(fragmentos)
§ 181. Nueva observación que muestra que los hombres
no viven conformemente a sus principios
Se mire por donde se mire, no se me podrá negar que los hombres actúan en contra de sus principios. Pues si se me dice que los antiguos idólatras disponían de ciertas nociones de sus dioses que les enseñaban que estos recompensan la virtud y castigan el vicio, pregunto: ¿de dónde procede entonces que los idólatras fuesen tan malvados? Y si se me dice que eran malvados porque su detestable teología les representaba a sus dioses como culpables de mil crímenes, pregunto: ¿de dónde procede entonces que haya habido tantas gentes honestas entre los paganos y que haya tantos malvados entre los cristianos, a quienes esa razón no se puede aplicar? Nunca se me responderá, a no ser que se haga reconociendo que el verdadero móvil de las acciones del hombre es muy diferente de la religión. Lo cual no impide que se pueda decir que la religión constituye a menudo parte de ese móvil, y que le da grandes fuerzas [al hombre] para [realizar] las cosas a que nos inclina el temperamento: por ejemplo, un hombre bilioso se arma en seguida de celo contra quienes no pertenecen a su secta. Se dice que la causa de esto es la fe. Dígase más bien que es la gana natural, y el placer que todos obtenemos por sobrepasar a nuestros rivales y por vengarnos de quienes condenan nuestra conducta.
El autor del Tratado de religión contra los ateos, los deístas y los nuevos pirrónicos, imprimido el año 1677 []. Lo prueba muy juiciosamente, mas, dado que no se ha prevenido contra una cosa que yo creo haber demostrado, a saber: que los hombres no siguen sus principios, se le puede objetar con razón que nada ha probado a este propósito. Lo que hace decir a uno de sus supuestos personajes no puede ser puesto en duda en buena teología: que todos los paganos han consagrado, por así decir, la inclinación predominante de su naturaleza, y que a partir de aquí se han fabricado virtudes y bienaventuranzas; que, en las acciones difíciles, el fantasma de la gloria les confortaba y les empujaba a hacer esfuerzos que llevaban al ejemplo más allá de toda imitación; que la desesperanza a la que arrojaban a todos sus espectadores constituía para ellos un placer delicioso que compensaba sobradamente todas sus penas; que Manlio Torcuato, que idolatraba la gloria y la patria, inmoló a su hijo a este ídolo:
El amor de la patria y el amor de la gloria
Sobre la naturaleza misma obtienen la victoria [].
Que Alejandro era de sangre ardiente, de corazón arrojado, de alma grande y ambiciosa; que todo esto mezclado le ha servido para formar lo que se llama generosidad; que Tito, por el contrario, sentía naturalmente horror por la sangre y la matanza, que encontraba encantador ser amado por el pueblo, que ha convertido en un mérito este amor propio; que Epicuro amaba los placeres de los sentidos, que ha hecho de ellos su felicidad; que Séneca tal vez era menos sensible a ellos, que ha hecho su virtud de todo lo que repele a la naturaleza; que Catón era frío y flemático, que ha cambiado su flema en sabiduría []. ¿Acaso no es esto lo que yo he dicho tantas veces, que los paganos no han hecho sino seguir la inclinación de su temperamento y del gusto que se habían labrado por un cierto tipo de gloria? Ahora bien, puesto que siguiendo esta ruta han encontrado a veces el ejercicio de la virtud, ¿qué razón hay para negar que los ateos puedan llegar a ella?
¿Tal vez que sólo desean débilmente el elogio? Pero, ¿qué más puede hacerse que lo que hizo Spinoza poco antes de morir? La cosa es reciente, y yo la sé por un gran hombre que la sabe de buena tinta. Era el mayor ateo que jamás haya habido, y se había engreído hasta tal punto por algunos principios de su filosofía que, para meditarlos mejor, se entregó al retiro, renunciando a todo lo que llamamos placeres y vanidades del mundo, ocupándose tan sólo en estas abstrusas meditaciones. Al sentir que su fin estaba cerca, hizo venir a su casera, y la rogó que impidiese que algún ministro [] viniese a verle encontrándose en semejante estado. Su razón era, como se ha sabido por uno de sus amigos, que quería morir sin discutir, y que temía caer en alguna debilidad de los sentidos que le hiciese decir algo de lo que se pudiese sacar partido para atacar sus principios. Es decir: temía que se propalase por el mundo que, a la vista de la muerte, habiéndose despertado su consciencia, ésta le había hecho desmentir su valentía y renunciar a sus opiniones. ¿Se puede encontrar una vanidad más ridícula y más osada que ésta, y una pasión más loca por la falsa idea que uno se ha hecho de la constancia? Veremos en seguida algunos ejemplos de naturaleza semejante.
