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Laura Restrepo - La isla de la pasión

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Padre: Ángel Miguel Arnaud (nacionalidad francesa).


Madre: Carlota Vignon (nacionalidad francesa) Estatura: 1.70 metros.
Cabello: Castaño.
Piel: Blanca.
Frente: Grande.
Boca: Regular, con labios delgados.
Nariz: Afilada.
Señales particulares: Pequeña cicatriz en la mitad de la frente.
Así fue descrito Ramón Arnaud el 8 de julio de 1901, en la ficha de la «filiacióncontrato» que le hicieron al inicio de su accidentada carrera militar, a la edad de 22 años, al causar alta como sargento primero de caballería, en el Séptimo Regimiento del Ejército mexicano. Consta en el archivo de la Secretaría de la Defensa Nacional.
Figuran también en el expediente sus medidas antropométricas, según las cuales era un hombre de regular estatura (un metro con setenta) de pies femeninos (246 milímetros en el izquierdo), cabeza normal y manos pequeñas (hasta la punta del dedo medio, su izquierda tenía 118 milímetros de largo).
Exactamente un año después de hecho este registro, el 8 de julio de 1902, su piel blanca había adquirido un enfermo color gris ratón, su cabello castaño hervía de piojos y la pequeña cicatriz resaltaba como una cruz tallada con la uña sobre la textura cerosa de su frente grande. Estaba tirado en el camastro de su celda, en la prisión militar de Santiago Tlatelolco. Había dejado intacta la ración de frijoles refritos en el plato de peltre, y lloraba de humillación y rabia.
Un consejo de guerra había dictado su sentencia. Cinco meses y quince días de prisión por deserción del ejército y degradación a soldado raso. La noche del 20 de mayo anterior, mientras sudaba frío agazapado detrás de unos costales de maíz, esperando el momento propicio para escaparse de las barracas, había pensado con pavor en el momento en que a su pueblo natal, Orizaba, llegara la noticia: Ramón Arnaud, desertor.
Ramón Arnaud, pobre diablo, incapaz de aguantar lo que aguantaba cualquiera de los indios hambrientos y de pata al suelo que eran sus compañeros de armas en el Séptimo Regimiento. Todos ellos sobrellevaban la disciplina de perros, las patadas en el culo, el mugrero y la miseria que era la vida de la tropa. Pero él no. Y tampoco los soportaba a ellos, a sus compañeros, a quienes veía ignorantes, mal olientes, enseñando el cuero bajo los trapos sucios de su uniforme, ahogados en alcohol y marihuana.
Él, Arnaud Vignon, que por culto, por alto, por blanco y por influencias de familia había entrado directamente con el rango de sargento primero, era más mierda que toda esa mierda, y eso sería lo que iba a cuchichear -a la salida de la iglesia, en los paseos por la Alameda, a la hora del chocolate- la gente de Orizaba.
Orizaba, con su kiosko francés en medio de la plaza, con su estación de trenes estilo art-nouveau, con su palacio municipal de hierro diseñado por el mismísimo Eiffel, el de la torre, y traído de París, en partes desarmables, hasta el último tornillo. Las familias de Orizaba, de aires galicados, industriosas y prósperas, eran más allegadas al progreso impuesto a sangre y fuego por don Porfirio Díaz que a las ideas heréticas y nacionalistas del indio Benito Juárez. Como los Legrand, que hacían percales, mantas, piqués, calicós y tela de Francia en su Fábrica de Hilados Cocolapan. Los Suberbie, cuya fortuna subía como la espuma de su cerveza Moctezuma, Monsieur Chabrand, que vendía ropa fina y sedería en su tienda llamada Las Fábricas de Francia. Las damas de sociedad lucían vestidos de shantoung de seda y bordados de soutache por el paseo de la Alameda, y después recogían los bordes de las enaguas para que no se ensuciaran con excrementos humanos al atravesar cualquiera de las demás calles, utilizadas como letrinas por el pobrerío de Orizaba.
Unos años antes, las tropas de invasión habían hecho de la ciudad un cuartel casi permanente, y los caballeros de la localidad se dedicaban al pasatiempo de reconocer uniformes exóticos. Sabían distinguir a los cazadores de Vincennes por sus guerreras de paño azul oscuro; a los zuavos por sus calzones encarnados, anchos como enaguas, y sus borceguíes de cuero amarillo; a los zuavos argelinos, por su piel negra y sus turbantes blancos; a los soldados españoles del general Prim por sus trajes ligeros y sus sombreros de paja, y a sus oficiales, por sus coquetos gorritos, llamados leopoldinas.
