El general republicano Vicente Rojo Lluch fue el militar más completo y brillante que dio el Ejército español durante el siglo XX . Ya en los años veinte gozaba de gran prestigio entre sus compañeros, aunque sus méritos no fueron reconocidos por la monarquía, cuya deplorable política militar propició el encumbramiento de personajes tan mediocres como Francisco Franco.
A lo largo de la guerra civil, Vicente Rojo tendría ocasión de humillar repetidas veces al Invicto Caudillo, a pesar de que éste apoyado por las potencias fascistas, dispuso de una aplastante superioridad de medios, sobre todo aéreos, en unos tiempos en que se estaba iniciando la era de la aviación como arma decisiva. En esta obra se demuestra que Rojo, con su acertada dirección de operaciones y sus dotes de organizador, fue capaz de compensar la abrumadora superioridad del bando nacionalista, consiguiendo que la contienda se prolongara, contra todo pronóstico, durante casi tres años.
Carlos Blanco Escolá
Vicente Rojo, el general que humilló a Franco
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ugesan64 19.09.14
Título original: Vicente Rojo, el general que humilló a Franco
Carlos Blanco Escolá, 2004
Editor digital: ugesan64
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Capítulo 2: La disparatada aventura colonial
CAPÍTULO 2
La disparatada aventura colonial
La movilización llevada a cabo en julio de 1909 para enviar refuerzos a Melilla mostró los mismos fallos que la realizada en 1893, digna de ser calificada como desastrosa. Después de que fue rechazado el proyecto de Ley Constitutiva presentado por el general Cassola en 1887, no se corrigieron las deficiencias que afectaban al Ejército y éstas, obviamente, salían a relucir cuando era preciso afrontar algún conflicto en el exterior. Para actuar sin pérdida de tiempo en esta clase de conflictos, España contaba en 1909 con una especie de fuerza de intervención rápida compuesta por tres brigadas mixtas de cazadores, ubicadas en Madrid (la primera), en el Campo de Gibraltar (la segunda) y en Barcelona (la tercera); la capacidad operativa de todas ellas, desde luego, debía de resultar bastante escasa, ya que, entre otras cosas, no se hallaban al completo de sus efectivos… Y sucedió que, cuando el ministro de la Guerra decidió trasladar a Melilla la Tercera Brigada, de guarnición en Barcelona, hubo que llamar a filas a jóvenes de la primera y la segunda reserva, la mayoría de los cuales llevaban bastante tiempo sin recibir instrucción y habían, por otra parte, encauzado su vida, logrando un puesto de trabajo. El sistema de reclutamiento seguía manteniendo vigentes la Sustitución y la Redención a Metálico, a pesar de que, durante las campañas de ultramar, había llegado a estallar una generalizada protesta, que en gran medida dirigió el naciente partido socialista, y que utilizaría como lema: «¡O todos, o ninguno!». En julio de 1909, en definitiva, todo parecía indicar que se iba a repetir la injusticia del 98, y no sólo porque los sacrificios se fueran a reservar para las clases modestas, sino porque, además, los intereses que se pretendían defender en la guerra eran los de las clases acomodadas.
Ya en fecha tan temprana como la del 3 de marzo de 1908, El Socialista, periódico del PSOE, había dado la voz de alarma, advirtiendo: «Nadie ignora que los hombres que ocupan el gobierno tratan de hacer intervenir a España en los asuntos de Marruecos y que esa intervención será un hecho, ocasionando enormes males si una fuerte opinión y una actitud de resistencia no se oponen a tal locura». Y, en la siguiente celebración del Primero de Mayo, las organizaciones de izquierda dejarían escuchar su voz contra cualquier clase de aventura militar en el territorio marroquí.
El ambiente se fue caldeando, ciertamente, en los meses anteriores a julio de 1909, y, tras producirse el ataque de las harcas indígenas contra los obreros del ferrocarril minero, incluso desde la prensa conservadora se optó por recomendar prudencia. La Correspondencia de España, dirigido por el monárquico independiente Andrés Mellado, por ejemplo, publicó un artículo pleno de sensatez y ecuanimidad, que se expresaba como sigue: «Es imposible llevar adelante una guerra si el pueblo no la quiere, y el pueblo español no quiere ni oír hablar de combatir en Marruecos. A excepción de una media docena de caballeros políticos, de unos pocos especuladores del mercado y de otros pescadores en río revuelto, nadie quiere aventuras, ni provocaciones, ni ocupaciones innecesarias, ni ningún tipo de empresas extemporáneas…».
España debería abstenerse de intervenir militarmente en Marruecos, explicaba el artículo, porque, si terminaba estallando una guerra, ésta habría de constituir un pésimo negocio. «Por todos nuestros esfuerzos —advertía— sólo conseguiríamos una cosa: malgastar la sangre de los soldados y el dinero de los contribuyentes». Nadie tomó en consideración estas palabras, pero lo cierto es que resultarían proféticas.
El 18 de julio, cuando embarcaba en el puerto de Barcelona uno de los batallones de la Tercera Brigada con destino a Melilla, se produjo una violenta protesta entre los cientos de personas que se agolpaban en los muelles. El diario barcelonés El Progreso, órgano del partido republicano de Alejandro Lerroux, ofrecería a sus lectores la noticia al día siguiente, aprovechando, por lo demás, la ocasión para extenderse en diversos comentarios que habrían de contribuir a caldear, todavía más, el ambiente: «Ayer al embarcar tropas expedicionarias en el comilluco Cataluña, la protesta que late en todos los corazones se exteriorizó de un modo unánime en gritos de “¡Abajo la guerra!, ¡abajo Maura!, ¡abajo Comillas!”, en una formidable silba a la Marcha Real y en las petaquitas y medallas que desde la borda del buque se arrojaban al mar. Es el principio del fin, porque el pueblo, convencido de su obra patriótica, seguirá adelante, ya que su protesta ha encontrado el eco que debía en el corazón de todos sus hijos, de los que la burguesía insaciable pretende devorar en una guerra insensata».
La opinión pública parecía decantarse, en julio de 1909, en contra de la intervención en Marruecos, pero no dejaba de detectarse la existencia de determinados grupos de presión que pensaban de manera muy diferente y que esperaban imponer su criterio. Uno de estos grupos, cercano a los círculos de poder, abogaba por la penetración pacífica en África, y proclamaba que este hecho habría de contribuir a la regeneración nacional; si en Francia, alegaban, había surgido, tras la derrota de 1870, un entusiasta movimiento a favor de la expansión colonial, otro tanto podría suceder en la España marcada por el Desastre del 98… Desde diversos sectores de la actividad económica y defendiendo, fundamentalmente, intereses industriales y comerciales, se manifestaron otros grupos (liderados más o menos por políticos y a la vez hombres de negocios, como el conde de Romanones y Miguel Villanueva), que pretendían encontrar en el territorio marroquí un imperio de recambio, capaz de compensar la pérdida del imperio ultramarino, proporcionando mercados y materias primas. Frente a estos falsos regeneracionistas, dignos representantes del tinglado montado por Cánovas para la Restauración, se alzaba la voz de los honestos y realistas miembros del regeneracionismo auténtico, que rechazaban cualquier clase de aventuras coloniales, al considerar, por una parte, que todos los recursos deberían dedicarse a la reconstrucción interna, y, por otra, que el pueblo no se mostraba dispuesto a afrontar sacrificios como los que se le exigieron en las colonias de ultramar; si el pueblo se sentía de nuevo injustamente tratado, añadían, era muy probable que surgieran graves conflictos sociales, con las correspondientes consecuencias para la estabilidad del país.