§ 182. El ateísmo ha tenido sus mártires. Esto es marca indudable
de que no excluye las ideas de la gloria y de la honestidad.
Reflexión sobre la conducta de Vanini
Cuando considero que el ateísmo ha tenido mártires, ya no dudo de que los ateos se hagan una idea de la honestidad que tiene más fuerza sobre su espíritu que lo útil y que lo agradable. Pues, ¿de dónde procede el que Vanini se haya entretenido indiscretamente dogmatizando ante personas que podían denunciarle a la justicia? Si sólo buscaba su utilidad particular debía contentarse con gozar tranquilamente de una perfecta seguridad de consciencia sin cuidarse de tener discípulos. Es preciso, por tanto, que haya tenido ganas de tenerlos, y esto, o a fin de convertirse en jefe de un partido, o a fin de liberar a los hombres de un yugo que, en su opinión, les impedía divertirse a sus anchas. Si ha querido convertirse en jefe de un partido, ello es señal de que no consideraba los placeres del cuerpo ni las riquezas como su último fin, sino de que trabajaba por la gloria. Si ha querido liberar a los hombres del miedo a los Infiernos, con los que creía que eran importunados intempestivamente, ello es signo de que se ha creído obligado a hacer un favor a su prójimo y de que ha juzgado que es honesto trabajar por nuestros semejantes no solamente en perjuicio nuestro, sino también poniendo en peligro nuestra vida. Pues Vanini no podía ignorar que un ateo que sólo buscase su utilidad alcanzaría mejor su objetivo entre buenos devotos que entre malvados, porque un buen devoto no utiliza contra uno camarillas ni intrigas, y tiene tan poca disposición a engañar o a apropiarse del bien del prójimo, que prefiere ceder su derecho antes que litigar contra un hombre al que ve resuelto a cometer perjurio; mientras que un malvado es el primero en servirse del fraude y del perjurio, y en hacer fracasar los designios de sus competidores mediante todo tipo de vilezas. De manera que a un ateo que quiere hacer fortuna le interesa que sólo haya almas cándidas sobre la tierra; y Vanini no entendía nada de esto, si es que quería pescar en río revuelto, pues quería establecer el ateísmo. Más bien habría que trabajar en hacer al mundo devoto. Sabía, por otra parte, que el castigo para aquellos que enseñan el ateísmo es la pena de muerte; de tal manera que al trabajar en la expansión de sus impiedades arriesgaba al mismo tiempo las ocasiones de aprovecharse de la buena consciencia de los demás hombres y su propia vida. Así pues, es preciso que una falsa idea de la generosidad le haya hecho creer que debía sacrificar sus intereses a los del prójimo.
¿Pero de dónde procede que no haya engañado a sus jueces y que haya preferido morir entre los más rudos tormentos a ofrecer una retractación que, según sus principios, no podía perjudicarle en nada en el otro mundo? ¿Por qué no fingir estar desengañado de las propias impiedades, pues no creía que la hipocresía hubiese sido prohibida por Dios? Se ha de reconocer en esto, o bien que se proponía hacer que se hablase de él, como aquel mindundi que quemó el templo de Diana, o bien que se había hecho una idea de la honestidad que le llevó a juzgar como una bajeza indigna de un hombre disfrazar las propias opiniones por miedo a sufrir la muerte. Por consiguiente, no podría negarse que la razón, sin un conocimiento expreso de Dios, puede volver a los hombres hacia el lado de la honestidad, sea ésta bien o mal conocida. En todo caso, el ejemplo de Vanini es una prueba incontestable de lo que tantas veces he dicho, a saber: que los hombres no actúan de conformidad con sus creencias. Pues si este loco hubiese actuado de esta suerte, habría dejado a cada cual en su opinión, o más bien habría deseado encontrar por doquier buenos devotos que se dejasen engañar fácilmente por un hipócrita. ¿Qué le importaba a él que un verdadero cristiano se privase de los placeres del mundo? Si esto le daba lástima, podía salir de su sistema, que en nada le comprometía en favor del prójimo; aparte de que se engañaba groseramente, pues no hay dulzuras en el pecado que igualen a las dulzuras de que un alma devota goza en esta vida. Por lo que hace a los otros cristianos, no tenía de qué lamentarse, pues no se divierten menos que si careciesen de religión. Tras haber dogmatizado inoportunamente, habría podido al menos jurar que había reconsiderado sus errores y que firmaría con su sangre todos los artículos de nuestra creencia. En lugar de esto, consideró como un ridículo punto de honor endurecerse en los tormentos. Lo cual muestra que, con una obstinación de esta naturaleza, habría sido capaz de morir por el ateísmo aunque hubiese estado totalmente convencido de la existencia de Dios.