Heinrich Wölfflin (Winterthur, 1864-Zurich, 1945) está considerado como el historiador de arte más importante de toda Europa y uno de los estudiosos más influyentes en la moderna historia del arte. Fue discípulo de Jacob Burckhardt y catedrático en las universidades de Basilea, Berlín, Munich y Zurich. Entre sus publicaciones cabe destacar: Renacimiento y Barroco (1888), El arte clásico (1899) y Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915).
PALABRAS LIMINARES
La obra de Wölfflin que ahora se reedita acertadamente por Espasa Calpe, fue libro fundamental desde su publicación para los historiadores del arte, y no sorprenden sus continuas reimpresiones desde su aparición. Los conceptos que ofrecía el autor en su estudio se hicieron pronto corrientes en las disquisiciones teóricas o en su aplicación crítica, y así lo lineal y lo pictórico (que creo que debe traducirse así mejor que por pintoresco) fueron términos empleados usualmente aplicados a las obras de arte, lo mismo que tectónico y atectónico, etc., de modo que los conceptos de Wölfflin pronto tuvieron curso normal en el lenguaje de los historiadores y los críticos. Y antes, en 1907, Schmarsow también había publicado unos Conceptos fundamentales de la Historia del Arte. Indicaba esto que los historiadores habían sentido la necesidad de ponerse a pensar para tratar de ordenar la enorme masa de hechos y datos sobre el arte del pasado acumulados durante el siglo XIX . Sobre ello se había intentado primero un trabajo de síntesis, como el que representa para el arte italiano el Cicerone de Burckhardt. Wölfflin, suizo también, había sido discípulo de Burckhardt, aunque no sólo tuvo cátedras en las universidades de Basilea y Zurich, sino también en Berlín y Munich.
Siguiendo el impulso del romanticismo que sumió a los europeos en la devoción al arte medieval, los primitivos fueron en pintura objeto preferido de los historiadores del arte. Fue ese culto por los primitivos lo que, como fruto de minuciosas indagaciones, llevó a formar ya dentro de nuestro siglo el Corpus de Berenson para los italianos y el de Friedländer para los Países Bajos. En Inglaterra los devotos comentarios de Ruskin fueron fruto de ese mismo impulso. Burckhardt no tenía tales exclusivismos y su Cicerone atiende con igual puntualidad a las obras del Renacimiento; pero en Wölfflin ya maduró la idea de que el arte posterior a los primitivos, el arte del Renacimiento, siempre considerado clásico, era una culminación y como tal debía ser puesto en su lugar preeminente; de ello nació su libro El Arte Clásico (Die Klassische Kunst) que sólo ahora, hace pocos años, ha visto la luz en nuestro país, pero que traducido al francés había tenido amplia repercusión en Europa.
Pesaba todavía sobre el Barroco una especie de maleficio que arrojaron sobre él los críticos neoclásicos durante todo el siglo XIX ; Burckhardt, de juicio tan amplio, parecía disculparse no obstante de haber atendido a lo barroco en su Cicerone; es al filo del siglo XX cuando se inicia una mayor ecuanimidad en admitir al barroco con todo derecho a la consideración histórica. Esto va unido a la entrada de nuevas corrientes de pensamiento que querían superar la historia meramente descriptiva y el positivismo del siglo XIX . Ya un espíritu tan alerta como el de Ortega y Gasset, desde que fue enviado, diríamos en descubierta de ideas, por la Junta de Ampliación de Estudios a las universidades alemanas, se dio cuenta en los primeros años del siglo XX de esta verdadera mutación del gusto, y cuando, al orientar ya iniciativas editoriales en su Biblioteca de ideas del siglo XX , quiso incluir en ella los C ONCEPTOS FUNDAMENTALES de Wölfflin, que nuevamente se reeditan, había asumido este cambio de sensibilidad en la historia del arte, y de la necesidad de conceptos sobre los que se pudiera construir esta disciplina. Precursoramente, se dio cuenta de que por las cabezas germánicas pululaban unas cuantas ideas que eran indicio de que esta mutación se imponía con fuerza. Lo prueba su atención al libro de Worringer Abstraktion und Einfühlung, título que Ortega traduce Simpatía y abstracción (los ingleses utilizarían el neologismo empathy en la versión de Michael Bullock, Londres, 1933), en una serie de artículos que bajo el título «Arte de este mundo y del otro» apareció en El Imparcial en el verano de 1911 e incluidos en sus Obras Completas de 1946 (págs. 126 y sigs.). A uno de estos artículos pone el título de «Querer y Poder Artístico», en el que recoge el concepto fundamental de voluntad artística aportado por el profesor vienés Alois Riegl en su libro Stilfragen (Fundamentos para una historia de la ornamentación, Berlín, 1893), que era un primer paso en un intento de historia inmanente del arte, que rompía con la historia tradicional, y que tuvo una enorme importancia en esta mutación de la historia artística a que hemos aludido.
Quizá más que por otra cosa como reacción contra lo que he llamado el atribucionismo, es decir, contra la atención exclusiva del historiador positivista del siglo XIX por atribuir la obra de arte a su muchas veces supuesto autor, y a los cambios de nombre a que este juego de las atribuciones obliga, Wölfflin llega a hablar de una posible historia del arte sin nombres, árido ideal aséptico, que si pudiera lograrse no tendría demasiado atractivo. La Historia del Arte que aplicase, si fuera posible, los métodos de Riegl, sería esa Historia del Arte. Sería una historia del proceso o la evolución de los elementos decorativos, que es el caso a que Riegl aplica su método, ¿pero sería eso posible aplicado a pinturas o esculturas concretas? Lo que se consigue con el método de Riegl es eliminar el elemento humano, creador, diferenciador. La Historia del Arte sin nombres sería la deshumanización definitiva de la Historia del Arte, cosa poco comprensible, ya que, como dijo Ortega, toda obra de arte, y no mostrenca como es el arte decorativo, es ante todo «un trozo de la vida del hombre».
Observando la evolución de los estilos vemos que aquello en lo que difieren uno de otro, clásico y barroco, por ejemplo, es en la configuración peculiar de la obra de arte y en que hay una cierta regularidad en el modo de definir las formas. Estas diferencias caracterizan tanto el estilo personal de un artista como un estilo de época; así pues, tales diferencias son generalizables, pudiendo elevarse a conceptos; Wölfflin formula polaridades o pares de conceptos que oponen un estilo a otro. Estas polaridades, según Wölfflin, nos ofrecen pares de conceptos contrapuestos que nos dan las diferencias capitales entre lo clásico y lo barroco. Tales polaridades son: