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Bertolt Brecht - Historias de almanaque

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Bertolt Brecht Historias de almanaque
  • Libro:
    Historias de almanaque
  • Autor:
  • Editor:
    Alianza
  • Genre:
  • Año:
    2005
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Historias de almanaque: resumen, descripción y anotación

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Bertol Brecht Historias de Almanaque El círculo de tiza de Augsburgo En - photo 1
Bertol Brecht
Historias de Almanaque
El círculo de tiza de Augsburgo
En tiempos de la guerra de los Treinta Años vivía en la ciudad libre imperial de Augsburgo del Lech un protestante suizo llamado Zingli, dueño de una gran curtiduría y almacén de cueros. Estaba casado con una muchacha de Augsburgo, que le había dado un hijo. Cuando los católicos marcharon sobre la ciudad, sus amigos le instaron a que huyera, mas, bien fuera porque su pequeña familia le retenía, bien porque no quería dejarlo todo plantado en su curtiduría, lo cierto es que no supo decidirse a tiempo.

Seguía, pues, en la ciudad en el momento en que la invadieron las tropas imperiales, y cuando por la noche comenzó el saqueo, corrió a ocultarse en un foso del patio donde se guardaban los colorantes. Su mujer debía refugiarse junto con su hijo en la casa que unos parientes suyos tenían en las afueras de la ciudad, mas se entretuvo demasiado en recoger sus cosas: vestidos, joyas y ropa de cama, y cuando quiso darse cuenta y se asomó a una de las ventanas del primer piso que daban al patio vio con sorpresa cómo irrumpía en él un pelotón de soldados imperiales. Muerta de miedo, lo dejó todo como estaba y huyó por la puerta trasera.

El niño quedó abandonado en la casa. Tendido en su cuna, en medio del vestíbulo, se entretenía jugando con una bolita de madera suspendida del techo por un hilo.

Fuera del niño no quedaba en la casa más que una joven criada, que, mientras se hallaba en la cocina fregando el cobre, oyó ruidos procedentes de la calleja. Se abalanzó hacia la ventana y vio cómo la soldadesca arrojaba desde el primer piso de la casa de enfrente el producto de su pillaje. Corrió entonces la criada al zaguán, y cuando se disponía a sacar al niño de la cuna, oyó cómo golpeaban la puerta de roble de la calle. Presa de pánico, corrió escaleras arriba.

El zaguán se llenó inmediatamente de soldados borrachos y dispuestos a no dejar títere con cabeza. Sabían que aquélla era la casa de un protestante. Milagrosamente, no descubrieron a Anna, que así se llamaba la criada, durante el registró y saqueo de la casa. Tan pronto como se hubo alejado la soldadesca, salió Anna del armario que había utilizado como escondrijo a ver al niño, al cual encontró sano y salvo en el vestíbulo. Rápidamente lo tomó en sus brazos y salió con él al patio procurando no hacer ruido. Había ya anochecido mientras tanto, pero el rojizo resplandor de una casa que ardía no lejos de allí iluminaba el patio. Con horror descubrió en ese momento la criada el cadáver mutilado de su amo. Los soldados habían sacado al curtidor del foso y le habían asesinado.

Sólo entonces comprendió la muchacha el peligro que corría llevando en brazos por la calle al hijo de un protestante. Con gran pesar de su corazón, lo devolvió, pues, a su cuna, le dio leche y, tras acunarlo para que se durmiese, se dirigió hacia el lugar de la ciudad donde vivía su hermana casada. A eso de las diez de la noche, y acompañada por el marido de su hermana, Anna se abrió de nuevo paso entre la soldadesca, que celebraba su victoria, para tratar de localizar a la madre de la criatura, la señora Zingli. Llamaron a la puerta de un caserón. La puerta se entreabrió, pasado un rato, y por la abertura asomó la cabeza de un pequeño anciano, el tío de la señora Zingli. Anna le comunicó, casi sin aliento, que el señor Zingli había muerto, pero que el niño estaba sano y salvo en casa de su madre. El anciano la miró fríamente con ojos de pescado y le explicó que su sobrina no estaba ya allí, y que él, por su parte, no quería saber nada del bastardo protestante. Tras lo cual volvió a cerrar la puerta. Mientras se alejaba, el cuñado de Anna vio correrse una cortina en una de las ventanas, de lo cual dedujo que la señora Zingli seguía allí. Al parecer no se avergonzaba de negar a su propio hijo.

Anna y su cuñado caminaron un rato en silencio. De pronto, la muchacha confesó su propósito de volver a la curtiduría para recoger al niño. El cuñado, hombre ordenado y tranquilo, la escuchó asustado y trató de disuadirla de tan peligrosa idea. ¿Qué tenía ella que ver con aquella gente? Ni siquiera la habían tratado decentemente.

Anna le escuchó en silencio y le prometió no cometer ningún disparate. Sin embargo, se mantuvo firme en su propósito de acudir sin pérdida de tiempo a la curtiduría para asegurarse de que nada le faltaba al niño. Además insistió en ir sola.

La muchacha se salió con la suya. En medio del destruido vestíbulo yacía el niño en su cuna, profundamente dormido. Fatigada, Anna se sentó a su lado y se puso a mirarlo. No se había atrevido a encender una luz, pero la casa vecina ardía aún en llamas, y el resplandor le permitía ver perfectamente a la criatura. Tenía ésta un lunarcito en el cuello.

Tras permanecer largo rato, una hora tal vez, contemplando cómo la criatura respiraba y se chupaba plácidamente el puñito, Anna comprendió que había pasado demasiado tiempo junto a la cuna, que había visto demasiado como para irse ahora sin el niño. Se levantó, pues, y con lentos movimientos envolvió al niño en una colcha, le tomó en sus brazos y abandonó con él la casa, mirando, asustadiza, en torno suyo como alguien que no tiene la conciencia tranquila, como una ladrona.

Dos semanas más tarde, y tras largas deliberaciones con la hermana y el cuñado, Anna se llevó al niño al pueblo de Grossaitingen, donde vivía su hermano mayor, que era granjero. La granja pertenecía en realidad a la mujer, y él no tenía otros derechos que los que le correspondían por su matrimonio. Se había convenido en que Anna revelaría sólo al hermano la identidad de la criatura, pues no conocían a la joven campesina con la que aquél estaba casado ni sabían cómo acogería tan pequeño y peligroso huésped.

Anna llegó a la aldea a eso del mediodía. Su hermano, la mujer y los criados estaban sentados a la mesa. No es que fuese mal recibida, pero le bastó echar un vistazo a su cuñada para convencerse de que debía presentar al niño como propio. Sólo después de que la muchacha explicase que su marido había encontrado trabajo en el molino de una aldea distante y que ella y su hijito debían reunirse allí con él al cabo de un par de semanas, abandonó la cuñada su gélida actitud y se hicieron al niño los debidos elogios y cumplidos.

Después de comer, Anna acompañó a su hermano en busca de leña. Una vez allí, se sentaron en sendos tocones, y Anna le confesó todo. La muchacha vio inmediatamente que su hermano no las tenía todas consigo, que su posición en la granja no estaba aún consolidada. Él la elogió por no haberle dicho nada a su mujer. Estaba claro que no confiaba en que su joven esposa tuviese la generosidad suficiente como para aceptar al pequeño protestante. Consideró, pues, conveniente continuar el engaño. Lo cual no debía resultar a la larga nada fácil.

Anna ayudaba en las faenas del campo a la vez que cuidaba de «su» hijo, por lo que se pasaba el tiempo corriendo de aquí para allá mientras los demás descansaban. El pequeño fue así creciendo y engordando poco a poco. Cada vez que veía aparecer a Anna, se echaba a reír y trataba con todas sus fuerzas de levantar la cabecita. Pero llegó el invierno, y la cuñada comenzó a preguntar por el marido de Anna.

No había inconveniente alguno en que la muchacha se quedara en la granja, pues estaba siempre dispuesta a ayudar. Lo malo era que los vecinos no disimulaban su asombro ante el hecho de que el padre de la criatura no hubiese acudido una sola vez a visitar a su hijo. De no presentar pronto a un padre, comenzarían las maledicencias dentro de la granja.

Un domingo por la mañana enganchó el granjero un caballo y llamó a Anna para que lo acompañara a recoger un ternero en un pueblo próximo. Por el camino, el hermano mayor le explicó a Anna que le había encontrado un marido. Se trataba de un bracero gravemente enfermo, que apenas pudo levantar la cabeza de la mugrienta almohada cuando los hermanos entraron en la pequeña choza donde vivía.

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