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FILTRACIONES, FILTRACIONES Y MÁS FILTRACIONES
Los espías rusos participaron en una serie de ataques cibernéticos y en una amplia campaña de desinformación, con el fin último de sembrar caos y socavar la fe pública en nuestros procesos, en nuestro liderazgo y por último en nosotros mismos. Y ésta no es sólo la opinión de este senador: es el consenso de toda la comunidad de inteligencia de Estados Unidos.
MARK WARNER,
senador por el estado de Virginia en audiencia pública.
El 22 de julio de 2016 el mundo se despertó con la noticia de que Wikileaks, la organización liderada por Julian Assange que publica en línea documentos confidenciales de los gobiernos nacionales, liberó 19 252 correos electrónicos internos del Partido Demócrata. Fiel a su hábito, Wikileaks no analizó el contenido ni borró nada —nombres, direcciones electrónicas de las personas involucradas— y simplemente publicó el bonche entero.
Los correos contenían desde cosas tan triviales como la pregunta de John Podesta, jefe de campaña de Hillary Clinton, sobre dónde debería pedir pizza para un evento con el fin de obtener fondos para la campaña,
Los efectos de la filtración de los correos fueron casi inmediatos. A Wasserman se le prohibió participar en la convención del partido, en la que por tradición se elige al candidato. En el último de los tres días del evento, Wasserman renunció a su cargo.
Julian Assange, director de Wikileaks, que para entonces llevaba ya casi cuatro años encerrado en la embajada de Ecuador en el Reino Unido, no reveló la fuente que le ofreció los correos a su organización, pero tiempo después un hacker (o grupo de hackers) autodenominado Guccifer 2.0 proclamó ser el responsable de la filtración masiva de correos.
De inicio, la persona Guccifer 2.0 dijo ser rumana; sin embargo, cuando un reportero le pidió que escribiera algo en rumano, las frases que utilizó, según expertos de la lengua, eran traducciones literales que se obtenían al utilizar Google Translate. Aunque los documentos se conocieron por Wikileaks hasta el 22 de julio de ese año, Guccifer entró al servidor de los demócratas el 14 de junio. Su publicación con más de un mes de retraso obedecía a la intención de generar un máximo impacto al revelar el contenido de los correos.
Cuatro días antes de la revelación hubo un aviso, Guccifer mostró al sitio The Hill diversos documentos con la estrategia electoral de los demócratas; entre ellos, todo lo que tenían preparado para atacar a Donald Trump una vez que fuera nominado a la presidencia por el Partido Republicano.
Según Crowdstrike —la compañía contratada por el Partido Demócrata para determinar la identidad de Guccifer y cómo entró al servidor de correos—, el responsable era en realidad un colectivo de hackers auspiciado por el gobierno ruso. El portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, rechazó la acusación de inmediato.
El colectivo, como uno pensaría, no era tan sofisticado. En realidad se aprovechó de la inocencia de los funcionarios demócratas y de una cadena de errores: Podesta recibió un correo electrónico en su cuenta privada en el que se le pedía cambiar su contraseña por cuestiones de vulnerabilidad. Al verlo, le reenvió el mensaje a uno de sus ayudantes y éste, por la prisa, le respondió que el correo era “legítimo” cuando en realidad quiso escribir “ilegítimo”. Podesta confió en su asesor y “cambió” la contraseña. Lo que hizo fue entregar sin chistar su password directamente a los rusos.
Al día de hoy, el Federal Bureau of Investigation (FBI, Oficina Federal de Investigación) no tiene ninguna duda de que el gobierno ruso logró con éxito incidir en el proceso electoral estadounidense. El hackeo de Guccifer y la filtración posterior de Wikileaks son sólo una pequeña parte de la campaña liderada por Moscú para desestabilizar a Estados Unidos.
Al día de hoy se desconoce qué tan profundas fueron la influencia y la intervención de Rusia. Incluso, hasta la publicación de este libro, continúan los reportajes sobre hechos antes desconocidos. Uno de ellos, publicado por Bloomberg, sostiene que los hackers llegaron a penetrar bases de datos con los registros de votantes en Illinois, al grado de que la Casa Blanca habló al Kremlin a través del así llamado “teléfono rojo” para quejarse. Según ese mismo texto, los hackers tuvieron acceso a diversos documentos de autoridades electorales en 39 de los 50 estados de la Unión.
El gobierno ruso y sus hackers son, hoy por hoy, una de las mayores amenazas a la estabilidad mundial.
El internet, contrario a lo que mucha gente piensa, no es un lugar regulado. No se encuentra bajo control de gobiernos; si acaso, en algunos estados autoritarios. Ahí las leyes locales son capaces de restringirlo. Es lo que sucede en países como China o Turquía, donde el presidente Recep Tayyip Erdogan tiene la facultad para suspender las redes sociales si así lo desea.
Esta facultad tampoco es nueva. Desde el advenimiento de las redes sociales, el gobierno turco ha utilizado diversas herramientas para evitar que sus ciudadanos accedan a ellas. Una de estas herramientas es el “secuestro” de direcciones. En términos simples, la dirección local en la que se encuentra un sitio, por ejemplo el buscador Google, pasa a manos del gobierno turco. Cuando el usuario desea acceder al sitio o utilizarlo como medio para llegar a otro, encuentra un mensaje que le comunica que el sitio en cuestión no existe o simpemente prohibe su ingreso.
Esto nunca ha sucedido en México, salvo cuando el entonces Instituto Federal Electoral solicitó a YouTube eliminar el video que parodiaba una canción con el fin de acusar al entonces gobernador de Veracruz, Fidel Herrera, de robo.
En Rusia, en cambio, la intervención del Estado en internet no tiene disfraz. Para censurar contenido o espiar a usuarios no se invoca ningún tipo de disposición legal, ya que el gobierno controla, de facto, todo el tráfico de internet que entra y sale del país, y lo hace de manera sencilla. Dentro de la M9, una de las estaciones de comunicación más grandes del país —un edificio de 13 pisos, en el cual sólo 12 tienen ventanas—, hay tres oficinas importantes.
La primera es la que contiene el llamado MSK-IX, el punto de conexión por el que transita gran parte de las líneas de internet del país. A unos cuantos pisos se encuentra la segunda, la de Google, ubicada ahí para garantizar mayor velocidad en las conexiones de usuarios a su sitio. La tercera se encuentra en el octavo piso de la estructura, y la ocupa la Federalnaya Sluzhba Bezopanosti, o la FSB, la sucesora de la temida KGB, la agencia de seguridad de la Unión Soviética. Más allá de sus oficinas, la FSB tiene presencia en todo el edificio a través de un conjunto de cajas que tienen las siglas SORM escritas en un costado. Systema Operativno-Rozysknikh Meropriatiy (SORM), se traduce más o menos al español como “medidas operativas de búsqueda”, un término vago que sirve para encubrir el verdadero propósito de esas cajas: tener acceso irrestricto a todo el internet ruso.
Y es que el control de la información en Rusia —y durante la existencia de la Unión Soviética— no es nada nuevo o sorprendente: Iósif Stalin y el Politburó —el comité que tomaba las decisiones importantes dentro del Partido Comunista— tuvieron la idea de crear una versión falsa de