Horowicz, Alejandro El huracán rojo / Alejandro Horowicz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Crítica, 2018. Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-4479-12-9 1. Historia. I. Título. CDD 940 |
Diseño de cubierta:
Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Fotografía de tapa:
Manifestación de obreros armados
y la Guardia Roja en Petrogrado, 1917
Todos los derechos reservados
© 2018, Alejandro Horowicz
© 2018, de todas las ediciones:
Editorial Paidós SAICF
Publicado bajo su sello CRÍTICA®
Independencia 1682/1686,
Buenos Aires – Argentina
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www.paidosargentina.com.ar
Primera edición en formato digital: octubre de 2018
Digitalización: Proyecto451
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ISBN edición digital (ePub): 978-987-4479-12-9
Dedicatoria
En mi niñez los burgueses no tenían buena prensa, los socialistas sí. Un primero de mayo mamá me llevó al Luna Park, hablaba Alfredo Palacios, y la ida tuvo el valor de un acontecimiento, como si se tratara de un acto relámpago en la Varsovia de los años 30. Antes, mis tíos, con mi primo Tito, habían vuelto a Polonia a construir el socialismo. No funcionó, Leibke Stul murió en el intento. Su cuñado, mi otro tío, Liova Horowicz, que vivía en la Unión Soviética de Stalin, consultado con anticipación, les había prevenido por carta: «si en la Argentina no pueden quedarse, vayan a casa de mamá», mi babe vivía en Tel Aviv. No escucharlo fue un funesto error. Cuando en el 2010 visité la tumba de Leibke, en el abandonado cementerio judío en Varsovia, lloré desconsoladamente. Todavía recuerdo la última vez que fue a la casa de mis papás en Buenos Aires… nunca dejé de esperarlo. Tito y mi tía lograron regresar, y aunque siempre supe del horror polaco el socialismo salió inmune como horizonte, incluso para ellos.
A los diez años, admiraba a Kennedy y aunque me alegraba de la victoria de los «rebeldes» —así los llamaban— contra Batista, no sabía qué pensar de Fidel Castro. Eso fue hasta que, entre las lecturas de Jean Paul Sartre y Henri Lefebvre, el marxismo (del que en mi casa jamás se había dudado, pero que casi no tenía nada que ver con la URSS) alcanzó pleno sentido. Papá me contó por ese entonces, tenía quince años, sus impresiones sobre las tesis de Trotsky relativas a la Alemania de los 30; sobre la responsabilidad directa de Stalin en la derrota de la izquierda europea; sin embargo, me había puesto José, de segundo nombre, en su homenaje: sin Stalin —pensaba papá— la victoria sobre Hitler no se habría alcanzado. Las contradicciones de mi familia y el debate sobre el socialismo se cruzan en mi memoria como partes de una unidad inextricable. Desde el socialismo kibutziano hasta el soviético, cada vez que una bandera roja se desplegó en la historia me estremecí como tantos militantes.
Una larga lista de derrotas que pueden fecharse en la caída de Salvador Allende, me hizo saber que nuestro avance geográfico había encontrado límite en Afganistán. La suerte estaba echada. Desentrañar esa derrota me llevó al problema de la revolución, de la lucha por la conquista del poder, de la insurrección armada. No pienso ahora como pensaba a los veinte, pero no me río cínicamente de los ideales de mi juventud, por eso dedico este enorme esfuerzo a mis papás que izaron en mi corazón la bandera del socialismo que aún flamea.
Para Samuel y Ester, in memoriam.
Agradecimientos imprescindibles
Soy incapaz de establecer mis deudas intelectuales. Son demasiadas, y en buena parte las ignoro. Quien las conoce todas, no debe nada. ¿Mi desmemoria es una hábil estratagema? Más bien, la admisión lisa y llana que incluye una certeza: voy a ser injusto; inevitables ausencias tendrán lugar, pido disculpas.
El préstamo de libros juega todo un papel en trabajo tan extendido. Carlos Abalo, Juan Grigera, Leonardo Killian, aportaron textos inconseguibles o la información que permitía ubicarlos. Juan sabe obtener de los bibliotecarios respaldo empático y transferirlo. Elsa Drucaroff buscó, encontró y me obsequió libros indispensables, junto a una cálida escucha para lecturas interminables. Cristian Sucksdorf hizo lo propio y Abalo, con su rigor y generosidad habituales, reforzó la inteligibilidad conceptual de la estructura que organiza este trabajo.
Fernando Fagnani no solo leyó borradores en distinto nivel de elaboración, sino que en los momentos en que las dudas me impedían avanzar me hizo saber que valía la pena coronar el esfuerzo.
Pero el libro no tendría esta forma sin el enorme trabajo de Camila Arbuet; Camila revisó todo el texto mientras se iba escribiendo, propuso lecturas, señaló ausencias, planteó aclaraciones; y cuando la escritura se me enredaba —cosa que no pasó pocas veces a lo largo de cinco años— buscó hasta encontrar las palabras adecuadas. Por tanta compañía invaluable, ella merece mi perpetuo reconocimiento.
Concluir aquí mis agradecimientos supondría obviar las horas de charla sobre la kilométrica bibliografía que admite este trabajo, que de algún modo comencé a preparar desde hace más de 40 años. Mis alumnos de la UBA, al igual que mis amigos tuvieron que soportar este monomaníaco interés. Puedo remontarme hasta los comienzos de la década del 70, cuando Blas Alberti me prestara la entonces inconseguible edición de la Historia de la Revolución Rusa de Trotsky, editada por Tilcara; y Damián Carlos Hernández, alias el Gordo Hernández — mítico librero porteño — me guardaba los ejemplares de la colección Pasado y Presente, que me entregaba entonces para cobrar en las calendas griegas. Con un añadido: sin ese plexo de la polémica socialista, este trabajo no se puede acometer, al menos desde esta perspectiva.
Francisco (Pancho) Aricó, editor de Pasado y Presente y de la obra de Marx en magníficas traducciones, animador intelectual del pensamiento de Gramsci en castellano, tuvo la sagaz inteligencia, antes de la caída de la URSS, de imponerme dialogar exhaustivamente sobre la peripecia socialista. Nos juntábamos en su casa una vez por semana: las preguntas de Jorge Halperin orientaban una charla llena de francas, productivas divergencias. Esas conversaciones se grabaron y siguen ¡todavía! inéditas.
Nacho Iraola apoyó este libro desde que era un proyecto, y lo defendió de los avatares que azotan la actividad intelectual en un país periférico. Martín Sivak, por su parte, leyó con la sensible inteligencia del editor amigable, ayudándome a rematar el texto con final adecuado. Sin ambos apoyos, estimado lector, hubiera sido imposible.
Por cierto, todos estos interlocutores retumban en mi trabajo, aunque me atengo a la fórmula de rigor: soy el único responsable de lo que aquí está escrito.
Alejandro Horowicz
Prólogo
A 100 años del Octubre bolchevique, las exhumaciones aportan detalles documentales al museo de la revolución. Pero el mundo que existe no puede ser pensado sin victorias revolucionarias: Desde la democracia parlamentaria hasta los sindicatos obreros. Para el coleccionista académico, los placeres del archivo. Para los que intentamos leer a contrapelo un proceso de larga duración, las dificultades de un lenguaje político en descomposición.