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Diego de Torres Villarroel (1694-1770), hijo de un librero de Salamanca, destacó desde muy joven por su facilidad para los estudios. A su genio natural se le unía una curiosidad sin fin que lo llevaba a leer todos los libros que encontraba en la tienda de su progenitor, desde clásicos latinos hasta tratados de matemática y astrología. El descubrimiento de esta última acrecentaría lo que ha llegado a ser una leyenda alrededor de su figura: una supuesta facultad adivinatoria que lo llevaría a pronosticar, por ejemplo, la Revolución francesa años antes de su desencadenamiento. Tal y como explica en su Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras (1743, aunque hubo diversas ampliaciones posteriores), sin duda su obra capital, viajó por Portugal, desempeñando diferentes oficios para luego, al volver a Salamanca, dedicarse a la vida intelectual hasta el punto de obtener una cátedra en la universidad de la ciudad, que ocupó durante veinticuatro años, y ordenarse presbítero durante una crisis moral y filosófica.
María Angulo Egea es doctora en filología hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. Además, ha sido profesora en la Universidad Complutense y en la Duke University de Carolina del Norte, y actualmente es jefa de estudios y profesora de lengua, literatura periodística y literatura y medios audiovisuales en la facultad de comunicación de la Universidad San Jorge de Zaragoza.
Edición en formato digital: abril de 2016
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© María Angulo Egea, por la introducción, edición y actividades
© 2004, J. M. Ollero y Ramos Distribución, S.L., por la colección Clásicos comentados
© 2016, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
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Ilustración de portada: © Thinkstock
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ISBN: 978-84-9105-266-1
Composición digital: M.I. maquetación, S.L.
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DIEGO DE TORRES VILLARROEL
Vida, ascendencia,
nacimiento, crianza
y aventuras
Edición de
MARÍA ANGULO EGEA
A mi padre
I NTRODUCCIÓN
1. P ERFILES DE LA ÉPOCA
La falta de descendencia de Carlos II el Hechizado marcó las últimas décadas del siglo XVII . España se convirtió en el centro de atención de las potencias europeas; en especial, de Francia y Austria. Ambas dinastías soñaban con incorporar a España a su ámbito de influencias o, como mal menor, en colocar en el trono español a una dinastía neutral, no aliada con sus oponentes. Por ello, las distintas cancillerías y monarquías europeas se enzarzaron en una serie de acuerdos, pactos y compromisos que se anulaban con la misma celeridad con la que se firmaban. Por su parte, en la Península, mientras el monarca recaía una y otra vez en sus ataques de epilepsia y los médicos se esforzaban, incluso con exorcismos, por buscar su cura, la economía continuaba en bancarrota, y el gobierno procuraba en todo caso que la muerte de Carlos II no supusiese la desmembración y el reparto de los restos del imperio colonial, cada día más difícil de mantener. Así pues, y según se fueron desarrollando las circunstancias, se consideró que el nieto de Luis XIV de Francia era el más adecuado sucesor. El testamento de Carlos II así lo dejó expreso: Felipe de Anjou, de la dinastía Borbón, sería el nuevo rey de España.
Lógicamente, la corona austriaca no se conformó con esta decisión y, lejos de aceptar la proclamación en 1700 de Felipe V como rey de España, coordinó junto con Inglaterra, Holanda y una gran parte de los príncipes alemanes, la Gran Alianza para terminar con la figura del Borbón español e imponer al austriaco archiduque Carlos, de la dinastía Haugsburgo, como legítimo sucesor. De este modo, la España empobrecida y endeudada que heredaba Felipe V se veía de nuevo envuelta en una guerra. La Guerra de Sucesión duró catorce años, y si bien no permitió coronarse al austriaco, sí obligó al monarca español a renunciar a sus derechos sobre el trono francés.
En un primer momento el cambio de dinastía no trajo consigo transformaciones radicales. Sacar a España de la profunda crisis económica y política que venía viviendo desde hacía mucho tiempo, así como del letargo cultural, no era tarea fácil. La concepción feudal del estado y el enorme poder de la aristocracia dificultaban las necesarias reformas. Por otro lado, no resultaba sencillo sacar a España de su aislamiento. La modernidad y el pensamiento nuevo del hombre del XVIII tardaron en calar en la Península, en parte por las trabas que pusieron ciertas instituciones, principalmente la Iglesia. Desde luego, el cambio más complicado consistía en transformar la sociedad religiosa y cerrada del Barroco en una sociedad laica, abierta, como quería la Ilustración. Sin embargo, pequeños y grandes pasos se fueron dando y la sociedad española comenzó a transformarse.
Desde el punto de vista político, la nueva dinastía borbónica impuso el absolutismo y el centralismo como formas de gobierno. Después de la fragilidad e inoperancia del último Austria español, había que reforzar la figura del monarca, su poder y capacidad para dirigir el Estado, por encima de la nobleza y el clero, sustentado por una legislación racional. En ello se esforzaron personalidades como Macanaz –de ahí que se ganara la enemistad de la Iglesia y el destierro– y políticos como José Patiño. Se quiso acabar con el sistema de validos para dar paso a un conjunto de ministros que tuvieran delimitadas sus competencias. No se trataba de sabios, sino de hombres preparados política, científica, cultural y humanamente para realizar su trabajo del modo más competente.
El proceso de reforma estaba en marcha. El gobierno se centró, sobre todo, en la economía, el intervencionismo económico se hizo patente, así como el regalismo eclesiástico. Se quería convencer a la sociedad de la importancia del trabajo, de la necesidad de ser una nación dinámica y productiva. Había que favorecer el comercio y para ello se procuró la mejora de las carreteras y los demás medios de comunicación e infraestructuras. Esta actividad laboral y comercial chocaba con las normas que regulaban a la nobleza española que consideraba indigno cualquier clase de ocupación. Por ello, la reforma tuvo que encargarse de prestigiar el trabajo y, en especial, el trabajo manual, que era el más denostado.
Se hizo necesaria una reforma educativa. De hecho se confió en la educación como medio para cambiar la mentalidad y lograr una sociedad más desarrollada. Se buscaban unos mínimos prácticos, como que las gentes estuvieran preparadas para realizar oficios concretos.
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