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Capítulo 1
LOS PRIMEROS ASTRÓNOMOS
E n el recién estrenado nuevo siglo, la tecnología humana está logrando descifrar los secretos del Universo. Nuestras máquinas espaciales surcan el océano cósmico con el propósito de posarse en la superficie de otros mundos. En el breve plazo de unas pocas décadas, el hombre observará nuestro hermoso planeta azul desde la atalaya de una cómoda estación espacial y, desde allí, proyectará sus futuros sueños de colonización interestelar con la construcción de bases permanentes en la Luna y el definitivo asalto tripulado al planeta rojo.
La ambición del ser humano por conocer el Universo que le rodea dignifica nuestra especie. Sin embargo, ese interés por el Cosmos viene de muy lejos. Nuestra ciencia astronómica hunde sus raíces en numerosos yacimientos arqueológicos desperdigados a lo largo y ancho de los cinco continentes. Son testimonios de un pasado tan remoto como sorprendente, pero que hacen patente como los orígenes del estudio y comprensión de las intrincadas leyes que rigen el cielo nocturno se remontan a más de cinco mil años de antigüedad.
En las últimas décadas, la arqueología se ha ido convirtiendo en una ciencia multidisciplinar. Como disciplina que investiga el pasado no ha dudado en echar mano de otras ramas de la ciencia con objeto de ampliar sus horizontes. El paso del tiempo ha demostrado que ciertos monumentos antiguos no solo guardaban tesoros fabulosos en sus cámaras secretas, en ocasiones esas construcciones denotan funcionalidades astronómicas asombrosas. Esta rama de la arqueología recibe la denominación técnica de arqueoastronomía y desde finales del siglo XVIII viene recopilando novedosos datos de las misteriosas entidades que erigieron estas construcciones.
Cuando nos enfrentamos a un complejo arqueoastronómico las preguntas acuden atropelladamente a nuestro cerebro. ¿Cuándo comenzó el hombre a interesarse realmente por la astronomía? ¿Cómo explicar la existencia de conocimientos tan sutiles sobre el movimiento de los astros en épocas tan distantes?
Parece ser que Homos como el Neardenthal o el Cromagnon ya se sentían atraídos por la contemplación de las efemérides que se daban cita en la bóveda celeste. Estoy convencido que este interés nació paralelo a la religión. Después de haber observado los movimientos regulares de los astros del cielo a lo largo de varios millares de años, nuestros antepasados pensaron que esos objetos eran dioses que controlaban sus vidas. En un principio, impelidos por la superstición, decidieron orientar sus monumentos hacia aquellos astros que personificaban sus miedos y esperanzas. De esta manera nació la astrología prehistórica y, con ella, los calendarios de larga duración de carácter meramente religioso. Ahora bien, la motivación final de estos complejos no era únicamente religiosa sino también pragmática.
Por otro lado, la práctica de la observación celeste, en contra de lo que afirman ciertos autores, no respondió exclusivamente a la necesidad de planificación de las primeras sociedades que practicaron la agricultura. La supervivencia de las mismas no dependía de este conocimiento estelar. Nuestros ancestros no tenían que recurrir a cálculos intrincados para sacar adelante sus cultivos, de hecho, hasta el agricultor neolítico con menos experiencia acabaría entendiendo, tras una exhaustiva observación del comportamiento de los ciclos de la naturaleza, que ciertas especies, como por ejemplo el trigo de primavera, debían sembrarse al inicio de dicha estación. A pesar de ello, los hombres de entonces debieron dar un sentido litúrgico y doctrinal a estas pautas celestes, configurándolas en forma de calendarios.
Con el paso del tiempo los números empleados en las mediciones fueron considerados sagrados siendo susceptibles de ser utilizados en todas las facetas de la vida cotidiana. Así, por ejemplo, para mayas y egipcios el 73 era un número sagrado que les permitió, entre otras muchas mediciones, descubrir el tránsito venusino de 243 años con respecto al astro solar. Por su parte, el número 41 sirvió de referencia en la construcción de las pirámides egipcias de Micerinos, Kéfren y Keops, cuyas medidas son proporcionales a este número sagrado.
Inexplicablemente, estas culturas denotan conocimientos demasiado profundos en matemática astronómica. Poseemos restos arqueoastronómicos de más de cuarenta mil años. En estos yacimientos hemos encontrado cientos de huesos tallados con muescas alineadas en grupos de 28 o 347 incisiones. Sabemos que la primera cifra representa en días el tiempo que necesita nuestro satélite natural para completar su aparente ciclo de veintisiete vueltas, mientras que el segundo número representa el tiempo que necesita la Luna para alinearse entre la Tierra y nuestro astro solar, originando de paso un eclipse solar, siempre que se cumplan determinadas circunstancias (Chatelain, 44).