Orizaba, condenada y llamada «La Maldita» por el resto de la nación debido a su pasado reciente de docilidad ante el dominio europeo y de deslumbramiento ante el fantástico y fantasmagórico reinado del Archiduque Maximiliano, quien fuera Emperador de México durante tres años y siete días, hasta que el indio Juárez lo mandó fusilar en el Cerro de las Campanas, para demostrar que ningún austríaco de barbas rubias gobernaría a los hombres libres de la patria azteca. Y para que quedara bien claro, después de fusilarlo lo devolvió a Europa entre un ataúd de palo de rosa, debidamente embalsamado, con los ojos de vidrio de una imagen de Santa Úrsula sustituyendo los suyos.
El francés Ángel Miguel Arnaud, padre de Ramón, cruzó el océano y echó raíces en Orizaba. Amó a su nueva tierra más que a la vieja, trabajó con tenacidad y llegó a amasar una regular fortuna. Aprovechó un subsidio de transporte que le dio el porfiriato para construir el ferrocarril urbano.
Se hizo dueño de una hacienda y de una casa en la Calle Real. Fue nombrado jefe de correos de Orizaba y se convirtió así en uno de los miles de burócratas que don Porfirio sostenía, para cumplir con su lema de «alimentar al burro».
A pesar del lema, la vida de los burócratas no era fácil.
Lo común era que sus salarios se atrasaran meses y que siempre estuvieran con un pie en la calle, porque perdían el puesto ante cualquier sospecha de deslealtad hacia el gobierno. Para evitar esto tenían que pertenecer al club político apropiado, donar grandes sumas para las fiestas oficiales, comprarle regalos a la amante del superior y marchar en todos los desfiles.
Ángel Miguel Arnaud comprendió estas normas y supo jugar el juego y mientras él vivió, su familia llevó una existencia decorosa, a la altura de la provinciana pompa de Orizaba. Pero cuando murió, su viuda doña Carlota Vignon -hasta ese momento una matrona despreocupada y alegre, reconocida por preparar la mejor de las mayonesas- dilapidó el dinero, según unas versiones, o cayó en manos de un albacea rapaz, según otras, con el resultado idéntico de que acabó en la ruina.
Ramón, el mayor de los hijos -por entonces un joven mitad francés, mitad mexicano de despistados ojos redondos y largas pestañas de muñeco-, quedó perplejo ante la adversidad y no supo qué hacer con su vida. Había sido educado para recibir una herencia, no para lidiar una quiebra.
Durante un tiempo fue aprendiz de boticario. Memorizó las fórmulas y los nombres de todos los medicamentos y se aficionó a hacer curaciones de primeros auxilios, hasta que el dueño de la farmacia se marchó, con todo y negocio, para la capital. Tras una época de descontrol y vagancia, Ramón optó por hacerse militar.
Si hubiera tenido dinero, se hubiera pagado la carrera de oficial en una academia militar, como cualquier hijo de blanco, y hubiera obtenido medallas, honores y comodidades. Pero al no tenerlo debió convertirse, como el resto de los mexicanos del común, en magullada carne de cuartel. Un privilegio sí le dieron como reconocimiento a su condición, y fue dejarlo saltar tres o cuatro grados para entrar como sargento primero.
Al probar las primeras cucharadas de esa sopa amarga que era la vida cuartelaria, el joven Ramón Arnaud se arrepintió, quiso virar su suerte cuando ya estaba echada y cometió el error mas grave de su vida, el que habría de marcarlo para bien y para mal por el resto de sus días.
Sucedió esa noche en las barracas, detrás de los costales de maíz, cuando pensó que mejor humillado que muerto de asco y echó a correr.
Tras desertar anduvo por la ciudad de México, escondido como un prófugo y avergonzado como un pecador. Pasó un mes deambulando por las calles sórdidas de Tepito, ocultándose en las bodegas del mercado de La Merced, esquivando los excrementos que los vecinos arrojaban por la ventana. Se refugió en los cuchitriles de las putas de la Calle del Órgano, convivió en las tabernas con bohemios suicidas y músicos ciegos, y en las esquinas se disputó las monedas con los tragafuegos, los declamadores y los cazadores de gatos.

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