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La chica de Golden
«A menudo comienza en el asiento trasero de un coche.
Es rápido y al grano. El asiento trasero
de un coche difícilmente proporcionará la posibilidad
de expresar la personalidad de uno.»
W ILLIAM H. M ASTERS
En la oscuridad, dos haces de luz mostraban el camino. Los penetrantes faros de un Plymouth hendían la impenetrable oscuridad de los campos de Missouri. Lentamente, el coche que llevaba a Mary Virginia Eshelman y su novio del instituto, Gordon Garrett, atravesaba la ruta 160, una vasta extensión de asfalto carente de alumbrado, donde solo las estrellas y la luna iluminaban el cielo nocturno.
Para su cita con Mary Virginia, Gordon había tomado prestado el recién estrenado coche de la familia Garrett, un sedán verde de 1941 con una lustrosa parrilla de cromo, una protuberante capota, poderosos guardabarros y un amplio asiento trasero. Pasaban por delante de granjas y campos de cultivo arrancados a las praderas. Esa noche habían quedado con unos amigos en el Palace, el único cine del pueblo, donde las melodías y los bailes de los musicales de Hollywood les invitaban a escapar del aburrimiento de Golden City. La prensa les daba a conocer un mundo mucho más amplio más allá de su diminuto pueblo de ochocientos habitantes. Lindando con las montañas de los Ozarks, Golden City estaba más cerca de la Oklahoma rural que de la gran ciudad de Saint Louis, ambas envueltas en millas polvorientas y el férreo puño de la Biblia.
Antes de regresar a casa, Gordon detuvo el Plymouth a un lado de la carretera y apagó los faros. El sonido de los neumáticos mordiendo el apartadero de grava se detuvo repentinamente, seguido por un silencio palpable. Apretados la una contra el otro, Mary Virginia y su novio habían aparcado en una zona deshabitada donde nadie podría verlos.
En el asiento delantero del coche, Gordon le desabrochó la blusa, le aflojó la falda y presionó su piel contra la de ella. Ella no se movió ni se resistió, sino que se lo quedó mirando asombrada. Mary Virginia nunca había visto un pene antes, salvo, según recordaba, cuando su madre cambiaba el pañal de su hermano lactante. Esa noche, poco después de su decimoquinto cumpleaños, Mary Virginia Eshelman (más tarde conocida como Virginia E. Johnson) se adentró en los misterios de la intimidad humana. «Yo no tenía la menor idea de todo aquello», confesó la mujer cuya importantísima colaboración con el doctor William H. Masters algún día se tornaría en sinónimo de sexo y amor en Estados Unidos.
En su puritano hogar del Medio Oeste, Mary Virginia aprendió que el sexo era pecaminoso, algo muy ajeno a los vertiginosos relatos románticos de los que se había impregnado antes de la Segunda Guerra Mundial. Al igual que muchas mujeres de su generación, aprendió que el sexo, en el mejor de los casos, era un deber ingrato, mejor postergado a los confines del matrimonio y a la crianza de una familia. Años después, se referiría anónimamente a Gordon Garrett como «el chico de pelo rojo intenso». Ocultó su identidad del mismo modo que ocultó cualquier verdad desagradable de su vida, cualquier recuerdo de un amor esquivo. Décadas más tarde, admitió que «nunca me casé con los hombres que de verdad me importaban». Pero jamás olvidaría a Gordon Garrett ni esa noche a las afueras de Golden City, cuando dos adolescentes perdieron su inocencia.
Junto a la carretera, la joven pareja se abrazaba entre las sombras, besuqueándose en el asiento delantero hasta que se deslizaron a la parte de atrás. El pesado aliento empañaba las ventanas. Los automóviles, aún raros en lugares como Golden City, proporcionaban un lugar de cierta intimidad en el que estar a solas. Gordon tiró de la palanca del freno de mano para asegurarse de que el coche familiar no se iba rodando mientras su atención estaba puesta en otras cosas.
A lo largo de sus años de instituto, Mary Virginia había madurado junto a Gordon. De algo más de metro ochenta y el físico de un granjero, era lo suficientemente fornido para jugar en el equipo de fútbol americano del instituto, pero también compartía el más sutil interés de Mary Virginia por la música. Formaron una pareja estable durante el año de graduación, siempre juntos. Gordon era su chico.
Tras saltarse dos cursos, Virginia era mucho más joven que el resto de su clase del instituto de Golden City, incluido el pelirrojo Gordon Garrett, que ya había cumplido los diecisiete. Ansiosa por complacer, tenía un cabello castaño claro rizado en espirales, enfáticos ojos azules grisáceos y unos recatados labios ligeramente fruncidos. Siempre lucía una enigmática mueca al estilo de la Mona Lisa, que podía ampliarse fácilmente en una atractiva sonrisa. Al igual que otros Eshelman, gozaba de una particular estructura ósea que resultaba en prominentes mejillas y una postura erguida, así como unos hombros perfectamente equilibrados. Su esbelta complexión sugería unos pechos con el justo volumen como para hacerla pasar por madura, aunque los chicos podían ser extremadamente desagradables en sus apreciaciones al respecto. «Era una muchacha alta, delgada y plana», recordaba Phil Lollar, por entonces un compañero más joven que vivía cerca de su granja. «Una chica del montón.» Pero la mayoría de los adolescentes de Golden City admiraban el sentido del estilo de Mary Virginia en aquel lugar que tanto lo necesitaba. En aquel micromundo rural, ella hablaba, se vestía y actuaba como una joven dama, tanto que sus compañeros de clase de la promoción de 1941 no eran capaces de discernir su edad. Su atributo más llamativo era la voz, un cautivador instrumento de refinados matices que desarrolló en su faceta de cantante. La hermana mayor de Gordon, Isabel, decía que la ropa de Mary Virginia siempre estaba en perfecto estado, a diferencia del aspecto de los hijos de granjeros de la complicada década de 1930. La novia de su hermano «siempre se mantenía limpia y decididamente femenina», recordaba Isabel. «Era muy guapa.»