Curtis Garland - Yo, Lazaro
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- Libro:Yo, Lazaro
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Yo, Lázaro
Curtis Garland
La Conquista del Espacio/
Depósito Legal: B 44.018-1970
1ª Edición: Enero 1971
© CURTIS GARLAND - 1971
sobre la parte literaria
© MIGUEL GARCÍA - 1971
Sobre la cubierta
«...Pero algunos de ellos añadieron: "Y éste que abrió los ojos del ciego ¿no podría haber hecho también que este hombre no muriera?". Estremeciéndose de nuevo, Jesús llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra superpuesta...
«Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto, y dijo: "Padre, yo te doy las gracias por haberme escuchado. Yo bien sabía que me escuchas siempre; pero lo he dicho por este pueblo que me rodea, para que crea que Tú me enviaste". Y después de decir esto, gritó con voz potente: "¡Lázaro, sal fuera!" Salió el muerto, con los pies y las manos atados con vendas, y con el rostro envuelto en un sudario. Díceles Jesús: "Desatadlo y dejadlo ir."»
San Juan, 11: Versículos 37, 38,41,42,43 y 44.
(Nuevo Testamento)
PRÓLOGO
Se quedó mirándome fijamente. Muy fijamente.
Dijo algo extraño, algo que no pude entender.
—Usted no puede hacerme nada, amigo.
—¿No? —dudé—. ¿Por qué no puedo hacerle nada?
—Sería un crimen. Usted me tiene que respetar.
Era una sabandija. Pero todo estaba de su parte y él lo sabía. Me miraba desafiante, burlón. Conocía las leyes.
Las leyes...
A veces, no existe cosa más injusta. Pero están escritas por los hombres para que sean respetadas.
—Usted es un canalla —dije despacio, apretando mis fuertes manos, estrujándolas casi, con ira.
—Tendrá que probarlo, amigo —se burló él—. Y no es tan fácil, no crea. Nuestro mundo es un mundo organizado. No sé de qué jungla ha venido usted, pero yo sé mis derechos, y no permitiré que nadie los pise.
Traté de ser paciente, de no perder el control de mí mismo:
—He trabajado para usted estos tres meses. Debo cobrar, puesto que ya no me necesita y, además me han robado aquí mis ahorros, cuanto poseía...
—Eso tendrá que probarlo y no creo que pueda —rió él—. Ya le dije que admito que tenía usted ahorros, admito que trabajó en mi granja, pero... nada de eso puede demostrarlo ante la ley. —Yo se lo entregué a usted para que me guardase ese dinero...
—Lo siento, amigo —meneó la cabeza con acritud—. Tampoco puede probarlo. ¿Tiene algún comprobante?
—No era necesario. Las personas honradas...
—No se fíe de las personas honradas. No las hay —rió, cínico—. Yo me quedo con su dinero. O mi esposa se queda con él, ¿qué más da? No puede probar nada. Se tiene que largar. No hay ley que lo ampare. Además, usted parece extranjero. ¿Cuál es su nombre?
—Janos, Janos Siodmak —dije, tímido.
—¿Lo ve? Un cochino extranjero. No, no probará nada a nadie. Vamos, vamos, lárguese.
Empecé a enfurecerme. No quería, pero me enfurecí.
—Suponga que no me voy. Suponga que le hago escupir todo lo que hizo y dijo.
—Tendría que matarme —rió él—. Y eso no va a hacerlo usted. Es la pena capital en este Estado.
Y me dio un empellón, incluso una patada en mi espalda. No debió hacerlo. A la vez, decía insultante:
—Ya aprenderá a conocer a la gente y no fiarse de nadie. Estos golpes son los que le curten a uno, imbécil. ¡Vamos, fuera de mi casa! Fuera, extranjero...
Vivir mil años... Eso tenía gracia. Mucha gracia.
Pero los golpes e insultos no tenían gracia. No eran justos. El mundo nunca es demasiado justo con uno.
Me enfurecí. Me volví. Y le maté...
—Yo, le maté. Yo, Janos Siodmak. Yo. Yo, que puedo usar cien, mil nombres, Incluso uno lejano. Uno... «Lázaro»«Yo, Lázaro, maté a aquél hombre. Allí mismo.
* * *
—Le mató —dijo uno de ellos—. Le mató, sí. Pero diablos ¿cómo lo hizo?
Contemplaron una vez más el cuerpo del granjero, sin huellas de violencia, Pero bien muerto.
