pretexto de orientar doctrinalmente al descarriado, de salvar su alma, lo persigue, lo arruina y puede condenarlo a muerte en nombre del dulce Jesús, deja poco espacio para una defensa razonable. Todo lo más que se puede intentar es defenderla de sus detractores calumniosos, demostrar que no fue tan monstruosa, que el trapo sucio de nuestra historia no está tan sucio como se quiere hacer creer.

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