Para saber hay que tomar posición. No es un gesto sencillo. Tomar posición es situarse dos veces, por lo menos, sobre los dos frentes que conlleva toda posición, puesto que toda posición es, fatalmente, relativa. Por ejemplo, se trata de afrontar algo; pero también debemos contar con todo aquello de lo que nos apartamos, el fuera-de-campo que existe detrás de nosotros, que quizás negamos pero que, en gran parte, condiciona nuestro movimiento, por lo tanto, nuestra posición. Se trata igualmente de situarse en el tiempo. Tomar posición es desear, es exigir algo, es situarse en el presente y aspirar a un futuro. Pero todo esto no existe más que sobre el fondo de una temporalidad que nos precede, nos engloba, apela a nuestra memoria hasta en nuestras tentativas de olvido, de ruptura, de novedad absoluta. Para saber, hay que saber lo que se quiere pero, también, hay que saber dónde se sitúan nuestro no-saber, nuestros miedos latentes, nuestros deseos inconscientes, por lo tanto. Para saber hay que contar con dos resistencias por lo menos, dos significados de la palabra resistencia: la que dicta nuestra voluntad filosófica o política de romper las barreras de la opinión (es la resistencia que dice no a esto, sí a aquello) pero, asimismo, la que dicta nuestra propensión psíquica a erigir otras barreras en el acceso siempre peligroso al sentido profundo de nuestro deseo de saber (es la resistencia que ya no sabe muy bien lo que consiente ni a lo que quiere renunciar).
Para saber, hay pues que colocarse en dos espacios y en dos temporalidades a la vez. Hay que implicarse, aceptar entrar, afrontar, ir al meollo, no andar con rodeos, zanjar. También –porque zanjar lo implica– hay que apartarse violentamente en el conflicto o ligeramente, como el pintor que se aparta del lienzo para saber cómo va su trabajo. No sabemos nada en la inmersión pura, en el en-sí, en el mantillo del demasiado-cerca. Tampoco sabremos nada en la abstracción pura, en la trascendencia altiva, en el cielo demasiadolejos. Para saber hay que tomar posición, lo cual supone moverse y asumir constantemente la responsabilidad de tal movimiento. Ese movimiento es acercamiento tanto como separación: acercamiento con reserva, separación con deseo. Supone un contacto, pero lo supone interrumpido, si no es roto, perdido, imposible hasta el final.
Tal es, después de todo, la posición del exilio, en algún sitio entre lo que Adorno llamaba la “vida mutilada” (allí donde nos falta cruelmente el contacto) y la posibilidad misma de una vida del pensamiento (allí donde, en la mirada misma, la distancia nos requiere). “Un día habrá que volver a leer la historia del siglo XX a través del prisma del exilio”, escribía Enzo Traverso al principio de su hermosa obra El pensamiento disperso, entre la acogida y la hostilidad, por ejemplo, la de los procesos macarthistas que tuvo que afrontar en América.
Pero Brecht, a pesar de esas dificultades, incluso de esas tragedias cotidianas, consiguió hacer de su posición de exilio un trabajo de escritura y de pensamiento, una heurística de la situación por la que atravesaba, la situación de guerra e incertidumbre en cuanto al porvenir. Expuesto a la guerra, pero ni demasiado cerca (no le movilizaron a los campos de batalla) ni demasiado lejos (padeció, aunque fuera de lejos, numerosas consecuencias de esta situación), Brecht practicó un enfoque de la guerra, una exposición de la guerra que fue a la vez un saber, una toma de posición y un conjunto de elecciones estéticas absolutamente determinantes.
Es sorprendente que el Brecht del exilio sea también el Brecht de la madurez, como dicen, el Brecht de las obras maestras: La novela de cuatro cuartos, Terror y miseria del III Reich, La vida de Galileo, La compra del latón, El Señor Puntila y su criado Matti, El círculo de tiza caucasiano, etc. También es sorprendente –aunque inmediatamente comprensible– que, con tal precariedad de vida, el dramaturgo se dedicara duraderamente a la producción de pequeñas formas líricas: “Por el momento”, escribe en su diario el 19 de agosto de 1940 (en Finlandia), “solo puedo escribir estos pequeños epigramas, octavas y ahora solo cuartetas”.
Ahora bien, en todas partes, en sus formas pasajeras o cíclicas, se trataba de tomar posición y de saber cómo iba la situación a su alrededor, situación militar, política e histórica. Cuando las posiciones brechtianas parecen, hoy más que nunca, “pasadas de moda”. Incluso cuando se ofrece en el elemento del juego y del humor, la escritura brechtiana del exilio nunca deja de suscitar una reflexión sobre el mundo contemporáneo; por ejemplo, en este pequeño fragmento de Diálogos de refugiados:
El pasaporte es la parte más noble del hombre. Y no es tan fácil de fabricar como un hombre. Un ser humano puede fabricarse en cualquier parte, de la manera más irresponsable y sin ninguna razón sensata; un pasaporte, jamás.
DIARIO
Para tomar posición, en general, hay que saber primero cierto número de cosas. Cuando Brecht, en agosto de 1940, asume su posición de exiliado –a riesgo de servir “solo para escribir pequeños epigramas”–, no quiere decir que meta la cabeza debajo de la almohada. Lee febrilmente todos los periódicos que encuentra, se las arregla para que, de toda Europa, hasta utilizando la prensa alemana, le ayuden a mantenerse al corriente de la situación. Ese día, recorta un mapa de Inglaterra elocuentemente titulado Kriegsschauplatz, el “teatro de la guerra”: en él se ve que tras la batalla de Francia, los aviones de la Luftwaffe han identificado sus objetivos militares y situado los aeródromos, las fábricas de municiones, las instalaciones portuarias, las infraestructuras de transporte, los depósitos de carburante.
1. Bertolt Brecht, Arbeitsjournal, 19 de agosto de 1940: “Teatro de la guerra; la isla. Ataques por mar y aire.” Berlín, Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv (cota 277/35).
Desde 1939, Brecht escribió algunos poemas enérgicos con el título Manual internacional de la guerra. Tras la “gran carnicería” de la Primera Guerra Mundial, los dadaístas se habían divertido desglosando poéticamente la noción misma de información por vía de prensa proponiendo recortarlo todo en mil trozos, como a ello invita el texto de Tristan Tzara Para hacer un poema dadaísta:
Coja un periódico.
Coja unas tijeras.
Elija en el periódico un artículo del tamaño que quiera darle a su poema.
Recorte el artículo.
Recorte luego con cuidado cada palabra que forma este artículo y métalas en una bolsa.
Agite suavemente.
Saque ahora cada recorte uno tras otro.
Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa.
El poema se parecerá a usted.
Y así será un escritor infinitamente original y con una sensibilidad encantadora, ¡aunque incomprendida por el vulgo!.
Dos años más tarde, Bertolt Brecht esbozaba este poema:
Por qué nadie imprime en los periódicos
¡Qué buena es la vida! Dios te salve, María:
Qué bueno es mear encima de los acordes de piano
Qué divino es follar entre los juncos alocados por el viento.
Mientras tanto, Brecht tomaba posición en el debate en curso sobre la modernidad literaria y artística: se trataba, para él como para otros muchos, de renunciar a las vanas pretensiones de una literatura “para la eternidad” y de asumir, al contrario, una relación más directa con la actualidad histórica y política. En 1929, Joseph Roth acabará escribiendo:
Si el periódico era tan inmediato, tan sobrio, tan rico, tan fácilmente controlable como la realidad, entonces sin duda podría, como esta, comunicar experiencias vividas. Solo que ofrece una realidad que no es segura, que está filtrada –y una realidad a la que se da una forma insuficiente, lo cual quiere decir, por consiguiente: una realidad falsificada. Porque no hay otra objetividad que una objetividad artística. Solo ella puede representar un estado de cosas de manera conforme a la verdad.