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Introducción
“Nuestras historias del pasado son como los restos de un naufragio en la playa…”
CAROLINA HERSCHEL, 1879
Lázaro Cárdenas del Río vivió poco más de 75 años; de mayo de 1895 a octubre de 1970. Su vida transcurrió desde finales del siglo XIX hasta el inicio de la década de los setenta del siglo pasado, periodo durante el cual México y el mundo se transformaron radicalmente. En el primer cuarto de siglo el país vivió una violenta revolución y una larga etapa de reconstrucción que duraron hasta los primeros años treinta. El intento de reorganización de las instituciones, de redistribución de sus riquezas y el armado de su nueva organización política, social y cultural caracterizó a los años siguientes. En la segunda mitad de los cuarenta los militares revolucionarios entregaron el poder a una primera generación de civilistas, que orientaron el desarrollo de la nación por el rumbo de la inversión privada y la continuación del control corporativo de las fuerzas productivas. Con una economía íntimamente ligada a los designios de su vecino del norte, México llegó a la década de los años sesenta con un crecimiento sostenido que fue llamado eufemísticamente “el milagro mexicano”. La distribución equitativa de la riqueza, la justicia social y la conciencia revolucionaria se habían quedado en el camino y sólo aparecían con alguna frecuencia en discursos o aniversarios. A finales de los sesenta un sistema autoritario, unipartidista y defensor de los privilegios de políticos, empresarios y hombres de negocios se había adueñado del país, y de aquella revolución, que había prometido tanto y logrado tan poco, sólo quedaban pocos remanentes.
A lo largo de aquellos 65 años la situación internacional entró dos veces en crisis bélica con proporciones jamás imaginadas por la humanidad; varios imperios se derrumbaron y otros emergieron vigorosos y arrogantes. El fascismo, el comunismo y el capitalismo se disputaron tanto las conciencias, como las organizaciones sociales y los recursos económicos de los cinco continentes, quedando al final de aquella contienda el mundo dividido en dos grandes bloques comandados por los países más poderosos en materia militar e ideológica. Derrotado el nazi-fascismo a partir de 1945 y con el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos de Norteamérica y la Unión de Republicas Socialistas Soviéticas, cada uno con sus aliados y satélites, surgieron, como las dos grandes potencias confrontadas en lo que se daría por llamar la Guerra Fría. Una escalada armamentista protagonizada por estos dos estados, que también derivaría en una competencia por la supuesta conquista del espacio, caracterizaría aquel inicio de la segunda mitad del siglo XX. Los conflictos no cesarían, y el aumenta en la tensión internacional surgiría principalmente en el continente asiático hasta bien avanzada la década de los setenta: primero en Corea, luego entre la URSS y China, y finalmente en Vietnam. En Europa los remanentes de la Segunda Guerra Mundial dividirían a Alemania, identificándose al muro de Berlín como símbolo de la intransigencia desatada por la bipolaridad mundial. Igual en América, fuertes tensiones se vivirían durante la crisis de los misiles entre Estados Unidos, Cuba y la URSS. No tardaría en mostrarse la continuidad de intolerancia norteamericana ante la posible propagación del comunismo en el Caribe y en otros países del Hemisferio Occidental. En 1965 la ocupación de la República Dominicana por parte de los marines trató de mandar el mensaje imperial estadounidense a todo el continente.
Para entonces, y ya recuperados Europa y Japón de la enorme destrucción suscitada durante la Segunda Guerra Mundial, cierta distensión pudo percibirse en algunas áreas que antiguamente se disputaban los dos bloques. Sin embargo hacia finales de la década de los sesenta, al interior de cada una de sus áreas de influencia, la inquietud se dejó sentir de manera palpable. El año 1968 marcó un hito, tanto dentro del mundo socialista como al interior de las sociedades capitalistas de occidente. La primavera de Praga, el mayo de París, y las movilizaciones juveniles en México y en Brasil, en los campus universitarios norteamericanos y canadienses, y los afanes anti-imperialistas del llamado Tercer Mundo, mostrarían que el orden internacional que hasta ese momento imperaba se estaba agotando.
Como hombre de su tiempo, Lázaro Cárdenas del Río, participó en la Revolución Mexicana y logró ascender rápidamente los peldaños del poder militar. Sobre la marcha aprendió y contribuyó a trazar las formas y los estilos de los actores políticos posrevolucionarios. De ser un alfil y operador político del grupo sonorense pasó a ser unos de los militares más influyentes del país en poco más de un lustro. A la hora de transitar de finales de los años veinte a los inicios de los años treinta además de jefe militar de varias zonas del país, fue gobernador de su Michoacán, presidente del Partido Nacional Revolucionario, Secretario de Gobernación y Ministro de Defensa. Muy poco tiempo después se convirtió en el primer presidente de la República Mexicana en cumplir un periodo sexenal que duró de fines de 1934 a diciembre 1940. Durante esos años se revitalizaron algunos principios establecidos por los actores revolucionarios y consagrados en la Constitución de 1917. Una mayor distribución de la tierra y de la promoción colectiva de su explotación; la organización de los campesinos y los trabajadores; la afirmación del estado como el regulador de la vida económica, social y cultural del país; así como el impulso a la educación “socialista”, el fortalecimiento del partido “oficial” y del poder presidencial; la restitución de las riquezas nacionales para el supuesto beneficio de las mayorías y el intento de integrar a las comunidades indígenas al desarrollo del resto del país, fueron algunos de los logros y propuestas que se identificaron con el proyecto cardenista. Su presidencia se convertiría muy pronto en una referencia imprescindible en la historia del siglo XX mexicano.
La conciencia sobre la situación de México en el contexto internacional de aquellos años también adquirió una relevancia particular en aquel michoacano, que había saltado del Occidente provinciano y del Norte bravo a la palestra cosmopolita de la Ciudad de México en menos de dos décadas. La voracidad del imperialismo yanqui, la crueldad con la que el fascismo se cebó sobre la población civil durante Guerra Civil Española y la cruentísima capacidad destructiva que la humanidad vivió durante la Segunda Guerra Mundial, fueron lecciones que Lázaro Cárdenas incorporó a su bagaje intelectual y político desde finales de los años veinte hasta avanzados los años cuarenta. También conoció las propuestas del mundo socialista y no desdeñó los beneficios masivos de un estado preocupado por el bienestar de los diversos sectores que componían su enramado social. Pero igualmente supo del totalitarismo y la intolerancia como enfermedades que afectaban tanto a izquierdas como a derechas.