A. J. P. Taylor, uno de los historiadores más populares y controvertidas del siglo XX, que hizo accesible la historia a millones de personas, provocó una oleada de indignación con este polémico bestseller. Revisando lo que eran verdades aceptadas acerca de la Segunda Guerra Mundial, argumentó que Hitler no consideraba en sus planes hacer la guerra, pero que acabó metido en ella en parte por accidente, y también por las torpezas de los demás.
Ferozmente atacado por reivindicar a Hitler, Taylor reexamina los acontecimientos que precedieron a la invasión nazi de Polonia el 1 de septiembre de 1939, abriendo con ello un nuevo debate. Su libro ha sido reconocida por muchos como una obra brillante y un clásico de la investigación histórica contemporánea.
A. J. P. Taylor
Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial
ePub r1.0
loto 25.07.14
Título original: The Origins of the Second World War
A. J. P. Taylor, 1961
Traducción: Luis del Castillo Aragón
Diseño de cubierta: loto
Editor digital: loto
ePub base r1.1
C APÍTULO I
UN PROBLEMA OLVIDADO
Han pasado más de veinte años desde que empezara la Segunda Guerra Mundial, y más de quince desde que terminó. Para los que la vivieron, formará parte de su experiencia directa hasta el día en que, de pronto, comprendan que, como la que la precedió, ha entrado en la Historia. Para un profesor, llegará ese día cuando se dé cuenta de que sus alumnos no habían nacido al iniciarse el conflicto y que no pueden siquiera recordar su final; cuando vea que la consideran tan lejana, como él la guerra de los Boers. Sin duda, habrán oído a sus padres contar algunos episodios de ella; sin embargo, tendrán que aprenderla ante todo en los libros. Los más grandes actores han abandonado la escena: Hitler, Mussolini, Stalin y Roosevelt han muerto, Churchill se ha retirado de la vida pública, y únicamente De Gaulle continúa desempeñando un papel. La Segunda Guerra Mundial ha dejado de pertenecer al «hoy», para desplazarse al «ayer». Los historiadores tienen la palabra. La historia contemporánea, en su sentido estricto, estudia los acontecimientos cuando todavía están «calientes», los juzga según los criterios del momento, despierta en el lector un sentimiento de participación. Nadie menospreciará la Segunda Guerra Mundial en tanto tenga ante los ojos el gran ejemplo de Sir Winston Churchill. Pero llegará un momento en el que el historiador habrá de juzgar aquellos acontecimientos con la misma objetividad que la Cuestión de las Investiduras o de la guerra civil inglesa. Al menos, tendrá que intentarlo.
Eso fue lo que se pretendió después de la Primera Guerra Mundial, pero desde un punto de vista algo diferente. La guerra en sí misma ofrecía relativamente poco interés. La disputa en torno a la gran estrategia fue considerada como un asunto particular entre Lloyd George y los generales. La historia militar y oficial británica —contribución polémica a aquella disputa— no se acabó hasta 1948. Casi nadie estudió las tentativas de paz negociadas ni la evolución de los fines de la guerra. Fue necesario esperar hasta hoy para tener algunos elementos sobre un tema tan capital como lo fue la política de Woodrow Wilson. La cuestión que monopolizó el interés de los historiadores fue la de saber cómo había estallado el conflicto. Los gobiernos de todos los grandes países, exceptuando el de Italia, hicieron abundantes revelaciones extraídas de sus archivos diplomáticos. Los periódicos franceses, alemanes y rusos centraron su interés exclusivamente en aquel aspecto. Ciertos escritores consiguieron labrarse una reputación merced a su estudio: Gooch, en Inglaterra; Fay y Schmitt, en los Estados Unidos; Renouvin y Camille Bloch, en Francia; Thimme, Brandenburg y Von Wegerer, en Alemania; Pribram, en Austria; Pokrovsky, en Rusia, por no citar sino a algunos.