Luego, los policías contemplaron, perplejos, al hombre alto, enjuto, de grandes manos y rostro sombrío. Uno de los detectives caminó hacia él decidido.
—Ese hombre está muerto. Reventado por dentro —masculló—. Le mató usted, lo ha admitido. SI, pero ¿cómo pudo matarle? ¿Con qué le golpeó y en qué forma, para provocarle tal destrozo interior?
El hombre se encogió de hombros.
—Sencillamente, lo maté —dijo una vez más.
—¡Infiernos, ya lo sé! —se enfadó el policía—. Pero tuvo que haber un medio, un arma, un procedimiento.
—No, ninguno. No hubo ninguno —negó él, calmoso.
—Eso es imposible, amigo. No me venga con historias. ¿Le golpeó bajo una ducha, hasta matarle?
—No había ninguna ducha. No había agua. Le maté ahí mismo, señor.
—Es cierto —afirmó el forense, junto al cadáver—. No hay huellas de agua, aquí.
—Que me ahorquen sí entiendo esto —jadeó furioso el detective—. Usted no le golpeó, pero está triturado. Veamos, Siodmak., ¿dijo llamarse así? Janos Siodmak.
—Eso es, sí.
—Bien, Siodmak. Usted le mató. ¿Cómo?
—Quise matarle. Eso es todo. Lo quise...
Así de sencillo. Exasperado, el policía se frotó el mentón, contemplando con ira al extraño personaje.
—Bueno, eso va a aclararlo de una maldita vez por todas ante el fiscal —masculló—. Pero nadie va a librarle de la cámara de ejecuciones, amigo.
El homicida se encogió de hombros, indiferente.
—Al menos sí me dirá los motivos que tuvo para hacer esto —gruñó el policía.
—Ninguno —dijo el convicto apaciblemente—. Era una mala persona. Las malas personas deben morir. Matar no es tan malo. Se mata en las guerras. Se mata cuando es necesario. Esa vez, era necesario hacerlo.
Eso era todo. El detective farfulló algo y ordenó llevar al asesino. Luego, juró rabioso entre dientes.
LIBRO PRIMERO
CUANDO LE CONOCÍ A ÉL
Debería decir que conocí a «Lázaro» un día que iba a ser, para mí, el primero de una nueva y sorprendente existencia.
«Lázaro», o «él», que de ambas maneras describía yo a mí hombre. Al hombre sorprendente y portentoso que me fue dado conocer de la forma más insólita.
También de una forma trágica, siniestra y oscura.
Entonces conocí a aquel hombre. A mi personaje. Al ser a quien había ido a ver, perdiendo horas de sueño, de descanso. Y también perdiéndome una cita muy agradable con una chica tan atractiva como era Doris. Pero éste era mi trabajo. Uno nunca sabía cuándo debía dejarlo todo parir a alguna parte a enfrentarse con algo que podía ser excitante o ingrato.
Esta vez tocaba lo ingrato. Lo muy ingrato.
Siempre es ingrato ir a ver morir a un hombre.
Sobre todo, en una cámara de gas. En una penitenciaria. Acusado de asesinato. Sin posible apelación.
Ese era el caso de mi personaje. «El» iba a ser ejecutado esa madrugada. Y yo tenía que asistir.
Cuando mi coche me condujo a aquel lugar capaz de producir un escalofrío a cualquier delincuente del Estado de California, yo solamente sabía que el sujeto se llamaba Janos Siodmak, era de origen centroeuropeo, de una familia emigrante, y su muerte en la cámara de gas, por ser la primera en el Estado de California tras un largo período en que la pena capital estuvo en suspenso, tenía al parecer cierto morboso interés para los lectores de mi periódico.
Yo sabía todo eso cuando entré en el edificio rigurosamente vigilado y controlado que era San Quintín, cosa de media hora antes de la señalada para la ejecución.
Lo que no sabía es que un asesino llamado Janos Siodmak, primera víctima de la reimplantada pena de muerte en el Estado, iba a significar tanto en mi vida misma,., después de muerto él.
No podía saberlo. Y si alguien me lo hubiera anunciado, le hubiese tomado por el más loco del mundo.
Sin embargo, así sucedió. Y así comenzó. En la penitenciaría de San Quintín. Minutos antes de ser llevado a la cámara de gas el recluso Janos Siodmak, convicto de asesinato en primer grado.
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