No creo en jodidas teorías de la conspiración. Estoy hablando de una jodida conspiración.
INTRODUCCIÓN
LA INVENCIÓN DE UN ENEMIGO FORMIDABLE
El 19 de febrero de 2012, el todavía presidente Felipe Calderón ofreció el último discurso de su gobierno con motivo del “Día del Ejército y la Fuerza Aérea Mexicana”. En el programa de eventos ocurrió algo extraordinario que el sociólogo Luis Astorga, experto en temas de narcotráfico y seguridad, rescató de la cobertura periodística de ese día. Es el momento en el que un grupo de soldados simuló la revisión de un automóvil para ilustrar al presidente los procedimientos para detectar droga. Anota Astorga:
En un vehículo donde se ocultaba la misma, presuntamente mariguana, el militar que interpretaba el papel de traficante estaba vestido según la imagen arquetípica que se tiene de ellos, incluso en el museo de la Sedena
Los militares protagonizaron un performance de sus actividades
El performance de los militares nos permite un raro avistamiento a la manera en que el sistema político mexicano ha creado un enemigo formidable en estos tiempos de permanente crisis de seguridad nacional. El “narco” imaginado por los militares es, en teoría, todo lo opuesto del soldado: indisciplinado, vulgar, ignorante, violento. En las antípodas del ejército, sin embargo, el narco requiere, si bien no de un uniforme, sí de una uniformidad que lo distinga de los soldados que en nombre del gobierno lo ajusticiarán.
Astorga observa que la indumentaria arquetípica del “narco” modelo coincide con la de muchos de los habitantes de las regiones rurales de México. ¿Cómo logran identificar los militares a los delincuentes
Ante Calderón, los militares montaron una suerte de representación teatral actuando simultáneamente el papel del héroe y el del violento enemigo del estado y la sociedad civil. Ellos tuvieron que actuarlo porque el héroe y el enemigo, en realidad, no existen en los términos escenificados. ¿De dónde proviene entonces ese arquetipo tan recurrente en la imaginación colectiva sobre el “narco”?
Es necesario retroceder en el tiempo
Las figuras de los traficantes más temidos de esa época, Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca Carrillo, alias “Don Neto”, y Rafael Caro Quintero, fueron magnificadas hasta el grado de adquirir una condición mítica. Félix Gallardo, por ejemplo, había sido agente de la policía judicial de Sinaloa y llevaba hasta mediados de los ochenta una vida pública muy visible en compañía de figuras reconocidas de la clase política. Siguiendo la inercia estadounidense, los medios de comunicación pronto se acostumbraron a llamar “cárteles” a las organizaciones que encabezaban estos personajes. Pero la palabra “cártel”, como prácticamente todo el vocabulario asociado al “narco”, tiene un origen oficial. Luis Astorga subraya la contradicción de referirse a los grupos de traficantes como “cárteles” a pesar de que, según la inteligencia oficial, lejos de colaborar horizontalmente para potenciar sus ganancias, los “cárteles” actúan como rivales en pugna dispuestos a eliminarse unos a otros.
En su libro El siglo de las drogas (1996), Astorga registra otro episodio revelador de la historia política del “narco”. Es una entrevista que la revista Time le hizo en 1994 a Gilberto Rodríguez Orejuela, el traficante colombiano que supuestamente
El título del presente libro proviene en parte de esas declaraciones, pero sobre todo de una reflexión crítica en torno al lenguaje oficial que insiste en hablar míticamente del crimen organizado. Los cárteles no existen: ésa es la temprana lección aprendida por los propios traficantes. Existe el mercado de las drogas ilegales y quienes están dispuestos a trabajar en él. Pero no la división que según las autoridades mexicanas y estadounidenses separa a esos grupos de la sociedad civil y de las estructuras de gobierno. Existe también la violencia atribuida a los supuestos “cárteles” pero, como discutiré a lo largo de estas páginas, esa violencia obedece más a las estrategias disciplinarias de las propias estructuras del Estado que a la acción criminal de los supuestos “narcos”.
Antes que académico y ensayista,
Otra de las fuentes fundamentales de mi investigación ha sido, como ya lo he mencionado, el trabajo crucial del sociólogo mexicano Luis Astorga. En su temprano libro Mitología del narcotraficante en México (1995), Astorga fue quien observó los límites epistemológicos en los que, involuntariamente, habríamos de representar a los traficantes y el tráfico de drogas. Explica Astorga:
La distancia entre los traficantes reales y su mundo y la producción simbólica que habla de ellos es tan grande, que no parece haber otra forma, actual y factible, de referirse al tema sino de manera mitológica, cuyas antípodas estarían representadas
La importancia de la conclusión de Astorga no puede exagerarse: del fenómeno del tráfico de drogas sabemos poco o nada, pues a su espacio social y a la esfera pública los separa una densa estructura de significado que ha sido concebida con fines políticos de ocultamiento y no de entendimiento. Pero si, por el contrario, nuestra impresión es que conocemos demasiado bien la vida y muerte de los “narcos”, sus relaciones de familia, su ambición descontrolada y su violencia sicópata, es porque durante décadas hemos sido habituados a ese sistema de representación oficial que contradictoriamente dice conocer los organigramas íntimos de los “cárteles” pero se declara incompetente para detenerlos.
Ahora bien, es preciso
Este cambio de percepción en el público estadounidense no fue resultado de un correcto entendimiento de la cuestión del narcotráfico. Por el contrario, la creencia en los “cárteles de la droga” como la nueva amenaza de seguridad nacional fue efecto directo de la implantación de una política de Estado basada en parte en la concepción de un enemigo permanente que permite justificar acciones que de otro modo resultarían ilegales e incluso inmorales. Para dar forma legal a este giro securitario, el presidente Ronald Reagan firmó en 1986 la National Security Decision Directive 221, que desde entonces designó a las drogas ilegales como la nueva amenaza a la seguridad nacional estadounidense. La “guerra contra las drogas”, que había comenzado en la década de 1970 durante la presidencia de Richard Nixon como una estrategia doméstica para combatir la disidencia de izquierda, ahora tomaría el lugar del comunismo para legitimar la política intervencionista de Estados Unidos. Todavía resulta asombrosa la predicción de la politóloga Waltraud Morales en su artículo de 1989, tan pertinente y urgente en el contexto contemporáneo como en el de entonces:
El “malvado imperio de las drogas” tiene el potencial de evocar ese miedo del enemigo tan básico y tan poderoso en la doctrina del anticomunismo. El peligro, por lo tanto, es que una generación más de política
La política antidrogas como la nueva doctrina de seguridad social a finales de los ochenta produjo uno de los escándalos políticos más significativos de la historia moderna de Estados Unidos. Aunque algunos periodistas se habían acercado al tema, la revelación fue realizada con toda su fuerza, ante la conmoción nacional e internacional, por el periodista de investigación Gary Webb en una serie de tres reportajes publicados en el periódico San Jose Mercury News entre el 18 y el 20 de agosto de 1996. Webb demostró vínculos directos entre la llamada “epidemia de la cocaína crack” en los barrios negros de la zona South-Central de la ciudad de Los Ángeles y la estrategia de contrainsurgencia respaldada por la CIA en Nicaragua para derrocar al gobierno sandinista. Según el reportaje de Webb, la CIA permitió que operadores de la Fuerza Democrática Nicaragüense (FDN), los llamados “contras”, financiaran su guerrilla con las ganancias obtenidas por la venta de cocaína crack en California: