Para Magda y Ana .
INTRODUCCIÓN
En 2006, las noticias de los decapitados comenzaron a ocupar las primeras planas de los diarios nacionales y las entradas de los programas informativos de la televisión. En abril, junio y agosto de ese año, aparecieron cabezas y cuerpos separados en Acapulco afuera de las oficinas de la policía municipal; los acompañaban cartulinas escritas por quienes decían formar parte de Los Zetas y advertían a los policías que protegían a la gente de “El Chapo” Guzmán, que ése sería su fin si no dejaban de hacerlo. Un mes después, en septiembre, cuando Vicente Fox aún era presidente, otras cinco cabezas rodaron por la pista de una discoteca de Uruapan, Michoacán. A los pocos días, un nuevo grupo criminal que se hacía llamar La Familia publicó un desplegado en diarios locales anunciando una cruzada para expulsar a Los Zetas y hacer “justicia divina” por todo el territorio michoacano.
Fue el comienzo de un nuevo tipo de violencia —de una crueldad inédita hasta entonces y con la intención de causar un profundo impacto mediático—, pero no el de la violencia generada por las organizaciones mexicanas dedicadas al narcotráfico. Ya desde 2004 y durante todo 2005, Nuevo Laredo había sido el escenario de múltiples batallas entre grupos fuertemente armados de Sinaloa y del Golfo, algunas en las principales avenidas del centro de esa ciudad y a la luz del día, que cobraron centenares de víctimas. Y podemos recordar episodios de violencia similares en Tijuana, Guadalajara y Culiacán desde los años noventa, cuando Carlos Salinas y Ernesto Zedillo ocuparon sucesivamente la presidencia de México.
Sin embargo, lo que comenzó a ocurrir a partir de 2008 superó por mucho el enorme asombro y repudio provocado por los primeros cadáveres decapitados. En México no se había presenciado en muchas décadas, desde los años sangrientos de la Revolución mexicana y la rebelión cristera, una ola de violencia como la desatada a partir de ese año, cuando se contabilizaron casi siete mil homicidios cometidos por las organizaciones criminales, 140 por ciento más que en 2007. La cifra llegaría a 17 mil homicidios en 2011, es decir, 47 asesinatos diarios, uno cada 30 minutos. Una verdadera danza de la muerte.
Y si la decapitación de cinco personas ya parecía una muestra extrema de violencia, por el número y la forma, faltarían palabras y adjetivos para nombrar y calificar los episodios de violencia que tendrían lugar en estos últimos años: un par de granadas aventadas contra la multitud inerme que celebraba el Grito de la Independencia en Morelia, con un saldo de nueve muertos y más de 100 heridos; 72 migrantes centroamericanos ejecutados salvajemente en Tamaulipas por no pagar una extorsión de dos mil pesos; 52 personas quemadas e intoxicadas, la mayoría adultos mayores, en un casino de Monterrey incendiado por criminales dedicados a la extorsión; 17 jóvenes de una colonia marginal de Ciudad Juárez asesinados con ráfagas de AK 47 disparadas por otros jóvenes drogados y probablemente con nula conciencia de lo que hacían; 11 miembros de una familia tabasqueña —entre ellos niños y adultos de la tercera edad— cuyo “delito” era que formaban parte de la familia de un marino muerto en el operativo en el que fue abatido Arturo Beltrán Leyva; nueve soldados desarmados y vestidos de civil —habían salido del cuartel en Monterrey en su día de descanso— fueron secuestrados y torturados sin piedad hasta la muerte por pertenecer al ejército; una segunda masacre en San Fernando, Tamaulipas, de más de 200 viajeros que abordaron autobuses de pasajeros en Michoacán con rumbo a Matamoros, por lo que fueron confundidos con gatilleros de La Familia michoacana. Fueron tantos los asesinatos y con tal frecuencia —y en muchas ocasiones con desmesurada crueldad–, que comenzamos a perder la capacidad de asombro e indignación.
Pero la tragedia ahí estaba: una enorme y profunda tragedia humana y social. Por cada homicidio, por cada víctima, en las familias y comunidades un reguero de dolor, de duelo, de rabia y probablemente de deseos de venganza. En el país, desconcierto y estupefacción: ¿qué está ocurriendo?, ¿por qué esta ola incontenible y creciente de violencia?, ¿a qué obedece esta locura, esta violencia irracional?, ¿o será que hay alguna racionalidad detrás de la locura que significan las decenas de miles de muertos?, ¿cómo se llegó a esta situación, qué la hizo posible?, ¿cómo se engendraron estos grupos de la muerte que son capaces día con día de mayores atrocidades?
Aún no hay explicaciones satisfactorias; tenemos que seguir buscándolas. En México no se había vivido una escalada de violencia de esta magnitud en muchas décadas. La fuerza con que irrumpió en los últimos años este fenómeno es nueva, pero no la existencia de una inclinación a la violencia asociada a las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico. Por esas dos razones —lo inédito de su magnitud y la poca atención que merecía su “débil” presencia, aunque tuviera fuertes estallidos esporádicos, como los mencionados anteriormente— nos tomó desprevenidos. Los estudios y los especialistas en el país dedicados a examinar la violencia son muy escasos. No teníamos marcos de referencia, ni suficientes estudios empíricos. En las aproximaciones existentes al problema del narcotráfico y del crimen organizado en general, ha predominado el enfoque periodístico, con gran valor testimonial en algunos casos, pero poco útil en términos explicativos.
Afortunadamente el debate se inició al poco tiempo de que la violencia adquiriera rasgos de escándalo. Comenzaron a publicarse estudios empíricos de los homicidios, ensayos con respecto a las causas probables de la escalada de violencia; estudios regionales que abordan la presencia y actuación de las organizaciones del narcotráfico; relatos y testimonios referidos a la violencia en las ciudades más afectadas. De manera inevitable y obvia, la mayoría de las hipótesis explicativas se han centrado en lo acontecido durante el gobierno del presidente Felipe Calderón, pues es cuando el fenómeno alcanzó su máxima dimensión. Además, una variable particularmente analizada ha sido la política de combate al crimen organizado —en concreto, los operativos realizados por las fuerzas públicas federales conformadas por el ejército, la marina y la policía federal— como el factor que pudiera haber provocado la reacción violenta de los narcotraficantes.
No obstante que la discusión ha sido intensa y se han abierto líneas de investigación muy sugerentes, se debe reconocer que falta trabajar y analizar más el fenómeno en sus múltiples dimensiones: la lógica y la dinámica de la violencia en sí misma a escala nacional y local; las circunstancias sociales, económicas y políticas —en el ámbito nacional, regional y local— que generan las condiciones para el despertar de las conductas violentas de los más diversos grupos y actores sociales; la fortaleza o la debilidad del Estado y, por tanto, el grado de eficacia de sus instituciones responsables de la seguridad y la justicia; las características y la evolución de las organizaciones criminales; el análisis de las diferentes políticas estatales frente a este fenómeno y los tipos de relación entre los cuerpos de seguridad del Estado y la delincuencia organizada. En síntesis, es necesario e indispensable avanzar más en la comprensión del fenómeno de la violencia asociada a la delincuencia organizada, cancelando versiones simplistas —que identifican una sola variable como la causa de toda la violencia— para desentrañar su complejidad.