Un determinado núcleo de investigadores se concentró en el análisis de los acontecimientos de julio de 1914; otros llegaron hasta la crisis marroquí de 1905 o hasta la diplomacia de Bismarck; pero todos coincidieron en estimar que aquél era el único período interesante. Los cursos universitarios se detuvieron bruscamente en agosto de 1914 y aún hoy siguen estancados en esta fecha. Los alumnos estaban de acuerdo: querían oír hablar de Guillermo II y de Poincaré, de Grey y de Iswolski. El telegrama a Krüger les parecía más importante que Passchendaele, el tratado de Björko más importante que el acuerdo de Saint-Jean-de-Maurienne. El desencadenamiento de la guerra constituía el gran suceso que había modelado el presente. Cuanto se había producido a continuación, representaba el desarrollo de determinadas consecuencias inevitables, sin significado para la actualidad. Al comprenderlo, debíamos estar en condiciones de saber cómo habíamos llegado al punto en que nos encontrábamos, y, naturalmente, cómo actuar para no volver a hallarnos en una situación semejante.
Por lo que se refiere a la Segunda Guerra Mundial, el proceso ha sido casi inverso. El gran motivo de atracción, tanto para los autores como para los lectores, resultó ser la guerra en sí misma. No sólo las campañas, aunque hayan sido minuciosamente estudiadas, sino también la política, y, muy especialmente, la de los grandes aliados. Sería difícil contar los libros publicados sobre el armisticio francés de 1940, o sobre las conferencias de Teherán y de Yalta. La «cuestión polaca», se interpreta como la disputa entre la Rusia soviética y las potencias occidentales, con la cual terminó el conflicto, y no se piensa en las exigencias alemanas que hicieron que comenzase. Los orígenes despiertan relativamente escaso interés. Se estima, en líneas generales, que aparte de algunos nuevos detalles de carácter eventual, no queda nada importante por descubrir. Nos sabemos todas las respuestas y ya no hacemos más preguntas. Los autores que han abordado el tema —Namier, Wheeler-Bennett, Wiskemann, en lengua inglesa, Baumont, en francés— han publicado todos sus libros poco después de terminada la guerra y en ellos expresan las ideas que alimentaban durante el curso del conflicto, e incluso antes. Veinte años después de que se desencadenase la Primera Guerra Mundial, pocas personas hubiesen aceptado sin más las explicaciones dadas en agosto de 1914. Más de veinte años después del final de la segunda, casi todo el mundo acepta las explicaciones dadas en septiembre de 1939.
Quizá, por supuesto, no haya nada nuevo que descubrir. Quizá, esta Segunda Guerra Mundial, planteada conjuntamente con todos los demás grandes acontecimientos de la Historia, tenga una explicación muy sencilla y definitiva, evidente desde el principio y no modificada después por nada. Parece, sin embargo, improbable que los historiadores que escriban dentro de cien años, consideren estos acontecimientos del mismo modo que los consideraron las gentes de 1939, y el historiador actual debería tratar de anticipar el juicio del porvenir en vez de repetir el del pasado. Pero no lo hacen y son varias las razones que motivan su negligencia. Todos los autores tratan de ser objetivos, imparciales, de elegir su tema y de expresar su opinión sin preocuparse de las circunstancias que se pudieran plantear en cada caso. Pero, como seres humanos, viven dentro de una colectividad y responden, aunque sea inconscientemente, a las necesidades de su época. El gran profesor Tout, cuya obra transformó la historia medieval en nuestro país, ha desplazado el acento, por razones de saber abstracto, de la política a la administración. De igual modo, podría decirse que los historiadores del siglo XX escriben preferentemente para los funcionarios civiles, en tanto que los del XIX lo hacían para los estadistas. Es así como los autores de obras en torno a las dos guerras mundiales deberían haber considerado todo cuanto suscitaba todavía algún problema, o cuanto proporcionase lecciones para el presente. Nadie escribe un libro que no tenga la suficiente garra como para interesar a los demás ni mucho menos un libro que ni siquiera le interese a él.