BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA
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INTRODUCCIÓN
Libertinismo erudito y filosofía en el siglo XVII
Pedro Lomba
Durante los primeros años veinte del siglo XVII suena con fuerza en Francia una terrible e indignada voz de alarma: la corte de París se halla infestada desde finales del siglo anterior de toda suerte de «blasfemos», «licenciosos» y «ateístas». Todos ellos son rápidamente agrupados bajo la equívoca categoría de «libertinos», término peyorativo que pronto le es atribuido a todo aquel que demuestre una actitud poco respetuosa, o simplemente crítica, con la religión, las costumbres, las opiniones oficialmente establecidas y sancionadas.
Si bien es cierto que los apologistas.
Esta amalgama de personajes heterogéneos bajo la misma y única rúbrica de «libertinismo», la cual es utilizada indistintamente en el medio cultural francés desde la primera mitad del siglo por los apologistas de la fe y de la tradición intelectual cristiana —aunque quienes se convierten en objeto de sus ataques prefieren denominarse a sí mismos «espíritus fuertes» o «desengañados»—, ha exigido del historiador de la filosofía y de las ideas la introducción de una distinción que sirve cuando menos para arrojar alguna luz sobre este complejo fenómeno. Éste se bifurcaría en dos corrientes distintas: por una parte, se ha de distinguir a los personajes, literatos en su mayoría, que sin tapujo alguno exhiben con su comportamiento y en sus escritos una irreverencia violenta, agresiva, por lo que hace a la religión. Herederos de la gran literatura satírica francesa del XVI (sobre todo de la de François Rabelais), su espíritu se perpetúa en el llamado libertinismo, sin más, del XVIII: en la obra de Voyers d’Argens o del marqués de Sade, por poner tan sólo dos ejemplos ilustres. La categoría bajo la que han sido subsumidos por la crítica más reciente es la de «libertinismo escandaloso» o «libertinismo de las costumbres», se discuten, se defienden, se critican o se fundamentan, según los casos, las grandes tesis y actitudes que definen a dicho movimiento. Algunos aspectos de la obra de autores como Descartes, Hobbes, Spinoza, Pascal o Malebranche constituyen en buena medida una suerte de diálogo secreto con determinadas tesis puestas sobre la mesa por el libertinismo erudito. A este tipo de libertinismo está consagrada la Antología que el lector tiene en sus manos.
Una vez marcada la diferencia entre el llamado «libertinismo de las costumbres» y el «libertinismo erudito», el historiador de las ideas se encuentra con una segunda dificultad: cómo definir a este último, cómo destacar los rasgos comunes que permiten reconocer a este movimiento de pensamiento. Pues el libertinismo erudito se constituye efectivamente, más que como una escuela filosófica compacta y unitaria, como un fenómeno intelectual enormemente complejo imposible de encuadrar dentro de los límites siempre nítidos de una escuela o un sistema. Lo que en principio lo define es el hecho de que se presenta a la mirada del historiador como un movimiento eminentemente crítico que se desarrolla en una variedad heterogénea de autores, y en una multiplicidad abigarrada de textos, que sólo pueden ser agrupados en una misma tradición en función de la crítica a que se entregan y de las estrategias que despliegan para llevarla a cabo. El libertinismo erudito, ciertamente, se ofrece como un conjunto de comportamientos y de temas, de topoi de tratamiento casi obligado, que van a hacer que entre en crisis, progresiva pero definitivamente, el universo orgánico de certezas que constituye la estructura cultural —o sea: la estructura ética, política y teológica— de la civilización europea del XVII.
Ahora bien, esta segunda dificultad en su definición es doble: por una parte, son tenidos por libertinos eruditos autores tan dispares en su inspiración, en su profesión y en su posición social como el canónigo Pierre Charron, acusado de deísmo; el bibliotecario Gabriel Naudé, quien trabaja sucesivamente para Richelieu, el cardenal Mazarino y la reina Cristina de Suecia; el escéptico François de La Mothe Le Vayer, preceptor de Luis XIV y procurador general en el Parlamento de París; los epicúreos Pierre Gassendi o Charles Marguelet de Saint-Denis, señor de Saint-Évremond, etc. Por otra, es también variopinto, o al menos eso parece en principio, el conjunto de autores a los cada libertino erudito considera como sus predecesores o como sus fuentes de inspiración más o menos directa, tanto en la antigüedad clásica y helenística como en el Renacimiento. ¿Significa esto que semejante categoría, una vez cribada de la de «libertinismo» en general, no es más que un concepto artificial, fabricado por el historiador de las ideas o de la filosofía para poner un poco de orden ahí donde el orden es imposible: dentro de un movimiento de pensamiento en el que florece un conjunto de autores que, desde convicciones y presupuestos diversos, sólo coinciden en poner en tela de juicio la doxa teológica, ética y política establecida? ¿Y acaso no es este enjuiciamiento de la doxa aquello en lo que se reconoce, sin más, toda filosofía?. Más aún: dado que quienes son acusados por la apologética de ser libertinos han sido hasta hace relativamente poco tiempo considerados como autores «menores», «marginales»; dado que la historia oficial de la filosofía y de la cultura les ha prestado una atención cuando menos escasa, por no decir inexistente, ¿no se puede pensar legítimamente que la noción de «libertinismo» —y por extensión la de «libertinismo erudito»— es una categoría cuya principal utilidad es la de confinar en una suerte de albañal de la historia a determinados escritos y escritores difícilmente clasificables, difícilmente compatibles con lo que las interpretaciones al uso, clásicas, del XVII pretenden que constituye el espíritu de este siglo? Nosotros no lo creemos, pues, en primer lugar, y como esperamos indicar con estas páginas, no nos cabe ninguna duda de que la plena comprensión de la gran filosofía de este siglo exige un conocimiento profundo de este fenómeno cultural. Y, en segundo lugar, tampoco nos cabe duda alguna de que hay una manera de otorgar una unidad intrínseca, en ningún modo artificiosa, a este heterogéneo grupo de autores. Aunque sólo sea por la coincidencia de todos ellos en su decidida voluntad de someter las opiniones y las ideas recibidas —y en primer lugar las que parecen más sólidamente blindadas: las ideas éticas, políticas y religiosas que configuran la época— a una crítica libre, no sometida a ninguna forma de autoridad ajena a la propia razón, y, de una manera tal vez más particular, por la unidad de las estrategias que diseñan para desarrollar y expresar dicha crítica.