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Para JO
sine qua non
Si yo me veo en el deber de referir lo que se cuenta, no me siento obligado a creérmelo todo a rajatabla (Heródoto, Historias 7.152).
Solo se cree lo que es verdad o lo que es verosímil. Por consiguiente, si se cree algo improbable e inverosímil, tiene que ser verdad, pues no es la probabilidad ni la verosimilitud lo que hace que parezca verdad
(Aristóteles, Retórica 1400a).
No creen en nada extraordinario quienes a lo largo de su vida no han encontrado maravillas indescriptibles (Pausanias, Descripción de Grecia 10.4).
Un conocido nuestro, literato bastante distinguido, que había pasado gran parte de su vida entre los libros, me entregó un volumen enorme escrito, según dijo, por él mismo, lleno de informaciones acumuladas a partir de numerosísimas y variadísimas lecturas de textos raros... Lo cogí lleno de ansiedad, como si hubiera encontrado el cuerno de la abundancia y me encerré en lo más recóndito de la casa para leerlo sin que nadie me interrumpiera. Pero, ¡por Júpiter!, lo que encontré en él no era más que una colección de curiosidades... Se lo devolví sin perder un instante (Aulo Gelio, Noches áticas 14.6).
Prólogo
Los griegos antiguos fueron un pueblo maravilloso. Dieron al mundo occidental la democracia y el teatro, y muchas formas artísticas y ramas del saber serían inconcebibles sin ellos. Decir que «la caracterización general más cierta de la tradición filosófica occidental es que consiste simplemente en unas cuantas notas explicativas a Platón» quizá sea una afirmación no del todo cierta, pero la influencia permanente de la filosofía griega es innegable. ¿Quién puede especular cómo habrían sido nuestras vidas sin las inesperadas victorias de Maratón y Salamina?
La idea de que los griegos fueron un pueblo maravilloso nos ha acompañado siempre, pues nunca les asustó afirmar la posición especial que ocupaban en el mundo: ellos eran los helenos, y todos los demás eran bárbaros, término que habitualmente tenía connotaciones negativas. Grecia tuvo la gran fortuna de permanecer más o menos intacta cuando fue absorbida en el imperio de un pueblo que tenía un complejo de inferioridad enorme, y al menos durante las primeras generaciones después de su conquista, bien merecida, en el terreno intelectual y artístico. Por consiguiente los griegos no tuvieron ninguna dificultad en mantener la elevada opinión que tenían de sí mismos, y estarían muy complacidos con la tendencia imperante incluso hoy día a idealizarlos. Esa tendencia proviene no solo de nuestra admiración por los logros que realmente alcanzaron, sino también del deseo de crear una utopía pretérita en la que las cosas eran mejores de lo que son hoy día. Esa era la Grecia imaginada por el movimiento romántico que dominó el pensamiento europeo durante los siglos XVIII y XIX . J. J. Winkelmann, el padre de la arqueología clásica moderna y figura destacada de ese movimiento, no veía la necesidad de situar a sus maravillosos griegos en un contexto visitando la Grecia real. Wilhelm von Humboldt, ministro prusiano de educación a comienzos del siglo XIX , captó el espíritu de la época cuando declaró que «si cualquier otra parte de la historia nos enriquece con su sabiduría y su experiencia humana, de los griegos tomamos algo que es más que terrenal, algo que es casi divino». Tal era la visión que llevó a Lord Byron a combatir y a morir por la libertad de Grecia en 1824.
El idealismo dominó el panorama durante demasiado tiempo sin que nadie lo pusiera en entredicho. Finalmente Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, quizá el filólogo griego más grande de principios de siglo XX , llegó a lamentarse: «En cierta ocasión oí a un destacado académico comentar con disgusto que se hubieran encontrado esos papiros [las Papyri Greacae Magicae], porque privan a la Antigüedad del noble esplendor del clasicismo». Wilamowitz añadió: «Es posible que así sea, pero yo me alegro. Porque no quiero admirar a mis griegos, quiero entenderlos, para poder juzgarlos como es debido». El gran filólogo defendía la verdad frente a la explotación imaginativa del pasado clásico por luminarias de la talla de Nietzsche y Wagner (de la que se declararía partidario Adolf Hitler, que afirmaba que «el ideal helénico de cultura debe ser preservado para nosotros en su paradigmática belleza»). El disgusto absolutamente nada académico expresado por el «destacado académico» de Wilamowitz habríamos podido oírlo ya en la Antigüedad. Durante el siglo V a. C., en los días de mayor esplendor de su democracia y de su vibrante actividad intelectual, los atenienses votaron en la asamblea cortar los pulgares de la mano derecha a todos los prisioneros capturados en la isla de Egina, marcar con la efigie de la lechuza la frente de todos los prisioneros de Samos, y matar a todos los varones jóvenes de la ciudad de Mitilene; más de seis siglos después, Eliano manifestaba su deseo no solo de que los atenienses no hubieran aprobado nunca unos decretos tan crueles, sino de que no hubiera quedado vestigio alguno de que lo habían hecho (Historias curiosas 2.9).
Casi todo lo que se cuenta en este libro ilustra los aspectos no tan admirables de la vida y el pensamiento griegos. Como en su volumen gemelo, Gabinete de curiosidades romanas (Oxford University Press, 2010; trad. esp. Crítica, 2011), mi aspiración en este es simplemente entretener. No obstante, a lo largo de los años, mientras acumulaba los materiales presentados en la obra, he podido comprobar cómo iba cambiando poco a poco, aunque sin remordimientos, mi perspectiva de los griegos. Solía yo desdeñar cualquier pequeña rareza o extravagancia que descubriera por considerarla una aberración, impropia del mundo noble y edificante, o por lo menos digno y racional, de Homero, Eurípides, Platón y Aristóteles. Pero cuantas más rarezas y extravagancias reunía, más difícil me resultaba mantener enfocado ese mundo. ¿Hubo un hombre lobo que ganó los Juegos Olímpicos? ¿Había unos empleados provistos de varas encargados de mantener el orden entre los espectadores durante los espectáculos dramáticos de Atenas, o solo durante los concursos de imitaciones de cerdos? ¿Llevaban los griegos como amuleto para asegurar su virilidad el pene de un lagarto cazado mientras estaba apareándose? ¿Realmente había alguien que creyera que Pitágoras volaba en una flecha mágica?